lunes, 31 de diciembre de 2012

LA CUEVA BLANCA (primera parte)


Una vez más, se adentró en el cuarto oscuro para revelar las fotos que había tomado. Aquella habitación era el único lugar seguro de la casa; allí su madre nunca se atrevería a entrar, además, siempre tenía la precaución de cerrarlo con llave y este era el único derecho reconocido dentro de su propia casa.
Cuando su padre ingresó en la cárcel, de esto hace ya siete años, aquella mujer desolada, según decía ella, se fue a vivir a casa de su hijo y poco a poco, como cuando era pequeño, empezó a ir controlando todos los aspectos de su vida. La relación familiar nunca fue buena y si un día el muchacho quiso irse a vivir solo, a pesar de que no sabía ni prepararse un bocadillo, era porque no soportaba tantas atenciones y disputas. Él había crecido; ya no era el niño de mamá, sin embargo, su madre se empeñaba en tratarlo como a un infante, aunque ello hubiese sido motivo de numerosas discusiones con su marido; de todos modos, si no discutían por esto, siempre tendrían miles de cosas por las que hacerlo. Vivir en aquella casa se le hizo tarea insoportable. Su padre alabó aquella decisión. Su hijo empezaba a ser un hombre.

“Ahora, todo irá mejor”, decía su madre. En la cárcel, su marido pagó por sus pecados y ella era una mujer nueva y libre. “Hasta que la muerte os separe”, pensaba. No sabía que la hizo enamorarse de él, pero tampoco quería recordarlo, sobretodo, porque a ella no le gustaba reconocer que contrajo matrimonio con un asesino. Lo cierto es que cuando se casaron poco sabía de aquel hombre, salvo que tenía dinero y era guapo. Por supuesto, que con la convivencia no tardó mucho en descubrir las actividades delictivas de su cónyuge, pero aferrándose a la fe que profesaba, creyó poder cambiar a aquella alma descarriada. Ni poniendo al hijo como excusa, pudo hacer nada para conducir a su marido por el camino del bien.
Después del juicio, ella se empeñó en reconstruir lo poco que quedaba de la familia. Su hijo la necesitaría, además, ella no era mujer que pudiese vivir sola. Era muy difícil encontrar trabajo a su edad, y por otra parte, ella no sabía hacer nada que no tuviese que ver con las tareas del hogar. Eso sí, conocía más de mil formas para dar lástima y todas aquellas argucias que poco funcionaron con su marido, siempre alcanzaban el efecto deseado con su hijo. Bueno, casi siempre. Ahora por fin estaban juntos de nuevo y sin que el marido se opusiese a ello; su vida cobraba ya el sentido que puede esperar toda madre. No se hablaban mucho, pero vivían bajo el mismo techo y a su pequeño no le faltaba nada. Había alguien que cuidaba de él.

El muchacho no tiene amigos con los que salir, además, tampoco se le da bien la gente. ¡Mi padre si que sabía!. Se acordaba muchas veces de él. Siempre que podía, iba a visitarle. Le jugaron una mala pasada y por eso acabó en la cárcel. “No te puedes fiar de nadie”. Lo echaba de menos. Muchas veces se había preguntado que debe sentirse al matar a un hombre. “¿Seré capaz de reunir el valor necesario?”. Pero él nunca ha tenido motivos para acabar con la vida de nadie; quizá sería capaz de cantarle los cuarenta a su jefe, pero ni de eso se atreve; más bien es alguien tranquilo, reservado, pero incapaz de hacer daño a ningún ser vivo.
Sus únicas aficiones son la fotografía y la espeleología. De la actividad relacionada con las cuevas, heredada de su padre, muchos saben de él que estuvo unos meses viviendo bajo tierra para alcanzar un récord de permanencia. Salió en algún periódico de la región. Pero era allí dentro donde él se sentía a salvo de un mundo hostil; era como un refugio hecho a su medida, aunque en los últimos años también le ayudaba experimentar la reclusión que podía sentir su padre. De pequeño, se lo llevaba a visitar muchas cuevas de difícil acceso para  cualquier mortal. Las conocía todas en un radio de cien kilómetros.
Su madre no compartía aquella afición y nunca autorizó una actividad semejante para su pequeño, así que le decían que se iban de pesca, a ver una carrera de motos, a hacer unas fotos o cualquier excusa que se les ocurriese en el momento, por supuesto, “sólo para hombres”. Aquel era su secreto. “Así es como se forjan los hombres de verdad”, le decía su padre. En aquel mundo subterráneo se hizo hombre; afrontó la oscuridad y todos sus miedos. Ahora ya no iba tanto por aquellos lugares. Sólo una o dos veces a la larga; cuando sentía nostalgia o necesitaba tranquilidad para pensar.

Sin embargo, de la fotografía puede decirse que es su verdadera pasión, aunque poco sabe la gente de esta actividad. Se dedica a retratar personas desconocidas. Permanece largas horas encerrado en aquella habitación oscura de revelado, en la que ninguna otra persona ha entrado jamás. Lo raro es que en toda la casa no hay ninguna fotografía, ni tan siquiera de su padre. Tampoco trabaja de fotógrafo en ninguna revista, ni las presenta a concursos. Al contrario, se gana la vida en unos almacenes textiles soportando jornadas inclementes por un sueldo escaso. Muchas veces ha querido dejarlo, pero nunca ha tenido valor; además, ¿qué otra cosa podría hacer?. Tiene unas responsabilidades que le exigen un sueldo: el alquiler, la luz, la comida, el coche... Aunque a él le sobra el dinero, pero nadie lo sabe. Estudiar nunca se le dio bien y en realidad, pocas cosas sabe hacer bien. Quizá ser fotógrafo podría haber sido una buena alternativa, pero no le gusta compartir el fruto de esta afición con nadie. Pocos iban a entenderlo.
Como cada fin de semana, después de una agotadora jornada laboral, toma su cámara y sale de casa sin una idea concreta. Sólo hace fotos de gente. Una madre con el cochecito de su hijo; unos niños jugando a fútbol; una anciana paseando al perro; incluso tu o yo podríamos salir en una de sus fotos sin darnos cuenta. Sobre un pedazo de papel, quedan muchas miradas perdidas en el infinito.
Discute muchas veces con su madre por esta actividad y por el hecho de no dejarle ver sus obras o recluirse en la habitación oscura, pero en este punto, él si que es inflexible y muestra algo del carácter de su padre, como viene recriminándole su madre cada vez que no consigue nada de él. “Acabarás como tu padre”... Termina diciéndole siempre.
Sabe que su madre en más de una ocasión ha husmeado entre sus cosas, pero ella dice que necesitaba limpiar, porque él es muy desordenado.  Por suerte, el cuarto de revelado siempre está bien cerrado con llave y su madre sabe que si intentase entrar, se iría de la casa. Porque es su madre y le debe un respeto, que si no... ¡Se iba a enterar ella!. “Tendría que estar aquí mi padre. Él si que sabe tratar a las mujeres. Con sólo levantar la mano las ponía a todas derechas”. Está harto. Siempre lo mismo, pero bueno, ella prepara la comida y mantiene la casa decente. Al fin y al cabo, eso es todo lo que un hombre puede necesitar, además de una cama caliente en la que desquitarse de sus penas, claro. Pero a él no le van esas guarradas.
Muchas veces ha fantaseado con alguna chica de las revistas que esconde, pero lo que a él le fascina de verdad, es el rostro de las personas, más que su cuerpo. Por eso hace las fotos. Observa los ojos detenidamente; el perfil de los labios; el color de la piel; la nariz, el pelo...
Aunque lo que podría preocuparnos es que ya no disfruta de su sexualidad como antes. Le aburre. El cuerpo le pide experiencias nuevas en esta materia; Ha pensado en ir a una de esas casas de alterne, pero no sabría ni como empezar y a su edad, todos se iban a burlar de él. Cuanto desearía que su padre estuviese a su lado para ayudarle en esto; con él si que podía hablar, aunque ahora ya no lo hace. Ya no quiere verle. “No recibe visitas”. Seguro que esperaba algo mejor de su hijo y no la clase de patán en que va camino de convertirse. Ahora va con el pelo bien peinado y lleno de gomina; huele a colonia de bebé; lleva los pantalones siempre perfectamente planchados; y vuelve a utilizar esas gafas horteras que eligió su madre, aunque muchas veces se las quita. “Pareces una niña”, le dice su padre cada día.

Su padre presumía de ser un hombre de verdad, de esos que toda mujer desea, alguien capaz de protegerlas. Con él nadie jugaba y si alguien se atrevía... También alardeaba de haber matado a mucha gente, pero era el mejor en su trabajo. Su único error fue confiar demasiado en algunas personas. Le traicionaron por un cargamento demasiado valioso como para compartirlo.
“A veces es necesario tomar la justicia por nuestra cuenta, solía decir él, porque hay personas que no pueden quedar indemnes y necesitan algo más que un castigo y que también sirva de referencia para que los demás se tomen las cosas en serio” le decía su padre.

Debería darle una de esas lecciones magistrales a su jefe. Es un tirano con todos los trabajadores, pero todos callan, sino, se van a la calle y muchos tienen familia. Lo cierto es que parece un dictador de los de antes, capaz de partirte con la mirada, o reventar los oídos de cualquiera con su voz, por no decir que alguna vez a golpeado a dos o tres trabajadores, que por supuesto, dejaron de trabajar para él.
Podría hacerlo. Su padre se sentiría orgulloso: “Nadie se atreve a pisotear a mi hijo”, pero el personaje en cuestión pesará más de cien kilos y le saca dos palmos de altura. Cualquier día le reventará las narices aunque se quede sin trabajo. Alguna vez lo ha pensado, pero todo se queda en una idea maliciosa ante cualquier forma de tiranía. ¡Quién no lo ha pensado alguna vez!. Lo malo es que las consecuencias...
De atreverse a matar a alguien, tendría que cuidar sus movimientos, escoger a la víctima perfecta. Seguirla como un león cuando acecha a su presa antes de lanzar su ataque mortal, esperar el momento oportuno... “pero mi padre dice que no seré capaz; que nunca sé hacer nada bien; que nunca seré un hombre como él”. Él adoraba a su padre, aunque a veces sus palabras le hacían mucho daño. Ignoraba que esas palabras eran la forma en que su padre perseguía retarle.

--   Daniel Balaguer  http://www.danielbalaguer.es  https://sites.google.com/site/danielbalaguer
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sábado, 22 de diciembre de 2012

1, 2, 3... Y LA NAVIDAD SE HIZO


Eran mediados de junio allá por el año 133 a.C. cuando el ejército romano acababa de invadir Asia menor. Lo cierto es que por allí no encontraron mucho con que engrandecer su imperio, pero no podían volver con las manos vacías; así que, en vistas de que carecían de una religión estable con la que someter al pueblo y dado que entre aquellas tierras se toparon con la fuerte influencia del mitraísmo, a alguien se le ocurrió la idea de importar algo que no se había hecho hasta entonces: podían llevarse una religión a casa.
No se vio ninguna estrella en el cielo que les indicase un atajo para un regreso que se vaticinaba largo ante la llegada del verano. La ruta tampoco estaba señalizada y las migas de pan que habían dejado como rastro para la vuelta, se las habían comido los pájaros. De no ser por tres o cuatro poblaciones asoladas que habían dejado a su paso, no habrían sabido volver, o habrían tardado unos cuantos años. El camino era muy largo, sobre todo, recordando que las legiones iban a pie y las autopistas no existían.
El invierno les cogió de regreso cerca de Nazaret, pero por aquel entonces, el cristianismo estaba muy lejos de toda imaginación o profecía. Los romanos celebraban por aquellas fechas las saturnales. En estas fiestas, tras las ceremonias religiosas y los banquetes, se intercambiaban regalos y visitas y a los esclavos se les concedía libertades poco corrientes, pero de nuevo empezaron a perder las nociones de su propia religión con el cargamento que llevaban. Lo cierto es que el mitraísmo prometía ser una religión ideal para el pueblo romano.
El tiempo pasó y aquella religión efectivamente alcanzó una expansión formidable, aunque estaba empezando ya la competencia del cristianismo; pero hacia el año 385 d.C, Teodosio I dictó fuertes medidas contra esta creciente amenaza a su culto. A pesar de esto, ni todos los leones del coliseo pudieron acabar con los cristianos y a alguien se le ocurrió aquello de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Y fue así como el cristianismo empezó a ir ganando terreno a las otras religiones; pero por supuesto, lo que más atraía a los seguidores de una determinada religión, eran las fiestas propias de ella. Del nacimiento de Jesús, poco se sabía; cuando Él nació era un chico normal del que poco cabía imaginar su gloria, así que nadie se anotó aquella fecha como algo memorable; sí, su madre se acordaría, pero sólo mientras viviese. Echando unos siglos de por medio, evidentemente aquella fecha quedó en el más absoluto olvido. ¿Cómo se les podía haber pasado algo tan importante?.
Así que para ganarse el beneplácito de los romanos, adoptaron las fechas de las saturnales y alguna de las costumbres propias de aquella vieja religión como fecha del nacimiento de Jesús; con ello consiguieron más seguidores del cristianismo.
En su creciente expansión, el cristianismo fue topándose con otras religiones a lo largo del mundo y fue contagiándose de las otras, de las que fue cogiendo algún detalle para no discriminar a los seguidores de esas otras religiones, que finalmente acababan por seguir el cristianismo, dado que se estaba poniendo de moda y tenía muchas fiestas.
Así pues, las saturnales romanas y a fiesta pagana de los britanos, tenía lugar hacia el 25 de Diciembre. Más o menos, se estuvo de acuerdo en fijar aquella fecha como la del nacimiento de Jesús, dado que había sido muy notable en las tradiciones anteriores. También conservaron el hecho de hacer regalos.
Del mitraísmo, se adoptaron ideas como la inmortalidad del alma, puesto que aquel detalle gustaba mucho y daba más poder a esta religión, pero también la creencia en el castigo eterno de los malos y la perdurable felicidad de los buenos, puesto que aquel detalle servía para dirigir al pueblo por el camino que más interesaba: el camino del bien. En aquel mundo de hombres, las mujeres estaban excluidas de las prácticas del culto, aunque se insistía mucho en la caridad del prójimo.
Para dar color a la fecha del nacimiento de Jesús, se adoptó también la costumbre de adornar las iglesias con muérdago y acebo; decorar la casa con guirnaldas, era una costumbre nórdica de la que también se sirvió el cristianismo...
Y fue más o menos así como entre saturnales, mitraísmo, regalos, guirnaldas, caridad y demás, nació la navidad del cristianismo.
--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer
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domingo, 16 de diciembre de 2012

LAS ENTRAÑAS DEL INFIERNO (tercera parte)



-V-

Una noche más, lejos de nuestros hogares, en una localidad extraña sumida entre el alboroto de sus fiestas locales, el amo y señor de semejante doncella, cayó víctima de una sustancia adulterada de consumo poco aceptado entre la sociedad, y con las que solía costearse el gasto ocasionado cada fin de semana. Extirpó de cuajo la diversión de nuestras mentes e hizo que lo condujésemos con avidez al centro médico de la localidad, donde tuvo que ser hospitalizado con urgencia. Recuerdo situaciones semejantes causadas por el alcohol, ingerido con exceso en ayunas, pero nunca llegaron a tanto, ni causaron tanto temor. Esta vez estábamos lejos de casa y no era alcohol.
La situación vivida les llevó a romper sus lazos afectivos, según creí, ya definitivamente, así que me aproveché de la situación para entablar mayor confianza con quien ocupaba el centro de todas mis fantasías. Me ofrecí a llevarla a casa alguna noche en un vehículo que la atrapó, dentro de su hechizo de confort, ante los ojos de sus amigas, sujetas al desgaste de suela. Finalmente, la fuerza del universo nos sentenció a salir juntos. Conociéndola un poco más, no resultó ser tan afectuosa como creí, pero sí muy jovial y extrovertida con todo el mundo, carácter del que yo carecía, derivando con ello una presencia sin la cual me resultaba difícil pasar un fin de semana. Giré alrededor de un astro demasiado desmedido para mí que me condujo a un abismo irremisible.
Luces, sonidos, alcohol y brincos se conjuraron para que pudiese acariciar las curvas que me hicieron perder la razón. Fue una esquina, ambientada por horas de ignotas bebidas sobre nuestros cuerpos, la que acogió nuestra amistad para extenderla más allá de las fronteras de la ropa en furtivas caricias inexpertas.

Dando un respiro fuera de aquel lugar que congregaba a multitud de adictos a una oscuridad resquebrajada de luces sintéticas y vatios de sonido, volvimos al coche, abierto de par en par y del que surgía una música no menos atronadora. Allí estaban reunidos nuestros amigos, abasteciéndose de variados brebajes llenos de alcohol y danzando alocadamente alrededor del coche; un aparcamiento saturado de ambientes similares, fuera de la discoteca, en el que disfrutaban de mejores bebidas y más baratas de cuanto pudiesen costar en aquel infierno. Buscando emociones más fuertes que las proporcionadas por el alcohol, surgieron las drogas. Primero fue un porro, luego apareció nuevamente el diablo de mis sueños, aquel al que le arrebaté la novia y, como si nada hubiese sucedido entre nosotros, nos ofreció algo que según él era lo más. Mancebos despertando a la vida entraban al coche de dos en dos a probar el tentador producto, concebido en los avernos. Desde el exterior, pude observar tímidamente como declinaban sus cabezas para adorar las partículas que inhalarían por la nariz, ofreciendo un uso inédito de los asignados a un billete y un documento de identidad.
- ¡Bueno!. ¡Muy bueno! –decían algunos expertos saliendo del coche y frotándose la nariz-.
- ¡Huy, como pica! –dijo alguna chica-.
Supe que tarde o temprano me debería enfrentar a ello, cuando no tardé en oír una voz a mis espaldas que demandaba mi atención. Con unas pupilas dilatadas -no sé si por la falta de luz o por alguna otra sustancia-, la blanca y fina piel sonrojada, que distanciaba su rostro de la madurez, su pelo liso que no llegaba al cuello y con una tímida sonrisa, se ofreció a compartir un gramo de la nueva sustancia. En un principio, rehusé su oferta, pero verla dentro del coche agachando la cabeza para aspirar aquellas moléculas de polvo blanco, me llevaba a imaginarla con su fragilidad acrecentada, a efectos del estupefaciente y, limpiándose graciosamente su blanquecina nariz, con una sonrisa, decía: “¿Ves como no pasa nada?”. Así que en una actitud adulterada, me adentré en el vehículo para solidarizarme con ella y compartir una parte de la mercancía. Dispuesta sobre un práctico documento de identidad y haciendo uso de otro para separar las dosis, confeccionaba unas rayas que debían ser aspiradas con un billete convenientemente enrollado sobre sí mismo, a modo de conducto que facilitase la tarea de aspiración. Lo hice. También aspiré. Las primeras sensaciones fueron unos picores en la nariz, ganas de estornudar y cierto lagrimeo en los ojos, efectos poco atractivos para una nueva experiencia que para el resto de mis compañeros resultaba magnífica, pero posteriormente, en mi interior, se acrecentó un estado de relajación. Parecía que la fuerza de la gravedad diminuyese su poder. Luego los sonidos se tornaron magnéticos, las luces hipnotizantes. Todos danzábamos sin cesar ni sentir la fatiga, al ritmo de una música concebida junto a las sustancias que potenciaban su actividad, allá por donde la tiniebla habita.
Entre individuos con la mandíbula tensa, a causa de otros derivados, ella se acercó a mí en una danza erótica, potenciada por los alucinógenos que circulaban en sus venas, y volvimos a salir de tal  lugar subyugado al exotismo. Aquella vez no fuimos a buscar el coche donde quedaban algunos amigos. Lucían muchas estrellas en el cielo. La noche era muy clara y el verano la hacía mucho más atractiva. Fue allí, en un rincón un tanto alejado del ambiente nocturno, donde despedimos nuestra virginidad.
Primero fueron unos besos poco interesantes, luego, las circunstancias cobraron mayor emoción cuando otorgamos plena libertad a las manos, pero buscando ya la culminación de nuestros actos, prontamente pasamos a... Fue bastante delusorio. A ella al principio le dolió y sangró un poco, causando cierto temor, por otro lado, tras reemprender cuanto habíamos ido a oficiar, yo no pude contener mi secreción tanto como hubiese deseado. No resultó tan especial como decían. Luego lo intentamos remediar con un gramo más y volvimos al entorno del hechizo infernal.
Poco a poco el ambiente, como la noche, se iba apagando. Había menos coches, menos gente, más botellas y vasos esparcidos, la intensidad de la música era menor y poco variada en acordes, las ganas de danzar se convirtieron en vómitos y mareos. Mientras reposábamos algunos efectos tumbados en el aparcamiento, junto a ella, mirando una noche que comenzaba a blanquear, dijo:
- Mira que bonita esta hoy la luna.
Efectivamente, allí, presidiendo la cúpula celeste y acompañada de una estrella a cada lado, observaba como habían envenenado el encanto de su noche, para tristemente decolorarse entre la luz del amanecer. El ambiente había cerrado sus puertas. Todo el mundo regresaba a su lugar de reposo diurno, aguardando el próximo fin de semana.
- Sabes, voy a hacerme un tatuaje –añadió ella nuevamente abstraída en aquel firmamento-.
Antes de marcharnos, todos los que allí quedábamos volvimos a aspirar unas rayas más, después, cada uno se subió al coche en el que había venido y emprendimos la vuelta a casa, cada uno por su lado. Aquel fin de semana me había gastado más dinero que nunca.
Para apurar la jornada de diversión, sólo cabía una pequeña muestra de habilidad al volante, en una ridícula competición de velocidad, aprovechando el escaso movimiento de vehículos en la calzada y junto a las primeras incidencias solares.

-VI-

De pronto, una luz surgida del mismísimo infierno, violada por la velocidad del trueno, y un camión fantasma, gobernado por un ángel de la oscuridad, abortaron un final feliz, para convertirlo todo en un baño de sangre y dolor, entre el crujir de los hierros retorciéndose para amasar mi cuerpo y los de mis acompañantes. Yo resulté el más perjudicado tras perder a todos mis amigos. Ví el coche que tanto sacrificio me había costado, reducido a un amasijo de hierros. Quedé parapléjico, cargando en mi conciencia con la muerte de dos amigos y la pérdida de una enamorada que se fue con el coche, un mediocre deportivo de tres puertas que dificultaron el acceso para rescatar a quienes ocupaban los asientos posteriores. Tal vez con un minuto se hubiesen salvado. Siempre me quedará la duda.
La luna que presenció cómo nos envenenábamos en un entorno demoníaco, danzando en las mismísimas entrañas del infierno, quedó impresa en mi retina para recordar la perdida de la inocencia. Junto a ella dos estrellas. Un tatuaje perfecto.



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viernes, 7 de diciembre de 2012

LAS ENTRAÑAS DEL INFIERNO (segunda parte)


-III-

La semana se eternizaba a la espera de su ocaso. Trabajar junto a unos viejos iracundos, que no tenían más vida que producir en una empresa que les explotaba y en la que nunca eran valorados, hacía que no me sintiese integrado en ella. También existían unos despiadados turnos rotatorios que permitían a la empresa una producción de veinticuatro horas al día. (Cuando me tocaba el turno de noche era lo más insoportable que había vivido hasta el momento). Nunca llegas a acostumbrarte.
En aquel entorno, los compañeros también se mostraban bastante cerrados ante cualquier jovenzuelo innovador y falto de experiencia. Aversión, telas, más telas y la aerografía, hacían un medio poco deseable, pero daba dinero, lo que entonces yo más quería. Por suerte, siempre hubo algún compañero junto al que pasar buenos momentos por su particular versión de la existencia humana en aquel lugar nada  codiciable.

Fue allí donde me aleccionaron sobre las metas de todo ser humano. Tras celebrar la mayoría de edad, el primer requisito para ser un verdadero hombre, era obtener el carnet de conducir y un coche; más libertad e independencia. ¿O no?. Quién sabe si es la sociedad la que nos crea unas necesidades materiales que, para conseguirlas, nos lleven a trabajar más y más, para así, tenernos ciegamente ocupados, contribuyendo a mantener a unos políticos diestros en el arte de la sugestión, sin que nos sublevemos ante su autoridad y un conjunto de leyes que, la mayor parte de las veces, sólo benefician a la clase dominante.
En fin, no me resultó difícil sacarme el carnet de conducir;  tenían bien implantado su pensamiento en mi testa. Vehículo, de momento utilizaría el de mi madre, que únicamente lo destinaba para ir a trabajar. Yo, por el contrario, lo necesitaría el fin de semana para pasarlo en grande junto a mis amigos, que aquel día se triplicaron; tampoco tardarían en emerger las chicas. Pero yo quería mi propio coche, así que no tarde en ponerme a trabajar haciendo más horas que un reloj, incluso sacrificar algún sábado ahorrando cada numisma. Casualmente, como vieron que era muy trabajador, me hicieron un contrato -que no habría querido ni un inmigrante de tórridas y lejanas tierras-, pero en fin, ya estaba asegurado y empecé a contribuir para engrosar las arcas de la nación.

Como mis padres ya no se preocupaban por mí –pues tenían bastantes problemas con su divorcio-, llegado el día, me gaste de golpe una buena cantidad de dinero que tenía ahorrada. No quise atarme a los intereses bancarios, así que lo pagué al contado; era un coche nuevo y sólo mío, no estaba dispuesto a compartirlo con ningún banco. Con semejante vehículo, de un color muy llamativo y una línea deportiva, además de un potente motor, que era toda una bomba de relojería, de la que extrañamente nadie quería separarse, empecé a vagar en busca de nadie sabe qué y gastando en un fin de semana casi más dinero del que pudiera ganar en una jornada laboral completa. Iba presumiendo delante de cualquier doncella que pasase a menos de cinco metros de mí, hasta llegar a convertirme en un auténtico remanso de jilipollez, junto al que todos querían estar. Haber alcanzado una meta social me daba seguridad a mí mismo y empecé a gozar de las compañías que cualquier chico podría querer.

-IV-

Ropas ajustadas, faldas cortas, escotes, sonrisas, miradas,... Me resultó algo trabajoso establecer confianza con ellas, pero pude contar con la ayuda de alguno de los amigos que me forzaban a sacar unas cualidades desconocidas y ficticias para mi consolidado carácter, incluso llegué a parecer simpático. Un día me presentaron una nueva amiga, un poco más menguada que yo en edad y altura, pero era un ser paradisíaco. Vestía una falda confeccionada con escasas telas –algo muy extendido en aquel ambiente de vicio atrayente- y una prenda blanca muy ajustada contorneando la parte superior. Su frágil y delicado aspecto con aquella piel blanquecina, que contrastaba con sus ojos trigueños; su tez sonrojada en las tiernas mejillas, que le favorecía en gran medida; el pelo liso como la calma, del color de la tierra; las manos ejercitadas en el tacto refinado... Todo resultaba una irresistible trampa.
Para restarle perfección a tal cúmulo de belleza, la acompañaba su pretendiente; un tipo desagradable con un colgante en la oreja, la cabeza rapada, a juego con el cuero de sus botas y unos ojos cavernosos rodeados de un halo de oscuridad que, sumados a sus huesudos pómulos, le brindaban un aspecto de muerto viviente.
Ambos nos quedamos mirándonos durante un segundo, a lo que ella respondió con una tímida sonrisa. Tras percibir la complicidad de nuestras miradas, el sujeto que la custodiaba se interpuso entre nosotros. Algo se estaba fraguando en el ambiente, quizá afecto, y aquel diablo no iba a permitir que le arrebatase el alma de su nueva conquista. Con su mirada torva, se presentó por su cuenta para alertarme del peligro que podía correr si pretendía cosa alguna. Tomándola del brazo como a un objeto de su propiedad, la alejó de mi punto de mira, para arrastrarla hacia los confines de sus dominios.
La volví a ver en repetidas ocasiones esperando que fuese ella quien acudiese a saludarme, quizá ella aguardaba lo mismo de mí, y finalmente nunca llegábamos a saludarnos. Yo seguía observándola cada fin de semana visitando alguno de aquellos lugares asociados a la diversión nocturna, por los que solíamos acudir. Contemplaba su actitud holgada con la gente, cuando se acompañaba de alguna amiga, o su aspecto tímido, cuando la escoltaba quien se creía su titular. Me repelía verla inmersa en una inmovilidad austera cada vez que aquel ser repulsivo,  pululando a su alrededor como un mosquito a la luz de una farola, forzaba unas muestras de afecto, lejos de la intimidad que tal vez ella requería.
Una tarde que precedía a la noche en que nuevamente volvimos a establecer contacto, les vi discutir abiertamente, luego supe que habían roto su estima, si es que cabe imaginar que la hubiese. Un rayo de luz se abrió ante mi alma sedienta de afecto, fulgor que por fortuna no alcanzó a cegarme perdidamente, pues una semana después volvían a estar juntos. Pero, tras aquel incidente, volvimos a saludarnos, aunque sin llegar a permanecer un minuto juntos.
Tener vehículo propio ciertamente otorgaba más libertad, en cuanto a desplazamientos se refiere. Algunos privilegiados poseedores de coche, acogíamos sin vacilar a nuestros amigos y amigas (inmersos en la necesidad de vagar por cuenta propia haciendo uso del zapato), para así, congregados en manadas de cinco ocupantes, acudir a las fiestas más pintorescas fuera de las murallas de nuestra ciudad, en la que todo se nos hacía pequeño.
Empecé a ser habitual de los nuevos lugares conocidos, ambientes probablemente poco aconsejables para personas como yo, introvertido por naturaleza. Con seguridad, me atrevo a augurar que por ello busqué en otra persona todo cuanto consideraba que era uno de mis defectos. Por otro lado, el miedo a permanecer solo, sin nada que hacer cuando no estaban mis amigos -con los que nunca llegué a integrarme plenamente-, me condujo hacia mi perdición, no aceptarme a mi mismo. A pesar de todo, me adapté bastante bien a aquel medio, incluso sentí cierta dependencia de él y de mis amigos.

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sábado, 1 de diciembre de 2012

Las Entrañas del Infierno, primera parte



-I-

He estado muchas veces en el infierno. Entraba y salía a mi antojo, hasta que una mañana, antes de volver a mi cueva, me pasó cuentas, una tortura para mi alma. Con lágrimas tan estériles como la propia muerte, persiguiendo extraer de quién creí que me amaba algún sentimiento de compasión, quedé en solitario en aquella cámara premortuoria, mientras observaba sus dos espaldas alejándose hacia la nada. Mis mejillas, demacradas bajo una luz que, imitando al sol, me confería un aspecto poco atractivo a los ojos de aquella muchacha, ahuyentaron a mi ángel de la guarda, mi única salvación, al que otra vez volvía a acompañar el mismísimo diablo, de cuya presencia una vez quise librar.
Unos ojos difuminados entre las tinieblas de los alcaloides que los colmaban, y de cuya desagradable mirada en un principio siempre intentaron evadirse los míos, iban recorriendo con cierta mofa los percances que había sufrido mi ser. Tomando la frágil mano de la doncella que me condujo hacia las puertas del infierno que regentaba aquel diablo, que ahora la tenía sujeta con sus garras, esta vez mis ojos vieron como ya definitivamente la arrastraba hacia sus dominios, abandonando una habitación eterna, en la que nunca más volvería a entrar. En mi retina quedaron ancladas nuevamente la luna y dos estrellas.
Solo, revolviéndome entre los espumarajos de mi propia desgracia, y con la mirada ausente de unos ojos envenenados desvelando mi sueño, quedé para siempre sobre un trono de ruedas, imaginando día tras día mi propia salvación, el regreso de la persona amada con los brazos extendidos para buscar el contacto de los míos, un hálito de vida que me animase a seguir respirando. El tiempo ha pasado y ahora sé que no me amaba. Era el interés todo cuanto la movía en una búsqueda de la fuente capaz de calmar su sed.
Me pregunto que habrá sido de aquella “chiquilla” de mirada embriagadora que un día conocí, ángel manchado, tal vez ahora muerto, tal vez vagando con una mente vacía buscando la sustancia capaz de colmársela, tal vez como objeto de placer del señor de sus tinieblas... Entre tanto, aquí vivo mi reposo eterno, inutilizado por el destino para contemplar el mundo desde una silla de ruedas, víctima de mi propia insensatez, todo, guiado por la sociedad.

-II-

Recuerdo la infancia desvaneciéndose en la pubertad, la época en que las hormonas enloquecieron, el vello apareció y mis ojos en ellas se fijaron. Curvas trazadas con una perfección nunca superable, minuciosamente colocadas por alguien que tal vez quiso subyugar al hombre para hacerle enloquecer ante el cenit de su creación; pequeños bulbos germinando ocultos bajo las ropas, que captaron en numerosas ocasiones la atención de mis abriles; sus miradas picarescas, llenas de dulzura; los cuchicheos entre ellas, acompañados de discretas ojeadas y   sonrisas. Todo atraía cada vez más mi interés, no obstante, siempre fueron merecedoras de mi gran respeto, aunque también me engendraron cierta timidez.
Los estudios, junto con las relaciones familiares, empezaron a fallar; querer sin poder, necesidad de independencia, ganas de acción frente a una vida desconocida, y rebeldía corriendo por mis venas, me llevaron a romper con la ya pasada inocencia. Con aquel cambio, las cosas que alimentaron mi infancia quedarían atrás. El dinero, de forma inexplicable, comenzó a causar cierta dependencia y su escasez no me permitía muchas “necesidades”, así que deje los estudios y me entregué a aquello que mantiene el país, trabajar para subsistir en un mundo difícil y quizá, contribuir a enriquecer las arcas de unos pocos. Aunque en un principio no me hicieron contrato, corrí bastante fortuna, y en fin, es el trabajo aquello que dicen dignifica al hombre.
Dinero, dinero... Todo cuanto quisiese podía ser mío; comprar una cosa u otra que llenara mi sed interior, se convirtió en el alimento de una adolescencia que tenía el futuro en sus manos; desgraciadamente no me di cuenta de que ello poco saciaría la sed de mi joven alma y me iba a conducir hacia una desgracia nunca imaginable.
Tras dejar los estudios y entregarme en cuerpo y mente a las inagotables jornadas laborales de la industria textil, las únicas posibilidades de relacionarme con gente de mi edad se extinguieron durante los días de trabajo, que tanto se aprovechaban de mi tiempo para disfrutar de la vida. Por suerte o por desgracia, quedaron las noches del fin de semana. Un entorno en el que, primero el tabaco, seguido del alcohol y después aquellas curvas de la locura, empezó a crearme adicción al medio de las alimañas de credo nocturno.
Vatios de sonido; luces en movimiento; danzas exóticas en un entorno cavernoso, formaban un lugar diferente al mundo conocido que atraía con facilidad a personajes poco deseables, con los que prosperaban los pequeños negociantes buscando alguna alma de la que apoderarse mediante alguno de sus productos sintéticos; alucinógenos que, en manos de gente con problemas, les permitían escapar de su realidad o les llevaban a  comportarse de forma violenta. Nunca llegué a imaginar que por amor, tal vez necesidad, o miedo a estar solo, yo también pudiese caer en aquella red de enajenación que me llevó a perderme a mí mismo y todo lo poco que tenía.
En un principio, no me atrajo con demasía la vida después del crepúsculo, pero era el único medio con el que creí contar para relacionarme con la gente de mi edad, al haber roto con todo cuanto atañía a mi pasado, pero... aquellas curvas,... lo decían todo. Era inexplicable la atracción hacia el sexo opuesto. La música -según llamaban a aquel conjunto de sonidos inaudibles, más propios de un cataclismo- empezó a adentrarse en mi cerebro, que fue  descifrando su lenguaje y se rindió ante sus ritmos. Todas las partes móviles del cuerpo se estremecían frente a tal cumulo de vibraciones y,  una vez en movimiento, le resultaba difícil detenerse. La dejé fluir dentro de mí para quedar fundido con la ella.
Con una música vibrante, digital y acelerada, conseguí moverme como un auténtico endemoniado, aunque siempre teniendo conciencia de cada uno de  mis actos, pero que a ojos de cualquier mortal común, parecía estar bajo los efectos de la droga más poderosa creada por el hombre. Aquella extraña danza, fue la causante de que ciertos interesados en conocer la fórmula capaz de producir tal efecto, se decidiesen, con cierto temor, a acercárseme. De un modo un tanto extraño, conseguí algunos buenos amigos, que, entre bromas, nunca llegaron a creer que no tomaba ningún narcótico. Siempre quedaban atónitos ante mis movimientos. Fueron ellos quienes me condujeron a otras regiones en las que mostrar su descubrimiento, ampliando así, mis conocimientos acerca de aquel nuevo mundo. Causé bullicio y admiración allá donde iba, todo un espectáculo en el que yo era el centro y el resto, hervía a mi alrededor.
Yo quería más, más, cada vez más. Coches, velocidad, alcohol, música, tabaco,... eran el condimento hacia el descubrimiento de nuevos centros de poder.

--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer
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