viernes, 3 de febrero de 2012

Desde Mi Ventana

Dos lágrimas marchitas asomaban en los ojos de aquel anciano desvalido para poner de manifiesto la reinante soledad de su hogar. Entre las cuatro paredes, tan sólo quedaron los recuerdos de las almas que en su día allí anidaban, personas que con él compartieron una vida plena, sus alegrías, desencantos. Seres con un tiempo de paso más reducido por aquel lugar, quizá por designio propio en algún caso, tal vez en otro, por efectos de la muerte. Hasta ayer, sentado en silencio junto a la ventana de su habitación, su único consuelo fue mirar todo cuanto acontecía en la calle o el triste parterre volteado de multitud de edificios. Y mientras, su mente evocaba las memorias de su esposa y unos hijos que, consagrados a sus matrimonios, ya no acudían a visitarle. Tristeza, vejez, recuerdos, y una esporádica asistenta, eran todo cuanto pasaba por aquella vieja casa, en la que día tras otro esperó la aparición de unos nietos que apenas conocía.

El parque volvió a despedir con nostalgia las hojas que mostraron toda su belleza durante el verano, un tanto atrás en el recuerdo de la gente; después vendrá otro y otro..., el tiempo pasa. El cielo seguía recortando los edificios con gran perfección; un pájaro volaba errante y solitario; una tímida nube estuvo llamando a sus compañeras ante la llegada del otoño; todo encubría la rutina de personas moviéndose como insignificantes insectos entre la inmensidad de la creación.

Sus ojos empequeñecidos por la edad, buscaban sobrecogidos, alimento en el beso de dos afectuosos jóvenes sentados en un banco del jardín. Con la mente, viajaba más allá del tiempo motivado por semejante indicio de ternura, para así, extraer las pasiones compartidas con la mujer que lo vinculó a toda existencia en la tierra, más que su propio cuerpo. Momentos difíciles los que postergan a la muerte del ser amado, pero que el tiempo atiende a enterrar en lo más profundo de nuestros recuerdos.

Ajenos a cualquier comentario o mirada inquisitiva, concebidos para besar eternamente, desprendían la belleza de la flor más hermosa, emanaban con pasión la fuerza vital que moraba dentro de sus corazones. Tampoco pudo evitar que unas lágrimas escapasen a sus ojos, perdidos entre el olvido de sus hijos, al ver a un anciano como él paseando al que debía ser su nieto, seguramente con los bolsillos llenos de caramelos para endulzar una vida que la edad se encargaría en acibarar. Los hijos imitando a sus padres no acudían a visitar al abuelo como si su longevidad lo hubiese hecho inexpugnable a cualquier muestra de afecto o compasión.

Hoy, en la calle, un perro ladra a una farola mientras espera a quien, con la excusa del can, aprovecha para darse un trago en la cervecería y así, frecuentar ambientes prohibidos para la rutina de su matrimonio. El quiosco de la esquina, alimenta las fantasías de un viejo verde, anonadado entre las copiosas revistas que exhiben en sus portadas a rabaneras semidesnudas. La flamenca peluquera solterona, enseña al mundo entero la escasez de telas con que son confeccionadas sus prendas, mientras abre la persiana de su puesto de trabajo con una exagerada reverencia. El honrado cartero acude a su cita diaria con el buzón del parque en el que escasean las cartas amorosas de jóvenes seductores e imaginativos, los tiempos cambian y ya no quedan galanes como él. Recuerda su primer beso con ella, la que fue su mujer, su amada; la correspondencia cuando estuvo en la guerra, cartas que aún conservaría en algún apartado rincón; pero ahora, ella estaba lejos, él no tenía ojos para leer, pulso para escribir, correo de ángeles que nunca llega.

Un suceso poco habitual, pero posible en una gran ciudad, rompe hoy una jornada mecánica. En medio de la calle, a plena luz del día, están atracando a una anciana sin que nadie, en solidaridad con su vejez, acuda a socorrerla. El resto de los peatones pasan intentando evadirse de la situación, hundiendo sus rostros en la propia vergüenza, para que nadie los reconozca. Tras alcanzar su objetivo, con el bolso ya en la mano, empuja a la víctima hacia el torrente de vehículos. No queda más que imaginar el fatal desenlace.

Pero alguien observa, desde allí, la ventana del primero; es viejo y nadie le va a escuchar. Pronto la calle adquiere tanto movimiento como el originado en carnavales, salvo que esta vez no hay motivo alguno de diversión. El conductor confiado, agita los brazos y se los pone en la cabeza dando vueltas alrededor del coche. Un cerco de gente rodea a la víctima esperando no perderse su última agonía y mientras, alguien corre por un callejón con un bolso poco acorde a su forma de vestir.

El resto del día se sume en la rutina mientras el telón de la noche va descendiendo sobre la ciudad. Las luces de unas farolas parpadean para entrar en calor y en cada casa permiten entrever la realidad de sus familias a través de las iluminadas ventanas. Una discusión entre un matrimonio mal avenido; el brillo de un televisor; alguien soñando con alcanzar las estrellas asomado en su balcón; una sombra; la cortina que se mueve ocultando la ansiedad de quien espera a alguien que no va a aparecer.

En el frigorífico espera una cena fríamente precocinada incapaz de sustituir a las guisadas por su mujer años atrás; comida sin apenas sabor, preparada en un laboratorio para condimentar el desamparo de este anciano. Tan sólo queda ya buscar descanso en una cama solitaria y fría aguardando la fecha en que la muerte llamará a su puerta. Tal vez mañana, tal vez pasado, ¿quién sabe?. Únicamente queda vivir esperando el fin de sus días. Ya está todo hecho.

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