domingo, 11 de marzo de 2012

Sin Techo

Hoy ha llegado la primera lluvia del inclemente, gotas frías a las que nunca nos acostumbramos. Poco a poco, el calor nos ha sido quitado de las manos una vez más, como todo, y las nubes, acercándose, traían ya el miedo del invierno. Nos han abordado; calan a través del cartón; van mojando nuestros cuerpos; contagian su humedad a los huesos que la absorben como piedras; los pulmones se contraen para no inhalar su baja temperatura.

El verano es más benévolo con nosotros; se puede vivir bajo las estrellas. Ahora únicamente espero que no nieve, alegría para muchos, temible frío para la gente como yo, sin calefacción, sin casa ni comida.

Pese a todo, hoy he tenido suerte; he podido comer. Al buscar un lugar que me sirviera de refugio, he llegado a un callejón, oscuro como nuestras vidas, pero en el que desembocaban los desperdicios de un restaurante. Los gatos me lo dijeron; había para todos; ellos conocen el hambre; no como esos perros que van a la peluquería en lujosos coches y paladean caprichos en los mejores restaurantes, siempre rodeados de la estupidez de sus dueños.

El mundo ha enloquecido. Unos son cada día más ricos y, para remarcar nuestra desdicha, se pasean ante nuestras narices, exprimen hasta la última gota de riqueza en esta tierra de todos; no sé cómo la vergüenza no les corroe los rostros. Siempre muestran una sonrisa cuando les miramos, esquivan la vista de todo lo que no les agrada, nuestra presencia, pero ríen, enseñan la blancura de sus dientes.

Y mientras unos viven en lujosos palacios, nosotros no tenemos por paredes más que cuatro cartones apiñados que intentan guarecernos  de la noche, el frío y la lluvia; pero seguramente, no se podrán comparar al calor que proporcionan los sólidos muros de piedra.

Nunca he conocido más tabiques que los de la cárcel, toda una bendición para nosotros, porque así, al quedar encerrados unos días en una celda, podemos contar con calor y alimento, pero también se acaba nuestra suerte al no hallar solución alguna; quizá tampoco se molestan en buscarla. Nos arrojan a la calle, igual que nos arrancaron de ella, cuando creen que ya hemos pagado el delito de ser pobres.

Aquí, en los callejones, tenemos muchos enemigos. Entre tantos, el más temido tiene por apellido “gélido” y por nombre “frío”. Primero  los pies pisan la cuenca de un glaciar. Luego les invade un hormigueo que acaba por ser doloroso, hasta que dejas de recibir información acerca de su estado; ya no los notas. Lo mismo pasa con todo tu cuerpo; tiembla; se va paralizando poco a poco hasta entrar en un apacible sueño, del que a veces no se despierta.

Sólo una botella de alcohol nos ayuda a combatir el frío, pero este cálido amigo también nos traiciona; se lleva consigo nuestro calor y nos abre las puertas de la congelación (al menos no te das cuenta). Aunque hay que pedir dinero para apresar una botella capaz de arrancarnos el pensamiento de la miseria y no siempre es posible. Incluso los hay que roban para alcanzar aquel deseado brebaje, sin tener en cuenta las consecuencias; es tal la necesidad, nuestra esclavitud...

Otros menos afortunados buscan el amparo de drogas más fuertes que les cuestan la vida. Sé de algunos que se abrazan a la gente, y con el miedo que infunden, consiguen una pequeña limosna que contribuirá a comprar su dosis. También los hay que amenazan con una jeringuilla supuestamente infectada. Y todo por conseguir unas monedas que algunos despilfarran.

Hay que vencer el amor propio antes de sentarse en una acera a pedir. La gente pasa exhibiendo con orgullo sus pieles muertas, y te hecha unas monedas sin mirarte, con la cabeza bien alta. Mientras, nosotros aceptamos con resignación su buen modelo de solidaridad.  Nuestra mirada permanece distante, como si no nos perteneciese, porque no ha vencido su orgullo, pero con el tiempo te acostumbras, y mañana ya se atreverá a mirar hacia los lados; siempre intentando evadirse del contexto en que nos encontramos.

Entras en una tienda a canjear las piezas metálicas que conseguiste con tu penoso esfuerzo, y todos rehuyen tu presencia; algunos te recorren con los ojos y mentalmente preguntan si te has mirado en el espejo antes de salir de casa –¡como si todos tuviésemos espejo!-. A veces te atienden antes que cualquier otro cliente que estaba antes que tú, con tal de que te vayas pronto, y nadie reclama si te has colado o si él iba primero.

Tampoco me cabe en la cabeza que haya animales que reciban mejor atención médica que nosotros. Ayer murió mi compañero. Una inocente tos fue cobrando fuerza hasta que le hizo escupir sangre. Por la mañana no se levantó. Estaba frío, azulado. Tal vez, la misma naturaleza acaba con los débiles: nosotros, y un día me tocará a mí.

Ahora pienso en Dios, le pregunto por qué nos sucede esto, si somos dignos de su presencia, pero no habla, o mis oídos, congelados como están, no son capaces de escuchar sus palabras. En alguna ocasión, uno de sus siervos me dio de comer, pero otro me rehuyó. ¿Qué pasa?. ¿Qué hacer?. ¿Dónde vamos?.

Con ansia espero el próximo verano, si sobrevivo, cuando todos se van de vacaciones y no hay mucha gente que resalte nuestra miseria. Otros esperarán la Navidad, una buena noticia, la fecha de un aniversario, la paga de fin de mes, el coche nuevo, una llamada telefónica, el programa de la tele, el día de su cumpleaños; a mí ya no me quedan ilusiones.

El año que viene será lo mismo. Tú, cómodamente tendido en el sofá; paredes, calor. Yo, aquí, en la calle, sin techo; cartón, frío.

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