domingo, 18 de marzo de 2012

UNA SONRISA

Dolor, llantos y desconsuelo, todo cuanto cubría aquel ambiente. Tal y como me esperaba, no era posible de otro modo. Ella, la hija, movida por sus lágrimas, me dio un abrazo que mecánicamente devolví, mientras mi pasiva serenidad, me permitió observar el entorno, un lugar que para mí hubiera sido cárcel, así, en tal estado.

He matado a muchas personas y ahora me invaden los remordimientos, se materializan en mi cuerpo.

Va creciendo en mi interior, infecta todo mi ser de un modo irreversible que me conduce hacia el fin. Cuando todo en lo que has creído se viene abajo, aquello que llenaba tu tiempo, no sabes dónde agarrarte, en qué creer, y te das cuenta de que estas solo en el mundo. La familia no puede hacer más que llorar, se van despidiendo de ti poco a poco, en una lenta agonía. No quiero dejarles. Hay un punto en el que empezamos a distanciarnos y no recuerdo bien cuándo fue. Ahora les necesito, quiero reconciliación, pero han pasado los años y cuesta olvidar. Estamos distanciados.

Nunca me he sentido tan desgraciado ni estúpido como ahora. Tenía muchas responsabilidades y si estoy aquí, fue por el prestigio que conlleva la profesión, aunque mi padre me encauzó en este camino y no tuve elección. Jamás reinó en mí el convencimiento de ayudar al prójimo, más bien la vida acomodada y el renombre. Me interesó la ciencia, su perfección, avance y superioridad. Convertí una lucha contra la negra muerte, en algo personal, pero nunca vi a la persona, su sensibilidad. Quería matar, iba siempre directo a extinguir la enfermedad, vencer. Utilicé la crueldad en palabras duras que ni yo mismo he sabido asimilar y que de algún modo les condujeron a una inconsciente muerte.

Los medios de comunicación nos enumeran cada día sus devastadores efectos y la mente los ingiere sin pensar. Te dicen: “Cáncer” y van conduciéndote ya hacia el fin, porque has avistado todo cuanto sobreviene. “Tumor”, “metástasis”, “pronóstico”, palabras que mis ojos leen cada día, salvo que esta vez soy yo el paciente y, como profesional, sé que en este caso no queda más que decir: “seis meses de vida”. No medí mis palabras. Tratas a la gente desde un punto de vista ajeno, despreocupado. Son siempre los mismos aquejados de idénticos y repetitivos males. Todo cae en la rutina y más cuando eres médico igual que pudiste ser ingeniero. Creí que era superior, que podía acabar con todo. Tienes la medicina como arma y un día no te queda munición.

Siempre pensé en la muerte como algo para viejos y, ahora, la siento tan cercana, no acabo de imaginarlo, cuesta aceptar. Te aferras a la vida y a cualquier cosa que ofrezca una esperanza. Abres tus puertas al mundo. Ves la muerte como el fin absoluto de todo, no quieres que se presente en tu puerta.

Alguien te habla de Dios y una vida eterna, pero no lo encuentras, nunca ha estado, no existe. Conocí a una persona que decía estar en contacto con él, me dijo dónde encontrarlo. Curiosamente estaba entre la angustia y la soledad de los enfermos. Fui a visitar a gente desheredada de la medicina, terminales a punto de quedar desconectados de la vida.

Una importante función que desempeñar y un gran problema pesan en mi mente y yo aquí, mirando, sin saber cómo actuar o qué hacer. (El diablo emprendiendo una cruzada para conquistar el cielo). Me dejé convencer, abusaron del mi desaliento frente a la muerte. -¿Qué mejor oportunidad que esta para ayudar al prójimo?, dijo ella-. ¿Servirá de algo?. No creo. Total, ¿a quién le importa una anciana?. Ya ha vivido suficiente y no ha conseguido nada, pero yo, en cambio, aún soy joven merezco vivir, tengo un papel en esta sociedad.

 

Una habitación humilde se convirtió en el cerco de sus últimos años de inmovilidad, limitando todo su mundo a aquellas cuatro paredes del color de la miel, aunque en absoluto dulces. Dos camas a juego con un armario ropero; una mesa de noche con un insólito teléfono; y un sillón, se convirtieron en los impasibles acompañantes de la soledad que acarreaba su vejez alumbrada por una lámpara tan antigua como sus sueños ante la  vida.

Una parálisis del cerebro la sumió en un estado casi vegetal que limitó su ámbito de vida a deambular de la cama al sillón sin  valerse por sí misma, sin poder masticar un alimento. Sólo su viveza permanecía intacta en aquellos ojos asustadizos cuyos párpados se convirtieron en labios capacitados para decir sí o no, ojos capaces de transmitir una sonrisa que su boca, apenas podía reproducir con una diminuta mueca en las comisuras de los labios.

Muchos años de fortaleza llevaba a sus espaldas en una existencia que le cambió la vida de una hija por la de su marido. Un embarazo que nunca parecía llegar hasta que tras siete años de matrimonio el milagro esperado sucedió. Pocos meses de luz contaba aquella pequeña cuando su padre se despidió de ella tumbado en la cama de aquel hospital al que nunca iba a sobrevivir y en el que había dejado toda su vida al servicio de los enfermos, aquel día también él era un paciente más –quizá con ello sienta un vínculo a su existencia-. Eran tiempos difíciles en los que una enfermedad contagiosa podía causar la muerte. Más allá de la propia vida, siempre permaneció al lado de su hija, alimentada con los buenos recuerdos de su madre, casi de un modo que resultó como si su padre hubiese marchado a un largo viaje, del que cabía tan sólo esperar la vuelta. Lo recordaba tal como aparecía en una de sus fotos de bodas: abrazado a su mujer con una sonrisa propia de haber alcanzado la mayor felicidad del mundo; la piel atezada bajo el sol que recibieron sus antepasados; aquellos ojos achicados con su sonrisa.

Me fue contando toda su biografía tan pronto me presentaron a ella como un médico preocupado por la vida de personas alcanzando la fatal meta de la vida. Todos los días que acudí a visitar a su madre para acostarla o curarle alguna llaga, se presentó especialmente atenta conmigo, tal vez sintiese lástima de mí aunque nunca le mencioné la tragedia que arrastro; quizá quien me presentó a ella, le refirió mi problema.

Allí estaba ahora aquella hija desconsolada ante le fatalidad que  acechaba a su madre, la agonía, el terror, el fin. Nada hay más horrible que la muerte, dejar atrás todo tu existir, pasar una insignificante página en el milenario libro de la humanidad. La acompañaban una tía y la persona que solía estar a su cargo mientras ella iba a trabajar en la peluquería. El cura se acababa de desvanecer cumplida su tarea de dar la extrema unción, yo pasé en una desinteresada visita y pude presenciar la llegada de la muerte, sentí escalofríos, yo estaba en su lista aunque no sabía la fecha exacta. Algo así tardaría poco en alcanzarme.

Rodeábamos las últimas bocanadas de vida esperando su aliento fronterizo entre la vida y la muerte. Los ojos enrojecidos por el llanto, discrepaban con los míos serenos e inalterables. Quise desaparecer. Fijé la vista en aquel frágil cuerpo tendido en la cama; sus ojos ladeados por una fatigosa lucha; la vida escapando de sus pulmones entre ruidosos cortinajes de secreciones bronquiales; y por último, una sonrisa.

Murió tras dejar la incógnita de aquella expresión alegre en las puertas de la muerte. ¿Por qué?. ¿Qué podía tener de bello cuanto hubiese visto al otro lado?. ¿Miedo de qué?. Una sonrisa, miles de preguntas me asaltaron en aquel momento, respuestas que no tardaré en ir a buscar. El tiempo cuenta. Pero yo sigo buscando la divina misericordia entre los pobres, algo en que no creo, un milagro.

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