domingo, 8 de abril de 2012

EL REY desTRONADO (1a Parte)

Dicen de la prostitución que es la más vieja profesión, pues para que se hagan una idea, el relato que nos ocupa tiene sus orígenes mucho antes de que esta desprestigiada labor acomodase sus cimientos en la especie humana. Como ya les digo, ocurrió hace tanto, tanto tiempo, que muchas cosas aún no tenían nombre y para mencionarlas, como diría mi mentor, se las señalaba con el dedo.

Así pues, todo tuvo lugar en una apartada región de la tierra en la que coexistían dos pequeñas aldeas; tengamos en cuenta que ni tan siquiera se llamaba aldeas y que este sólo es un nombre que les hemos dado ahora para entendernos; pues bien, la situación era la siguiente: una de las aldeas constantemente sufría los bárbaros ataques de la otra tribu vecina, mucho más fuerte, pero con escasa capacidad de proporcionarse los recursos necesarios sino era por medio del saqueo y la fuerza.

Y como bien les digo, los habitantes de la primera de aquellas aldeas, eran destacados por sus dotes para gobernar el fuego, la agricultura y el ganado, así como por sus escasas habilidades bélicas; al otro poblado (empleemos este sinónimo de aldea para distinguir al uno del otro) se le conocía por su fortaleza, su afición a la caza y sus pericias en el arte militar; pero entre estos dos vecinos reinaba la discordia y estaban en lucha constante.

Ahora pasemos a explicar la convivencia y el hábitat de cada una de aquellas dos tribus para hacernos una idea de la situación. La aldea, no tenía un área mayor que un campo de fútbol y estaba rodeada por una pequeña verja para evitar la fuga de los animales, pero que con el paso del tiempo y las circunstancias, tuvo que ser sustituida por una muralla de gruesos troncos acabados en punta, cuya medida sobrepasaba la altura de dos hombres. Dentro de aquel recinto, convivían animales y personas sin distinción de rango, es decir, los cerdos jugaban con los niños; las gallinas desfilaban por encima de las mesas; las vacas se paseaban por el huerto; y los hombres se descolgaban desde sus chozas como verdaderos primates. Lógicamente, las casas se hallaban elevadas sobre el suelo, en parte para aprovechar espacio, pero también para evitar las inmundicias del suelo y guarecerse un poco de los ataques invasores, que ya se sabe, cuando el agresor se adentra en la aldea, es más fácil lanzarle piedras desde arriba, que jugárselo al garrote abajo. Por supuesto, debemos entender que carecían de toda clase de gobierno o jerarquía política y es así como cabe explicarnos tanto desorden, porque como es sabido, más o menos, su fin es conseguir cierto equilibrio para alcanzar el bienestar social.

No quisiera avanzar sin antes describir un poco a sus gentes. Así pues, los habitantes de la aldea eran de constitución pequeña, podrían recordarnos algo así como los pigmeos, sin serlo naturalmente, que diferencias las hay; su piel era de un tono amarillento y su pelo era corto, lanoso y poco abundante; también carecían de vello en el resto de su cuerpo; y finalmente, cabe anotar que iban totalmente desnudos; sólo el hechicero podía cubrirse “sus partes” y según el estado de la luna, podía cubrirse con la vieja piel de un lobo.

Sin caer en la repetición, como ya se ha dicho, las actividades principales de la aldea eran el cultivo de cereales y la cría de ganado. Así que dejando atrás los parajes del nomadismo, todo empezó con el asentamiento en aquella hermosa región plagada de animales, frutas y agua; algo así como el paraíso del Edén y del que ellos fueron los primeros pobladores; pero ante la voracidad de otras tribus que iban llegando, y que amenazaban con engullírselo todo, se vieron en la necesidad de capturar algunos animales para su cría en cautiverio y asegurarse el alimento. Poco después, a alguien se le ocurrió la idea de abandonar la recolección de frutas y llevarse los árboles frutales a la parcela que habían marcado como suya. Pero qué sabían ellos de raíces y trasplantes, así que lo único que consiguieron fue arrasar algunos árboles más, que finalmente sólo les sirvieron para alimentar el fuego, su más fiel tesoro.

Cada día empezó a hacerse más urgente la necesidad de hacer crecer esos árboles y plantas que precisaban para su subsistencia y la de los animales ya

domesticados. Ya se sabe que el hombre depende de la naturaleza y a esta, la especie humana, le es del todo prescindible. Bueno, hasta que por fin, una casualidad por aquí, otra por allá, un hueso o una semilla que germinaba y el milagro se hizo posible; el agua y el abono animal hicieron el resto, así que mientras en su parcela crecían plantas y se multiplicaban los animales, en los alrededores poco empezó a quedar para la caza y la recolección.

Se produjo pues, la primera incursión con saqueo en las lindes de lo que empezaba a tomar forma de aldea, aunque por el momento no era más que un simple asentamiento humano. La tribu vecina cada día se pasaba más horas con los ojos fijos en los bienes de sus vecinos. Empezó a nacer lo que más tarde alguien llamaría codicia. Fue poco después cuando se inventó el robo.

 

Por el contrario el poblado, como se dijo al principio, se proporcionaba los recursos para el sustento de sus gentes con la caza y la recolección de frutos. Cuando los alimentos empezaban a escasear en una zona, simplemente  levantaban sus chozas fabricadas con pieles de los animales que solían cazar y algunos palos y se marchaban a otro lugar; pero desde que llegaron a esta región, saciados ya de mudanzas y esgrimidos tras muchas hambrunas en períodos de carestía, viendo el asentamiento de la otra tribu en este territorio que parecía tener agua y comida para todos, decidieron echar raíces.

Estos eran de aspecto muy robusto y su talla media alcanzaba los seis pies (casi dos metros). Buena parte de su cuerpo estaba poblado de vello, cosa que a primera vista podría conducirnos a confundirles con verdaderos primates, de no ser porque llevaban unas pieles de más, algún colgante y garrote en mano, particularidades que si no ando distraído, no son propias de los simios. Sus principales habilidades, dichas son, la caza y la lucha, los convertían en auténticos depredadores. Pero a pesar de tanta pericia, por ejemplo, no eran capaces de hacer fuego por sí mismos, y por este motivo, cual antorcha olímpica, pasaban la llama bajo custodia de unas manos a otras y si esta se extinguía, sin más, les robaban otra a los vecinos. Fue esta sencilla
situación de vigilar constantemente el fuego, la que les impuso el orden y la responsabilidad al tener que establecer unos turnos rotativos de vigilancia.

Todo iba como la seda mientras había comida para todos, pero cuando llegó la época de las vacas flacas, la cosa cambió; aunque la aldea que formaba la tribu vecina, parecía haber dado con la solución a sus necesidades alimenticias, pero bastaba un descuido de sus gentes para que los hombres del poblado vecino acudiesen a saquearles su hacienda, en vista de que carecían de los conocimientos suficientes para proporcionarse el alimento como lo iban haciendo sus vecinos en los últimos tiempos.

Acostumbrados a la caza, acechaban a su víctima desde una colina, y cuando esta quedaba desprevenida, por ejemplo ante el sopor que acaece tras una opulenta comida, armados con lanzas, garrotes y piedras se abrían en batida sobre la aldea, desvalijándola de todo cuanto pudiesen arrastrar hasta su poblado; incluyendo alguna mujer para disfrute personal (por supuesto, en contra de su voluntad por lo que no puede decirse que hubiese prostitución) y exhibir su autoridad con ello.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco saqueos les llevaron a convertir la valla para el ganado en un muro de troncos. Talaron un buen pedazo del bosque cercano y con la ayuda de algunos de los animales que les quedaron, iban  trayendo a la aldea toda aquella madera con la que erigirían una muralla inexpugnable. Que decir de aquellas gentes sino que eran verdaderas hormigas laboriosas; no eran diestros para el combate dada su constitución física, pero sabían utilizar la cabeza y las manos.

 

Así que en poco tiempo, desde lejos ya podía verse la muralla de la aldea, para asombro de otras gentes, que veían como la nevera se quedaba vacía; no es que la hubiese por aquel entonces; es sólo un decir. Los frutos del saqueo se consumían sin renovación, entonces era necesario una nueva visita a los vecinos, pero la muralla alimentaba su inquietud, alimento que nada tiene que ver con el estómago.

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