martes, 29 de mayo de 2012
PROBLEMAS, PELOS Y ALEGRÍAS (primera parte)
domingo, 20 de mayo de 2012
EL AUTOBÚS (segunda parte)
El chofer mira por el retrovisor para ver cuantos usuarios hay y si alguien se levanta para bajar, así que de pronto repara en la presencia de alguien con aspecto un tanto extraño: “el hombre del billete” y al igual que Judas, decide traicionarle. Señala al sujeto que hay a la mitad del autobús a su amigo el policía y le comenta que tan generosa propina no es nada normal; seguramente acaba de robar en un supermercado: “Lleva una bolsa algo extraña”. Pero ni se imagina que dicho sujeto haya cometido el más atroz de los asesinatos de la ciudad.
El tic empieza a alcanzar su máxima efervescencia y los nervios se propagan por todo su cuerpo como un incendio intencionado, salvo que él lo hace sin querer. Como no la puede sujetar, la bolsa cae al suelo igual que un filete tirado desde una ventana del tercero, aunque tarda menos en recogerla que si fuese uno de sus dedos.
Es peligroso jugar con una motosierra; te puedes cortar o hacer daño a quienes te rodean y sobretodo si lo haces dentro de casa, pero alguien parece no saberlo; tal vez no jugaba y todo ha sido un accidente. Cualquiera se puede cortar mientras se afeita con un artefacto semejante; a su padre le ha sucedido esta misma mañana. Él se ha asustado tanto que su madre ha intentado depilarse con la motosierra para enseñarle que no pasa nada, aunque desgraciadamente la lección ha sido un fracaso o su madre no tenía el magisterio (al menos esa es su versión de los hechos). No sé vosotros pero yo no me lo creo.
El viejo, decrépito y medio cegato policía también dirige un vistazo por el retrovisor y presencia en directo como el extraño sujeto se mete el dedo en la nariz para extraer una sustancia, que vista desde cerca, presenta un color indeterminado, pero naturalmente el observador no aprecia semejante detalle.
Nuestro repugnante protagonista principal vuelve a percibir esa otra mirada que le ofrece el espejo y también cree ser capaz de notar como otros ojos le pinchan la espalda; él parece ser el centro de los cuchicheos que inundan el murmullo del autobús. ¿Qué llama tanto la atención de los espectadores?. ¿Será su capacidad para extraer los mocos de sus cavernas o tal vez su aspecto?. ¿O acaso observan la bolsa?.
Analizando la situación, creo que todo el mundo se ha metido alguna vez el dedo en la nariz (mientras espera en un semáforo, por ejemplo) y lo que podamos sacar no es cosa nuestra, sino del medio ambiente que respiramos o tal vez del afán que le dediquemos a la ignominiosa tarea de despejar los orificios que nos sujetan a la vida. Constantemente vemos por los medios de comunicación a numerosos artistas, un tanto bohemios en el vestir, no obstante se ganan nuestros aplausos; así que puede que nuestro invitado sea un virtuoso despegado del mundo materialista. Y por último cualquiera entra en la carnicería y se va a su casa con la compra en la mano, y si esta queda lejos, también puede coger el autobús. Entonces, ¿Qué hay de extraño?.
Volvamos a la acción haciendo un breve repaso. Policía, retrovisor, bolsa, moco y miradas.
El agente se levanta mientras alguien pega una materia desconocida en el respaldo del asiento de delante. El vehículo se detiene y el agente pierde la estabilidad de no ser por el pecho de una jovencita (naturalmente él no ha visto nada). Ahora un anciano, ayudándose del respaldo y su bastón, se encamina hacia la puerta arrastrando una sustancia pegajosa en la mano. Baja una monja y el viejo que se pregunta acerca de su valioso hallazgo, pero entra una anciana jadeante, que tras volver a percatarse de la presencia de ese cliente, decide que se ha equivocado de autobús y opta por acompañar a la religiosa.
Se reemprende la marcha y ahora alguien accidentalmente exprime algo que no es un limón, pero saltan unas gotas del ácido malicioso de la joven, que tras aplaudir el gesto en la cara del inusual cocinero, desembocan en las ovaciones de una feminista. ¡Estos viejos verdes!. Siempre pensando en lo mismo.
El defensor de la ley y el orden (con la mejilla roja) alivia el peso de las miradas del público sobre el hombre del tic; aunque tal distracción dura poco y todos vuelven sus ojos hacia ese sujeto poco atractivo a los sentidos, que alterado ante la presencia de los muertos, las miradas acusatorias y el zarandeo del viejo policía, se levanta con brusquedad y mostrando la bolsa en alto.
“Una bomba”, dice un jovenzuelo que ha visto muchas películas de terroristas, pero nadie sabe que se trata de un farol y menos se imaginan el verdadero contenido de la bolsa, que parece gotear un poco. Ahora cunde un pánico general y el héroe saca su arma grasienta y medio oxidada.
¡Cuidado, que es un psicópata capaz de cometer los más atroces crímenes!. Sin andar muy lejos, esta misma mañana ha despachado a sus padres dentro de casa, pero nadie sabe nada.
Se oye una sirena de policía y el autobús va frenando a causa también de un tráfico cada vez más denso. Todo el mundo está ya demasiado nervioso y encima hay ganas de ir al servicio a evacuar. La bolsa cae al suelo entre el sobresalto de la multitud, que ya va pensando en volar por los aires, pero cual es la sorpresa general del público al presenciar, en directo y sin envase, un cerebro un tanto magullado por los ajetreos del viaje y después de haber salido de una atroz masacre. Todo el mundo suspira de alivio; nadie ha muerto. De un modo ciertamente insólito, nuestro protagonista, que se encuentra acorralado –diría yo- aunque de espaldas, decide aliviar la vejiga al fondo del autobús con disimulo y aprovechando que todos los ojos contemplan la máquina de pensar estropeada que yace en el suelo asomándose de la bolsa.
Ahora el agente examina el origen de semejante muestra dejando un poco de lado al propietario de semejante atrocidad, que está al fondo junto a la puerta de salida. A éste, parece que nada de lo que sucede vaya con él, hasta que de pronto percibe el calor de un líquido que recorre sus piernas. Mira la causa y ve que se ha mojado los pantalones.
“La cama se ha puesto perdida. ¡Mi madre me va a matar!. ¡Si son más de las doce del medio día!. Esta medicación me va a volver loco”. Se mira un poco en el espejo y su imagen no difiere en nada de la del sueño. Ojeroso, para afeitar, mal vestido con una ropa que no se ha quitado para dormir, se encuentra algo mareado y nota un pésimo sabor alimentándole la boca. Sigue oyendo aquella voz, “la de las mil conciencias”, como la llama él; dice que un día le volverá loco.
Se toma dos pastillas más con un vaso de agua y se da cuenta de que el tic está un poco más sosegado hoy. De pronto se oye una motosierra en el jardín. Seguramente su padre estará intentando asustar al perro del vecino, que siempre viene a regar sus rosales. Ahora, saliendo entre las paredes de la casa con un eco, la voz de su madre emite improperios propios de camionero irritado. “Esto no va a acabar bien” -se dice él mientras su conciencia sigue recriminándole cada acto y amenaza con delatar su locura-.domingo, 13 de mayo de 2012
EL AUTOBÚS (primera parte)
Ahí va un hombre con las uñas ribeteadas de negro. Las moscas caen desfallecidas al sobrevolar sus sandalias. Tiene un inodoro de bar en la boca y los azulejos están salpicados. La camisa raída –no sé si decir blanca- presenta una pequeña mancha de sangre que pasaría desapercibida. Él sabe que no es una persona normal y huye; huye nadie sabe bien de qué mientras mira a sus espaldas constantemente. Cree que los muertos le siguen. Hace calor, pero él tiembla. ¿Qué escondes?. ¿Qué turba tus pasos?. ¿Qué hay en esa bolsa que llevas?.
Es demasiado mayor para vivir con sus padres, pero por algo será; tal vez no es una persona normal.
Camina entre la multitud de una acera y todos los ojos se vuelcan en él. En un cubo de basura pasaría desapercibido, pero no paseando por la calle. Le acompaña sus pasos un curioso tic que mueve su brazo izquierdo como la cola de una lagartija vilmente desmembrada. También está cansado de esas miradas que señalan su culpabilidad, así que decide sentarse en un banco a esperar que pase un autobús; el que sea, qué más da. Él sólo quiere escapar de sus perseguidores que amenazan con delatarle y parece que puede oír sus voces cada vez más cerca.
Viene una anciana a sentarse en el banco, porque sus piernas están cansadas y ha decidido coger el autobús, pero hay alguien sentado que le da miedo; va despeinado, huele mal y viste peor. ¡Estos pordioseros y drogadictos!. ¡Deberían encerrarlos en la luna!. Finalmente no se atreve a sentarse y decide esperar a unos metros.
Nuestro entrañable amigo se ha dado cuenta de que le está mirando y sus ojos le recuerdan a su madre. No puede soportar esa mirada; le congela la sangre. Un perro callejero husmeando sus pies con malas intenciones (quiere vaciar su vejiga) le hace desviar la atención sobre la anciana, y al bajar la vista, ve en el suelo medio cigarro. Está sucio y un poco roto, pero a él no le importa, así que tras ahuyentar al can con un subproducto derivado de las secreciones de las vías respiratorias, decide darse el gustazo, aunque no tiene fuego, no obstante le atrae la idea de ver la cara que pondrá la anciana cuando le pida algo con que encenderlo. No se demora en la acción y la vieja tampoco lo hace en la huida (de repente sus piernas han cobrado vida y el Espíritu Santo le ha dado la energía de un atleta olímpico).
Por fin llega un autocar y abre sus puertas deseoso de trasladar a otro apreciado cliente a cualquier parte de la ciudad, pero el conductor no sabe si dejarle subir o ceder su puesto y la cartera para aliviar la tensión que le produce el bulto del billetero y tal vez buscar otro empleo menos peligroso. Todas sus preocupaciones desaparecen cuando ve un majestuoso billete acompañado por una voz de “quédese el cambio”. De repente aquel pasajero tiene un aura especial; bien mirado puede ser que resulte atractivo (para una salamanquesa, porque con su cara llena de rugosidades no deja otra opción). Hay unos diez asientos libres, aún así y todo, tres pasajeros van de pie; uno porque sufre hemorroides; otro por sentir el perfume de la señorita que hay sentada junto a la puerta de salida y el joven restante porque se excita con el movimiento del vehículo.
Al reemprender la marcha el autobús, le hace avanzar varios pasos bruscamente, como un pingüino corriendo con torpeza hacia el agua. Va a sentarse en un asiento libre junto al de una señora que está al lado de la ventana, pero cual es su sorpresa cuando aquella reprimida sexual se cambia de asiento para que el ser que acaba de entrar no se siente junto a ella. La butaca de la ventanilla queda libre, aunque una barricada de piernas mal depiladas le impide su paso; no obstante, a nuestro amigo le encanta ese comportamiento de la gente porque es cuando más disfruta al tropezarse ante sus narices; le encanta ese tipo de contacto físico y casi se diría que le excita. Como en una carrera de obstáculos, la estrella invitada (con tic incluido) decide sentarse junto a la ventana, atropellando así a su cortés anfitriona, cuyo perfume de rosas queda diluido con el roce del apuesto galán desvencijado.
¡Qué mala suerte!. Mira por dónde ha ido a caer la colilla. No hay porque ponerse así, total a cualquiera le puede caer un cigarro en tan desbocado escote. Su compañera de butaca se baja dando saltos en la siguiente parada.
Después del incidente mira por la ventanilla escondiendo el rostro del resto de viajeros, que tampoco le quitan los ojos de encima, como si estuviesen levantando una barricada para que no se les acerque. ¡Pero qué tenemos ahí, si es nuestra anciana corriendo a buscar un mechero!. Anuncios, coches, calles, gente y un perro atropellado flotando en un baño de orines; un día apacible de no haberse cometido un asesinato.
Un niño y su madre se levantan de sus asientos para disponerse a bajar en la próxima parada y el infante se queda mirando aquella mancha parduzca en la camisa del extraño pasajero, que parece más grande de lo que pensaba.
-¡Chocolate! –dice el dueño de la camisa con una cara de inocencia mal fingida, pero el niño sabe que es mentira; él ha visto manchas similares cuando ha destrozado la nariz de alguno de sus compañeros de clase, y sabe que eso es sangre.
En una carnicería de barrio no hay tantas vísceras y huesos como en aquella habitación que queda muy atrás (a unas tres paradas de autobús). Las moscas empiezan a sentirse a sus anchas mientras el calor empieza a subir, porque por mucho que pueda parecer lo contrario, la oscura habitación llena de carne y sangre no es una cámara frigorífica. Alguien ha intentado hacer una hamburguesa récord y no lo ha conseguido. El gato está jugando con un ojo que aún parece mirar el mundo con asombro y nuestras invitadas, las moscas, toman a modo de aperitivo un poco de sangre servida sobre un reluciente y acerado cuchillo de carnicero; el otro grupo de moscas que ronda sobre la motosierra ya se ocupa de su correcta limpieza.
domingo, 6 de mayo de 2012
FUEGO EN EL PARAÍSO
Busco tu mirada, tus rasgos y aquella sonrisa en cualquier rostro que se cruce conmigo, pero sólo encuentro dolor y aflicción en este mundo extraño. Ansío ya con desesperación tus caricias o besos, que se suman a una mirada hacia el lejano futuro buscando el regreso a tu lado; encuentro muy distante en el tiempo.
Hoy a sido un día de relativa calma; el primero en doce días, pero no va a durar demasiado. Para mañana ya se prevé una nueva ofensiva. No sé bien cual es mi labor entre tanta destrucción; unos dicen que defender; otros, atacar; también los hay que aseguran estar aquí para proteger a los débiles. Me siento perdido.
La primera vez se va hacia el lugar del conflicto como un héroe. Piensas que eres alguien superior que acude para velar por la paz mundial. Pero cuando llegas a ver todo cuanto te rodea, cambia tu percepción de las cosas. La realidad es muy diferente y héroes hay pocos.
Al principio, muestras indiferencia frente a una guerra que no va contigo, pero poco a poco, sus efectos se van filtrando en tu coraza. No hay nada tan aterrador para destruir tu caparazón como el aullido de las sirenas; los aviones rompiendo los cielos con sus potentes motores; o el sonido de las ametralladoras invitando a los ángeles de la muerte a pasear por las inmediaciones. Sólo eres un hombre mortal, y aunque goces de la seguridad que proporciona el armamento de tu patria, te encuentras en otro mundo.
Te enseñan técnicas de combate para el campo de batalla, pero en tu interior debes librar una escaramuza que acabe con los sentimientos humanos y te convierta en una máquina de matar. No debes sentir el dolor porque es cosa de débiles; tampoco debes llorar porque es un sentimiento femenino. Pero he visto a mujeres con algún miembro amputado que lloraban de dolor, y seguían luchando por defender a sus hijas del ataque de cualquier desalmado.
Debemos enterrar numerosos cadáveres, paliar las heridas y el sufrimiento, que es cuanto arrastra una guerra. Dicen que el conflicto es entre dos ejércitos y que no se ataca a la población civil; sólo se cumplen objetivos militares, aunque siempre afecta al pueblo; sus casas quedan destruidas, se ven forzados a huir y algunos mueren por estar donde no debían. Dos potencias destructoras exhiben la fuerza de su armamento en un campo de batalla que pertenece más a los débiles, porque ellos respetan su pequeño paraíso, la tierra. Tal vez los combates se deberían llevar a cabo sobre un tablero en el que sólo interviniesen los que los han promovido, sin más escuadrón que sus manos, sin más artillería que sus pies, para que nunca saliesen perjudicados más que los que se alzan en rebelión.
Dentro de este infierno el sol sigue brillando como si nada de lo que hacemos le importase; a veces también llueve, pues las nubes no temen a los aviones. En nuestro vagar hemos encontrado mariposas besando unas flores que ocultan minas explosivas bajo sus pies; el paraíso está ardiendo.
Tenía muchas ganas de escribirte; decir cuanto te quiero, pero creo que la guerra ha contaminado mis sentimientos, y sólo sé hablar de dolor. Ansío leer una de tus cartas, que cada vez se retrasan más, y con ella, tal vez recuperar mi sensibilidad.
Me he sentado aquí, frente a un pedazo de papel que sólo ha servido para secar alguna de mis lágrimas, y ahora ya no sé que contarte. Noto como el sueño va ganando la batalla contra la vigilia, y es que aquí sólo se puede hablar de lucha.
No deseo alimentar más tu tristeza. Quiero que sepas que eres el más dulce y tierno de mis pensamientos. Sé que aunque hoy me acueste bajo un cielo sin nubes, mañana puedo despertarme bajo un cielo gris, pero tarde o temprano saldrá el sol y estaré a tu lado. Espero verte pronto. Te quiero.