martes, 29 de mayo de 2012

PROBLEMAS, PELOS Y ALEGRÍAS (primera parte)


La verdad, es que él tenía un gran problema, pero no era uno de esos problemas simples como que le despidan a uno del trabajo, o que no te alcance para pagar las letras del coche, la luz o el teléfono, o que hayas dejado embarazada a una chica y ella quiera casarse; tampoco tenía una enfermedad de mal pronóstico, ni eyaculación precoz; él no había atropellado a nadie y se había dado a la fuga; no consumía drogas, ni manejaba armas, ni tenía pendiente juicio alguno por roces con la ley; tampoco se había divorciado de su mujer, ni tenía que pasarle la pensión a los hijos; ni iban a embargarle la casa.
Su problema era algo más complejo. Era una cuestión con base física, pero no se trataba de ningún horrible defecto en la cara; tampoco tenía problemas de oído o en la vista, ni le habían amputado miembro alguno o le olían los pies de forma exagerada. Lo cierto es que él era una persona de esas a las que todos quieren en sus fiestas; sabía sacarle la risa a un niño que llora, también era capaz de hacer un truco de magia, sostener tres pelotas dando vueltas en el aire, contar una historia fantástica o tirar fuego por la boca; él era capaz de guardar un secreto; de compartir la tristeza, ofrecer consuelo y compañía; además, siempre iba con una sonrisa por delante. Cabe decir de él, que se esforzaba por repartir felicidad e ilusión, aunque sólo fuese por unos instantes. Quizá podamos creer que era un payaso, pero en esto, andaríamos en error porque nunca se movió en otro circo ni escenario que no fuese la vida real. Él era así, un poco diferente a lo que estamos acostumbrados, aunque dada la situación, me corresponde apuntar que no era un personaje ficticio creado por un simple cuentista; él era alguien real.
Seguramente a nadie se le habría pasado por la cabeza pensar que él pudiese tener problema alguno, pero sabido es que solemos mirar más nuestro ombligo que pensar en los demás. Aunque también queda decir que estando a su lado, compartiendo su magia, era difícil pensar en pena alguna. Lo que nadie sabía de él, era la tristeza con la que pasaba sus horas en solitario, más allá de esa alegría de la que siempre andaba impregnando a los demás.
Como hemos anotado, su problema partía de un componente físico; sudaba un poco, eso sí, pero eso no puede considerarse como un problema de la complejidad propia del que nos referimos. Sin dar más rodeos que puedan disipar nuestros pensamientos o el interés por la presente lectura, les adelantamos que parte de su problema es que medía cerca de los dos metros; centímetro por arriba o centímetro por abajo; lo cierto es que hasta esos altos que conviven con nosotros, lo veían como más alto; quizá esto no pueda parecernos un problema como tal, pero eso es porque nosotros, desde nuestra altura normal, no nos hemos parado a urdir en los posibles inconvenientes de sobrepasar, en dos palmos más, la media de los llamados altos. Citando por ejemplo el hecho de que nosotros podemos dormir plácidamente en una cama estándar, esto no era posible para él, dado que no se fabricaban camas adecuadas a su longitud o de hacerlo, tenían que ser por encargo (sábanas, colchón, somier...), con el coste adicional que ello siempre supone. Por supuesto, nadie suele tener una de estas camas en su casa por si se presenta una visita de alguien... de su talla; tampoco es frecuente que haya habitaciones realmente especiales en los hoteles, dado el caso. Por otro lado, debía tener cuidado para no tropezar con la cabeza en alguna lámpara o en el marco superior de las puertas. Pero bueno, después de todo, este no era el problema real, puesto que como hemos dicho, el asunto era algo más complejo.
El corazón de su mal, radicaba en que él era de temple enamoradizo, pero no nos referimos aquí a esa atracción física que lleva a la vida o una relación en pareja sea heterosexual u homosexual, dados los tiempos que corren. Cuando aquí hablamos de amor, ni por asomo cabe pensar en el sexo, sino en la utopía que arrastra la palabra. Para él no había distinción entre macho o hembra, caballero o señora, varón o mujer, chico o chica; para él todos éramos seres humanos, personas, habitantes del mundo, almas, hijos de Dios. A él le entusiasmaba la gente; su forma de ser, de comportarse ante los demás, de afrontar las diferentes situaciones de la vida, de vivir; le gustaba contagiarse de la savia, la felicidad y la alegría de los demás y llevarla consigo para repartirla por otros lugares del mundo; le gustaba conocer a la gente a fondo, con los riesgos que ello entraña, porque al final, siempre acababa descubriendo que esas personas maravillosas que conocía cada día, en el fondo, no lo eran tanto. Quizá, por esto se dice que las apariencias engañan. Esta afición, por llamarla de algún modo, por definirla, o apuntarla, en el fondo le producía tristeza, numerosos desengaños o desilusiones. Y al final, cuando regresaba a su casa y miraba su vida, se sentía solo una vez más, porque sí, siempre andaba rodeado de gente, pero desde un punto de vista distante, informal, porque a la hora de la verdad, yacía solo en su lecho; nadie quería compartir una vida mucho más allá de las fiestas en las que siempre andaba presente. Tener una relación seria con una chica; llevar vida matrimonial; traer hijos al mundo, parecían cuestiones inalcanzables para él.
Cuando era más joven, como todos, medía el físico de las personas; se dejaba llevar por la atracción y el deseo por la perfección femenina. Pero aquellas modelos, buscaban algo a su altura y él, siempre andaba muy por encima. Pasaron los años y según se adentraba en la madurez, dejaron de importarle tanto las formas esculturales, los cuerpos esculpidos a base de dietas, deporte, liposucciones, siliconas, cirugías o cremas reafirmantes. Bajó el listón, pero de nada le sirvió.
Se dice que lo que de verdad importa es el interior de las personas, pero a efectos prácticos, quizá sólo los feos mantengan su esperanza en frases como estas, de las que sabemos que únicamente sirven para levantar la moral y el ánimo de quienes no están muy agraciados físicamente. En este mundo, una cara bonita y un cuerpo perfecto, lucen más que una cicatriz en la mejilla; que unas orejas descomunales dirigidas hacia delante, o una nariz achatada, o las cejas unidas por el ceño, la barbilla hundida o una nuez demasiado prominente, unas nalgas caídas, o una barriga grande, o los michelines, o un pecho demasiado grande o muy pequeño; además, tampoco es lo mismo ser rubio que moreno; tener los ojos castaños o azules; llevar gafas, tener mucho vello en el cuerpo o ser calvo.
Si alguien afirma lo contrario, será porque miente o es feo. Si realmente piensan que nada de esto importa, que lo que realmente importa es el interior de las personas, quizá les quepa preguntarse porqué cada día surgen más formas para adelgazar o prolifera la cirugía estética, las depilaciones definitivas, los implantes de pelo, los rellenos de silicona. Como no vamos a adentrarnos en reflexiones de actualidad que entresaquen la sobrealimentación de unos pocos o la desnutrición de otros miles, reemprenderemos el hilo de la narración en la talla de aquel cuyas palabras para definirlo siempre eran superlativas.
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domingo, 20 de mayo de 2012

EL AUTOBÚS (segunda parte)

El chofer mira por el retrovisor para ver cuantos usuarios hay y si alguien se levanta para bajar, así que de pronto repara en la presencia de alguien con aspecto un tanto extraño: “el hombre del billete” y al igual que Judas, decide traicionarle. Señala al sujeto que hay a la mitad del autobús a su amigo el policía y le comenta que tan generosa propina no es nada normal; seguramente acaba de robar en un supermercado: “Lleva una bolsa algo extraña”. Pero ni se imagina que dicho sujeto haya cometido el más atroz de los asesinatos de la ciudad.

El tic empieza a alcanzar su máxima efervescencia y los nervios se propagan por todo su cuerpo como un incendio intencionado, salvo que él lo hace sin querer. Como no la puede sujetar, la bolsa cae al suelo igual que un filete tirado desde una ventana del tercero, aunque tarda menos en recogerla que si fuese uno de sus dedos.

Es peligroso jugar con una motosierra; te puedes cortar o hacer daño a quienes te rodean y sobretodo si lo haces dentro de casa, pero alguien parece no saberlo; tal vez no jugaba y todo ha sido un accidente. Cualquiera se puede cortar mientras se afeita con un artefacto semejante; a su padre le ha sucedido esta misma mañana. Él se ha asustado tanto que su madre ha intentado depilarse con la motosierra para enseñarle que no pasa nada, aunque desgraciadamente la lección ha sido un fracaso o su madre no tenía el magisterio (al menos esa es su versión de los hechos). No sé vosotros pero yo no me lo creo.

El viejo, decrépito y medio cegato policía también dirige un vistazo por el retrovisor y presencia en directo como el extraño sujeto se mete el dedo en la nariz para extraer una sustancia, que vista desde cerca, presenta un color indeterminado, pero naturalmente el observador no aprecia semejante detalle.

Nuestro repugnante protagonista principal vuelve a percibir esa otra mirada que le ofrece el espejo y también cree ser capaz de notar como otros ojos le pinchan la espalda; él parece ser el centro de los cuchicheos que inundan el murmullo del autobús. ¿Qué llama tanto la atención de los espectadores?. ¿Será su capacidad para extraer los mocos de sus cavernas o tal vez su aspecto?. ¿O acaso observan la bolsa?.

Analizando la situación, creo que todo el mundo se ha metido alguna vez el dedo en la nariz (mientras espera en un semáforo, por ejemplo) y lo que podamos sacar no es cosa nuestra, sino del medio ambiente que respiramos o tal vez del afán que le dediquemos a la ignominiosa tarea de despejar los orificios que nos sujetan a la vida. Constantemente vemos por los medios de comunicación a numerosos artistas, un tanto bohemios en el vestir, no obstante se ganan nuestros aplausos; así que puede que nuestro invitado sea un virtuoso despegado del mundo materialista. Y por último cualquiera entra en la carnicería y se va a su casa con la compra en la mano, y si esta queda lejos, también puede coger el autobús. Entonces, ¿Qué hay de extraño?.

Volvamos a la acción haciendo un breve repaso. Policía, retrovisor, bolsa, moco y miradas.

El agente se levanta mientras alguien pega una materia desconocida en el respaldo del asiento de delante. El vehículo se detiene y el agente pierde la estabilidad de no ser por el pecho de una jovencita (naturalmente él no ha visto nada). Ahora un anciano, ayudándose del respaldo y su bastón, se encamina hacia la puerta arrastrando una sustancia pegajosa en la mano. Baja una monja y el viejo que se pregunta acerca de su valioso hallazgo, pero entra una anciana jadeante, que tras volver a percatarse de la presencia de ese cliente, decide que se ha equivocado de autobús y opta por acompañar a la religiosa.

Se reemprende la marcha y ahora alguien accidentalmente exprime algo que no es un limón, pero saltan unas gotas del ácido malicioso de la joven, que tras aplaudir el gesto en la cara del inusual cocinero, desembocan en las ovaciones de una feminista. ¡Estos viejos verdes!. Siempre pensando en lo mismo.

El defensor de la ley y el orden (con la mejilla roja) alivia el peso de las miradas del público sobre el hombre del tic; aunque tal distracción dura poco y todos vuelven sus ojos hacia ese sujeto poco atractivo a los sentidos, que alterado ante la presencia de los muertos, las miradas acusatorias y el zarandeo del viejo policía, se levanta con brusquedad y mostrando la bolsa en alto.

“Una bomba”, dice un jovenzuelo que ha visto muchas películas de terroristas, pero nadie sabe que se trata de un farol y menos se imaginan el verdadero contenido de la bolsa, que parece gotear un poco. Ahora cunde un pánico general y el héroe saca su arma grasienta y medio oxidada.

¡Cuidado, que es un psicópata capaz de cometer los más atroces crímenes!. Sin andar muy lejos, esta misma mañana ha despachado a sus padres dentro de casa, pero nadie sabe nada.

Se oye una sirena de policía y el autobús va frenando a causa también de un tráfico cada vez más denso. Todo el mundo está ya demasiado nervioso y encima hay ganas de ir al servicio a evacuar. La bolsa cae al suelo entre el sobresalto de la multitud, que ya va pensando en volar por los aires, pero cual es la sorpresa general del público al presenciar, en directo y sin envase, un cerebro un tanto magullado por los ajetreos del viaje y después de haber salido de una atroz masacre. Todo el mundo suspira de alivio; nadie ha muerto. De un modo ciertamente insólito, nuestro protagonista, que se encuentra acorralado –diría yo- aunque de espaldas, decide aliviar la vejiga al fondo del autobús con disimulo y aprovechando que todos los ojos contemplan la máquina de pensar estropeada que yace en el suelo asomándose de la bolsa.

Ahora el agente examina el origen de semejante muestra dejando un poco de lado al propietario de semejante atrocidad, que está al fondo junto a la puerta de salida. A éste, parece que nada de lo que sucede vaya con él, hasta que de pronto percibe el calor de un líquido que recorre sus piernas. Mira la causa y ve que se ha mojado los pantalones.

“La cama se ha puesto perdida. ¡Mi madre me va a matar!. ¡Si son más de las doce del medio día!. Esta medicación me va a volver loco”. Se mira un poco en el espejo y su imagen no difiere en nada de la del sueño. Ojeroso, para afeitar, mal vestido con una ropa que no se ha quitado para dormir, se encuentra algo mareado y nota un pésimo sabor alimentándole la boca. Sigue oyendo aquella voz, “la de las mil conciencias”, como la llama él; dice que un día le volverá loco.

Se toma dos pastillas más con un vaso de agua y se da cuenta de que el tic está un poco más sosegado hoy. De pronto se oye una motosierra en el jardín. Seguramente su padre estará intentando asustar al perro del vecino, que siempre viene a regar sus rosales. Ahora, saliendo entre las paredes de la casa con un eco, la voz de su madre emite improperios propios de camionero irritado. “Esto no va a acabar bien” -se dice él mientras su conciencia sigue recriminándole cada acto y amenaza con delatar su locura-.
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domingo, 13 de mayo de 2012

EL AUTOBÚS (primera parte)

Ahí va un hombre con las uñas ribeteadas de negro. Las moscas caen desfallecidas al sobrevolar sus sandalias. Tiene un inodoro de bar en la boca y los azulejos están salpicados. La camisa raída –no sé si decir blanca- presenta una pequeña mancha de sangre que pasaría desapercibida. Él sabe que no es una persona normal y huye; huye nadie sabe bien de qué mientras mira a sus espaldas constantemente. Cree que los muertos le siguen. Hace calor, pero él tiembla. ¿Qué escondes?. ¿Qué turba tus pasos?. ¿Qué hay en esa bolsa que llevas?.

Es demasiado mayor para vivir con sus padres, pero por algo será; tal vez no es una persona normal.

Camina entre la multitud de una acera y todos los ojos se vuelcan en él. En un cubo de basura pasaría desapercibido, pero no paseando por la calle. Le acompaña sus pasos un curioso tic que mueve su brazo izquierdo como la cola de una lagartija vilmente desmembrada. También está cansado de esas miradas que señalan su culpabilidad, así que decide sentarse en un banco a esperar que pase un autobús; el que sea, qué más da. Él sólo quiere escapar de sus perseguidores que amenazan con delatarle y parece que puede oír sus voces cada vez más cerca.

Viene una anciana a sentarse en el banco, porque sus piernas están cansadas y ha decidido coger el autobús, pero hay alguien sentado que le da miedo; va despeinado, huele mal y viste peor. ¡Estos pordioseros y drogadictos!. ¡Deberían encerrarlos en la luna!. Finalmente no se atreve a sentarse y decide esperar a unos metros.

Nuestro entrañable amigo se ha dado cuenta de que le está mirando y sus ojos le recuerdan a su madre. No puede soportar esa mirada; le congela la sangre. Un perro callejero husmeando sus pies con malas intenciones (quiere vaciar su vejiga) le hace desviar la atención sobre la anciana, y al bajar la vista, ve en el suelo medio cigarro. Está sucio y un poco roto, pero a él no le importa, así que tras ahuyentar al can con un subproducto derivado de las secreciones de las vías respiratorias, decide darse el gustazo, aunque no tiene fuego, no obstante le atrae la idea de ver la cara que pondrá la anciana cuando le pida algo con que encenderlo. No se demora en la acción y la vieja tampoco lo hace en la huida (de repente sus piernas han cobrado vida y el Espíritu Santo le ha dado la energía de un atleta olímpico).

Por fin llega un autocar y abre sus puertas deseoso de trasladar a otro apreciado cliente a cualquier parte de la ciudad, pero el conductor no sabe si dejarle subir o ceder su puesto y la cartera para aliviar la tensión que le produce el bulto del billetero y tal vez buscar otro empleo menos peligroso. Todas sus preocupaciones desaparecen cuando ve un majestuoso billete acompañado por una voz de “quédese el cambio”. De repente aquel pasajero tiene un aura especial; bien mirado puede ser que resulte atractivo (para una salamanquesa, porque con su cara llena de rugosidades no deja otra opción). Hay unos diez asientos libres, aún así y todo, tres pasajeros van de pie; uno porque sufre hemorroides; otro por sentir el perfume de la señorita que hay sentada junto a la puerta de salida y el joven restante porque se excita con el movimiento del vehículo.

Al reemprender la marcha el autobús, le hace avanzar varios pasos bruscamente, como un pingüino corriendo con torpeza hacia el agua. Va a sentarse en un asiento libre junto al de una señora que está al lado de la ventana, pero cual es su sorpresa cuando aquella reprimida sexual se cambia de asiento para que el ser que acaba de entrar no se siente junto a ella. La butaca de la ventanilla queda libre, aunque una barricada de piernas mal depiladas le impide su paso; no obstante, a nuestro amigo le encanta ese comportamiento de la gente porque es cuando más disfruta al tropezarse ante sus narices; le encanta ese tipo de contacto físico y casi se diría que le excita. Como en una carrera de obstáculos, la estrella invitada (con tic incluido) decide sentarse junto a la ventana, atropellando así a su cortés anfitriona, cuyo perfume de rosas queda diluido con el roce del apuesto galán desvencijado.

¡Qué mala suerte!. Mira por dónde ha ido a caer la colilla. No hay porque ponerse así, total a cualquiera le puede caer un cigarro en tan desbocado escote. Su compañera de butaca se baja dando saltos en la siguiente parada.

Después del incidente mira por la ventanilla escondiendo el rostro del resto de viajeros, que tampoco le quitan los ojos de encima, como si estuviesen levantando una barricada para que no se les acerque. ¡Pero qué tenemos ahí, si es nuestra anciana corriendo a buscar un mechero!. Anuncios, coches, calles, gente y un perro atropellado flotando en un baño de orines; un día apacible de no haberse cometido un asesinato.

Un niño y su madre se levantan de sus asientos para disponerse a bajar en la próxima parada y el infante se queda mirando aquella mancha parduzca en la camisa del extraño pasajero, que parece más grande de lo que pensaba.

-¡Chocolate! –dice el dueño de la camisa con una cara de inocencia mal fingida, pero el niño sabe que es mentira; él ha visto manchas similares cuando ha destrozado la nariz de alguno de sus compañeros de clase, y sabe que eso es sangre.

 

En una carnicería de barrio no hay tantas vísceras y huesos como en aquella habitación que queda muy atrás (a unas tres paradas de autobús). Las moscas empiezan a sentirse a sus anchas mientras el calor empieza a subir, porque por mucho que pueda parecer lo contrario, la oscura habitación llena de carne y sangre no es una cámara frigorífica. Alguien ha intentado hacer una hamburguesa récord y no lo ha conseguido. El gato está jugando con un ojo que aún parece mirar el mundo con asombro y nuestras invitadas, las moscas, toman a modo de aperitivo un poco de sangre servida sobre un reluciente y acerado cuchillo de carnicero; el otro grupo de moscas que ronda sobre la motosierra ya se ocupa de su correcta limpieza.

 

Menos mal que todo ese infierno dantesco ha quedado atrás. El autobús vuelve a detenerse y sube alguien con un uniforme azul oscuro, con toda seguridad poco amigo de los delincuentes. Es un viejo representante del orden a punto de jubilarse y que acude a la comisaría para iniciar su jornada del día (según sus cuentas le quedan doscientos cincuenta y nueve días para su jubilación). Por suerte se sienta junto al conductor del vehículo, que es seis años y medio más joven que él, pero al que conoce de toda su vida de peatón desde que no le renovaron el carnet de conducir por una mala visibilidad (no de la foto, sino que el policía no ve bien). Le cuenta la inverosímil historia de una anciana que le ha atropellado al salir por la puerta de casa: “¡No veas como corría la vieja!”.

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domingo, 6 de mayo de 2012

FUEGO EN EL PARAÍSO

Hace un mes que no recibo tus cartas y puede que tal vez no puedas leer esta que acabo de empezar, pero es lo único que me mantiene con vida, aquí, en medio de ninguna parte. Ver tu foto cada día me anima a seguir luchando; me llena de energía y por ello la llevo siempre conmigo, aunque no hay nada que te sustituya. El calor de tus besos empieza a desvanecerse, quizá no nos dimos suficientes en aquella despedida, de la que sólo me quedan unas lágrimas impresas en el pañuelo que las secaron, cuyo perfume también se perdió.

Busco tu mirada, tus rasgos y aquella sonrisa en cualquier rostro que se cruce conmigo, pero sólo encuentro dolor y aflicción en este mundo extraño. Ansío ya con desesperación tus caricias o besos, que se suman a una mirada hacia el lejano futuro buscando el regreso a tu lado; encuentro muy distante en el tiempo.

Hoy a sido un día de relativa calma; el primero en doce días, pero no va a durar demasiado. Para mañana ya se prevé una nueva ofensiva. No sé bien cual es mi labor entre tanta destrucción; unos dicen que defender; otros, atacar; también los hay que aseguran estar aquí para proteger a los débiles. Me siento perdido.

La primera vez se va hacia el lugar del conflicto como un héroe. Piensas que eres alguien superior que acude para velar por la paz mundial. Pero cuando llegas a ver todo cuanto te rodea, cambia tu percepción de las cosas. La realidad es muy diferente y héroes hay pocos.

Al principio, muestras indiferencia frente a una guerra que no va contigo, pero poco a poco, sus efectos se van filtrando en tu coraza.  No hay nada tan aterrador para destruir tu caparazón como el aullido de las sirenas; los aviones rompiendo los cielos con sus potentes motores; o el sonido de las ametralladoras invitando a los ángeles de la muerte a pasear por las inmediaciones. Sólo eres un hombre mortal, y aunque goces de la seguridad que proporciona el armamento de tu patria, te encuentras en otro mundo.

Te enseñan técnicas de combate para el campo de batalla, pero en tu interior debes librar una escaramuza que acabe con los sentimientos humanos y te convierta en una máquina de matar. No debes sentir el dolor porque es cosa de débiles; tampoco debes llorar porque es un sentimiento femenino. Pero he visto a mujeres con algún miembro amputado que lloraban de dolor, y seguían luchando por defender a sus hijas del ataque de cualquier desalmado.

Debemos enterrar numerosos cadáveres, paliar las heridas y el sufrimiento, que es cuanto arrastra una guerra. Dicen que el conflicto es entre dos ejércitos y que no se ataca a la población civil; sólo se cumplen objetivos militares, aunque siempre afecta al pueblo; sus casas quedan destruidas, se ven forzados a huir y algunos mueren por estar donde no debían. Dos potencias destructoras exhiben la fuerza de su armamento en un campo de batalla que pertenece más a los débiles, porque ellos respetan su pequeño paraíso, la tierra. Tal vez los combates se deberían llevar a cabo sobre un tablero en el que sólo interviniesen los que los han promovido, sin más escuadrón que sus manos, sin más artillería que sus pies, para que nunca saliesen perjudicados más que los que se alzan en rebelión.

Dentro de este infierno el sol sigue brillando como si nada de lo que hacemos le importase; a veces también llueve, pues las nubes no temen a los aviones. En nuestro vagar hemos encontrado mariposas besando unas flores que ocultan minas explosivas bajo sus pies; el paraíso está ardiendo.


Tenía muchas ganas de escribirte; decir cuanto te quiero, pero creo que la guerra ha contaminado mis sentimientos, y sólo sé hablar de dolor. Ansío leer una de tus cartas, que cada vez se retrasan más, y con ella, tal vez recuperar mi sensibilidad.

Me he sentado aquí, frente a un pedazo de papel que sólo ha servido para secar alguna de mis lágrimas, y ahora ya no sé que contarte. Noto como el sueño va ganando la batalla contra la vigilia, y es que aquí sólo se puede hablar de lucha.
No deseo alimentar más tu tristeza. Quiero que sepas que eres el más dulce y tierno de mis pensamientos. Sé que aunque hoy me acueste bajo un cielo sin nubes, mañana puedo despertarme bajo un cielo gris, pero tarde o temprano saldrá el sol y estaré a tu lado. Espero verte pronto. Te quiero.
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