lunes, 18 de junio de 2012

FUEGO Y PASIÓN (primera parte)

Frágiles como la luz del crepúsculo eran las lágrimas que se desprendieron de los ojos enturbiados de quien había compartido muchos años de mi vida, la inocente dama con la que me casé. Mirada bajo el influjo del engaño y la infidelidad, al ser sorprendida haciendo partícipe su secreto de mujer con otro hombre que yo apreciaba; un buen compañero del que nunca hubiese esperado ocurrencia semejante.

Debajo de la persona que honré tan pronto se cruzó en mi vida, aquel hombre, sosteniéndola por la cintura, le daba un movimiento rítmico, arriba y abajo, todo acompañado por unos gritos de placer que clamaban el fuego de su pasión. Ligeramente envueltos en unas sábanas que disimulaban sus cuerpos desnudos, se desenvolvían con soltura; sin duda estaban acostumbrados a realizar aquello durante mi ausencia. De repente, una aparición que nunca esperaron, cortó de cuajo sus agotadores quehaceres. Unos ojos casi a punto de abandonar sus órbitas, miraban el suelo con sumisión, mientras las manos recogían todas las sábanas, que en aquel momento, parecieron no ser capaces de ocultar la desnudez de sus dos cuerpos cálidos y sudorosos, pero que pronto se enfriaron con rapidez, sobresaltados por mi presencia. El mutismo envenenó la escena, de la que fue a surgir la ira contenida en mis ojos; unas lágrimas amargas que corroyeron este corazón que en aquel instante iba más acelerado de su ritmo habitual; amenazaba con salir por la estrecha garganta que le impedía su paso, dificultando así el aliento de mis pulmones. Hechos a los que no daban crédito mis ojos, temblorosos ante imágenes tan fatídicas y que hicieron aflorar una visión de muerte en ellos, al ver como la familia que creé, se destruía en apenas una pequeña fracción de tiempo. Mi sangre también se envenenó de la cólera que surgía de los hechos que acababa de presenciar.

Las ganas de cometer un asesinato, se acumularon en estas manos, en las que la sangre se remansaba buscando darles la fuerza necesaria para vengar semejante ultraje. La mirada de mi mujer me acobardó y fue a impedir que tal vez llevase a término mis intenciones. El lagrimeo que destilaban sus ojos, al ver su lealtad manchada, corroyó mi susceptibilidad y me dio el aliento necesario para hacer las maletas, entre suspiros, quejas y súplicas, mientras el sujeto que había descubierto las intimidades de mi mujer, abandonaba la escena de los hechos, para evitar posibles arrebatos de violencia sobre sus partes de carne ya flácidas.

Años de pasiones compartidas con una mujer especial y que dieron sus frutos en un hijo y una hija maravillosos, se hacinaron en mi recuerdo, donde la mente los examinaba una y otra vez para buscar aquello en que pudiese haber fallado. Atrás dejé la casa que construí para formar una progenie; las lágrimas que surgían de lo más profundo de las entrañas de mi mujer; la extrañeza en la mirada de mis hijos, desconocedores de nuestra situación... Era tiempo para pensar alejado de aquel amargo suceso; qué mejor sitio que el de mi infancia.

Tampoco nunca llegaría a imaginar que, bajo la presión de aquellos hechos, yo pudiese caer también en el mundo de las pasiones en una aventura fuera de la vida matrimonial. Fue con una misteriosa mujer que siempre aparecía por doquier y que un día, volvió a su Olimpo, del que nunca debió salir, tal como había aparecido, envuelta en una sensualidad innata, propia de la lujuriosa Grecia.

***

Un estrecho camino de tierra, largo y de colores invariables, envuelto en un silencio quebrado por el ruido de mi vehículo y, abriéndose paso entre vastas extensiones de olivos, me conducía hacia mi casa de verano. Todo bajo la oscuridad de una noche en la que se podían ver gran cantidad de estrellas alrededor de una luna inapreciable, lugar al que hacía casi dos años que no iba.

En la lontananza, unas pequeñas luces llamaban la atención entre tanta soledad y monotonía. Un perro ladró ante el ruido del coche, dentro de las caballerizas los équidos se inquietaron interrumpiendo su descanso. Entre tanto alboroto, de la casa surgió aquel hombre delgado, de blancos cabellos e inmenso bigote que solía enclavar en los lugares más recónditos, persona que era como un padre para mí, hombre al que no había visto en mucho tiempo.

Un aire limpio, con la fragancia de los pinos, se adentró en lo más profundo de mis pulmones para devolverles la vitalidad de años atrás. El olor a leña quemada vestía la noche y evocaba aquellos entrañables momentos junto al fuego con quienes yo más amé, siempre acompañados de la animosa sonoridad de una sobada guitarra española.

- ¡Buenas noches señor!. ¡Cuánto me alegra volver a verle!. ¡Hay que ver el tiempo hace desde la última vez que vino por aquí!. ¡Pase, pase!. ¿Qué le trae por aquí a estas horas de la noche?. ¡Venga!. Entremos dentro de la casa que ya refresca y verá a mi mujer.

Con la serenidad que le caracterizaba, se acerco para darme un fuerte apretón de manos y un gran abrazo. Me recibió como a un hijo pródigo y finalmente entramos dentro de la casa, donde su mujer, bien hacinada en carnes, recogía los despojos de lo que supuse una de sus cenas a base de carne guisada.

- ¡Deja eso muchacha y mira quien ha venido a estas horas!. Y... Bueno, supongo que para quedarse unos días –dijo con una voz ronca que le salió sorteando el tabaco de mascar que llenaba su boca-.

- ¡Ay!, Este muchacho. Ven que te dé unos besos. ¡Cuanto tiempo!. ¡Señor!. Veo que también ha engordado un poco, ¡eh!. No si los años no perdonan a nadie. ¿Qué le trae por aquí?. ¿Quiere algo para cenar?. Mire, se lo preparo en un momentito. ¿Ha venido solo?. ¿Y su mujer?. ¿Y sus hijos?...

Seguía como siempre. No paraba de hablar ni para dormir y tampoco cambió sus atuendos con los años: una prenda del tiempo de la guerra, manchada de aceite y que no me explico cómo se la podía poner, ni como le dejaba respirar, le marcaba aquellos voluminosos pechos que me libraron de la muerte por inanición de pequeño, llenos de la leche que no pudo apreciar su hija nacida muerta. Bajo aquel ropaje, con toda seguridad, las bragas brillarían por su ausencia, como ya una vez bien pudo percibir mi hijo. También los últimos años la habían castigado con unos kilos de más y eso que nunca le faltaron.

- No, no quiero nada, gracias, lo siento. ¡Si son las dos de la madrugada!. Ha pasado algo que ya os explicaré, ruego me disculpéis, pero mañana hablaremos. Es muy tarde y estoy cansado del viaje -dije yo con un cierto tono seco y apagado que me salió del alma, tal vez a raíz de la desgracia que arrastraba. Lo cierto es que así corté toda la extrañeza de la situación-.

- Bien, bien, tanquilo ya hablaremos mañana con más tiempo. Enseguida le preparo su habitación. Baje las maletas del coche mientras adecuo la cama, que aquí por las noches sigue haciendo bastante frío -manifestó la mujer con cierto descontento, puesto que hablar con alguien era lo que más apreciaba entre tanta soledad-.

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