sábado, 30 de junio de 2012

FUEGO Y PASIÓN, (tercera parte)

A la calma del atardecer, una vez superado el sopor postrero a la comida y meditar sobre el almohadón, accedí a la petición de enseñar a montar a la invitada y así evadirme de mis pensamientos. Movidos al ritmo de una guitarra que su tío apasionadamente afianzaba contra el cuerpo; animados por un fugaz rayo de sol, y dentro de la pequeña parcela para la doma de los caballos; cabalgó ella sola por primera vez, aunque ya parecía adiestrada en el conocimiento de los movimientos del animal, o quizá éste también quedó seducido por sus encantos y se dejó llevar con soltura. El resto del día se sumió en la calma.

Nuevamente cayó una noche más. Luces procediendo de la habitación del capataz se encendieron reflejadas en el patio interior, y poco después, las de otra habitación las reemplazaron. Señales que daban lugar a pequeñas procesiones por los pasillos, en el cambio de compartimento de una persona que, aprovechando una muy bien acogida e inusual erección, iba rápidamente a buscar alguien con quien compartirla. Haciendo un pequeño esfuerzo, resultaba fácil escuchar el crujido de la cama o como se llamaban el uno al otro sin descanso hasta finalizado su ritual. Hechos que evocaban mis recuerdos de infancia cuando, atraído por los quejidos del catre, acudía a espiar cuanto pasaba en aquella habitación.

***

Con grandes esfuerzos para evitar la huida de una sonora carcajada, observaba como la cara de gran bigote (siempre pequeña al lado de la pieza de carne blanca y fofa en la que se abismaba) desaparecía entre las piernas adiposas de su mujer. El sujeto se regocijaba relamiendo un pedazo de carne jada (cubierta del pelo mas negro que hubiese visto nunca). Después friccionaban sus cuerpos llamándose mutuamente por sus nombres de pila, tal vez maravillados frente a cuanto eran capaces de hacer. Parecían a una anchoa y una ballena buscando emparejarse con desespero, como si fueran los únicos supervivientes del planeta.

Siempre sentí como si se percatasen de mi presencia, pero nunca se detenían una vez en acción. Gracias a la contagiosa castidad de mi tía la monja (mi tutora, un angustioso personaje que siempre quería acceder a las arcas de la familia), nunca en aquel entonces llegué a entender la finalidad de aquellas maniobras. Tampoco me explicaron su propósito hasta que fui a servir allá de donde se salía hecho todo un hombre. Allí me enteré bien de la finalidad de sus actos con la vergonzosa ayuda de mis compañeros, dando por descartado el sacerdocio que tanto perseguía mi tía, al saber que yo era el único heredero de la hacienda de mis padres y que si me sucedía cualquier cosa, todo pasaría a manos de quienes estaban a cargo de la finca.

Fue sirviendo a la patria donde mis compañeros (ya bastante experimentados en desvelar los más insondables secretos que ocultaban las mujeres allá por donde llegan a besarse los muslos), burlándose de mi ignorancia en aquel tema (tras enseñarme la técnica manual), reunieron el dinero necesario para alquilar una de aquellas mujeres que se dejan hacer de todo un poco. Aunque sorprendida de mi estado y la edad que tenía, lo hizo sin cargo alguno por ver si me hechizaba y reincidía.

***

En una habitación bastante oscura, llena de observadores, todos bajo la influencia del alcohol, y en la que abundaban las risas, mientras yo me desnudaba tal como la experta había indicado, escuchamos el inquietante sonido de un chorro bastante grande y que haría buen borboteo en la letrina que acogía sin vacilar su tibieza. Con toda seguridad le debió aligerar el cuerpo de unos líquidos para disponerse a acoger otros. Dando por concluida su labor con el estrépito de unas ventosidades acompañando las últimas gotas y el sonido del agua arrastrando todo cuanto había dejado abandonado al destino, la puerta que ocultaba aquel inquietante misterio cedió ante la... no sé si decir mujer después de todo cuanto me hizo.

Alguien encendió con avidez todas las luces que encontró aquel día, pero el efecto del alcohol lo hizo llevar bastante bien después de todo.

- ¡Venga!. ¡Venga! –gritaban mis compañeros-.

- Un momento primero tiene que lavarse –añadió la mujer mundana-.

Llevándome al baño del que acababa de salir, hizo que me sentase en un bidé y se dispuso a lavar mis partes, igual que si se tratase de una lechuga, aunque no obstante y al parecer, iban emocionándose con tanta violencia de movimientos y restregones.

- ¡Ya era hora!. ¿Qué habéis hecho ahí dentro? –repetían aquella vez mis cómplices-.

- Tranquilos y dejadme que sé lo que debo hacer –respondió ella con frescura-.

Yo estaba más emocionado de lo que nunca hubiese estado, tenía todos mis pensamientos fijados en aquello que caracteriza a los hombres y que nos deferencia de las mujeres allá por donde el ensortijado vello florece sin distinción; parte que estaba más despierta que yo (pues diría que llevaba mi control), cuando de repente, una especie de “gata salvaje” caminando hacia mí, subió deslizándose sobre la cama a cuatro patas. De entre una mata de cabellos esperpénticos que le cubrían medio rostro, pude distinguir sus ojos maliciosos y una sonrisa picaresca. A causa de sus sinuosos y lentos movimientos, sus pechos ondulaban con un gracioso balanceo, hasta que finalmente, se detuvo ante el monigote intranquilo que se elevaba entre mis piernas y, sin decir, nada se puso a lengüetear. Noté un impulso titilante y una corriente placentera recorriéndome. No supe bien si por efecto del alcohol, pero casi me fundo con las sábanas de tanto placer. En absoluto se parecía a la técnica manual. De pronto ella se puso a expulsar lo que de forma inesperada le llenaba la boca.

- Esto se ha acabado –dijo ella escupiendo por doquier-. A lo que mis, desde entonces ya buenos amigos, se opusieron diciendo que como era la primera vez, acabase del todo con su trabajo. Finalmente ella asintió y...

- ¡Aaaah!. ¡Que calentito!. –No me quedaron palabras para describir aquel medio húmedo y pulido de tantas fricciones, pero fue un día inolvidable-.

***

Después las luces se extinguieron y la noche regresó a su calma habitual. Al amanecer, dos truenos cercanos, a los que siguió otro más tardío, desvelaron mi sueño y acudí a ver que sucedía. Reinaba la  frescura del amanecer. El sol aún no había dejado su lecho, pero ya estaba despertando. Los perros no cesaron sus ladridos, pero alguien los liberó de las cadenas que, hasta el momento, les estaban privando de su libertad y salieron disparados hacia no sé dónde. Una imagen de infinita blancura como un espectro pasó fugaz ante mis ojos y se adentró en las caballerizas, y yo con gran temor, ajustándome bien las gafas, me proporcioné un garrote para caminar con desconfianza hacia el lugar y ver quién era. Me asomé a través de la puerta entreabierta. Un caballo sobre sus dos cuartos traseros arremetió contra el portón, del que por fortuna pude escapar sin sufrir percance alguno, y salió veloz rumbo al punto de donde procedían los disparos. Me dispuse rápidamente a ensillar otro caballo y seguir a aquella ánima al galope.

El frío amenazaba con cortarme la cara. No había rastro del caballo. Pude oír a los perros ladrando alarmados a no mucha distancia. Mi corazón se debatía entre salir a luchar o permanecer oculto tras el armazón de huesos que le daba cobijo. De repente:

- ¡Psssst!. ¡Venga aquí!.

Allí estaba mi jinete fantasma, que no era mas que la reciente princesa de mis sueños.

- ¿Qué sucede?. -pregunté con una exhalación espesa, que se sumó a la del caballo, formando una pequeña bruma animal para desvanecerse con rapidez-.

- Se trata de cazadores furtivos. Mi tío está intentando dar con ellos.

Al poco después apareció arrastrando un ciervo exánime sobre el que pululaban los perros en un afán de arrebatarle la escasa vida que iba resbalando de su boca ensangrentada. Nunca antes había visto unos ojos tan dilatados y con el brillo de una reciente muerte, tal vez suplicando el perdón de sus delitos o la concesión del descanso eterno. Con sangre fría, dispusimos el cadáver sobre un caballo, después de todo iban a ser aprovechadas sus sabrosas carnes.

- ¡Maldita sea!. No he llegado a dar con ellos. Es la tercera vez ya este mes –exclamaba fatigado empuñando un rifle tan achacoso como él-. Será que ya me estoy haciendo viejo -repuso.

Al llegar a la caserna estaba esperándonos un copioso almuerzo junto a la chimenea, en la que el fuego y el silencio de los allí presentes afectados ante la gélida e inesperada madrugada, evocaron en mi memoria el día en que conocí a la que pocos años después iba a ser mi esposa.

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