Recuerdo que un
chaparrón matutino me cogió por sorpresa mientras realizaba un poco del
ejercicio físico que inculcó en mí la experiencia del ejército y que desde que
acabé el servicio y los estudios de arquitectura, solía practicar para
mantenerme en forma bien temprano. De pronto, me topé con alguien que estaba en
las mismas condiciones que yo. Se trataba de una apuesta dama vistiendo un
pantalón de deporte gris y un “top” del mismo color que dejaba al descubierto
un atractivo ombligo en el centro de una buena cintura moldeada por el
ejercicio físico. Lo que más me llamó la atención fue la escayola que le fajaba
un brazo. Su cara de muñeca con el pelo sorprendentemente corto, en la que
destacaban unos labios de ensueño para mi todavía corta experiencia en mujeres.
Rostro más atractivo a efectos del agua que la empapaba tanto como a mí. Aunque
fue mucho mejor verla salir de la ducha con el pelo de escasamente dos dedos
todo encrespado, envuelta en uno de mis albornoces del que con cierto descuido,
tal vez meditado, pude ver con el descaro que caracteriza a los adolescentes,
el contorno de sus senos debatiéndose entre ocultarse o asomarse.
Mi casa quedaba
más cerca y la compasión me llevó a brindarle una ducha caliente y ropa seca
para, con posterioridad, llevarla a su casa. A aquel principio siguió una
apreciable amistad que apartó mis pensamientos de cualquier otra mujer.
***
El chisporroteo
de las llamas me sacó de mis sueños y volví la vista a todo cuanto me rodeaba,
los recuerdos que cada cosa me traía. La alfombra sobre la que la poseí una
noche blanca en las lejanas montañas saciadas de nieve junto al mismo fuego.
Alguna de las muñecas de porcelana que tanto le gustaban y que le regalé en uno
de sus tantos cumpleaños. Viejas fotos de familia, otras más recientes...
Recapacité sobre
cuanto tiempo había pasado ya, la edad, los años; momentos felices como el día
de bodas, en que ella estaba más radiante que nunca, toda rodeada de flores
blancas, vistiendo un largo vestido blanco; el nacimiento de mi hijo o de mi
hija, acompañada de una gran sonrisa de felicidad mientras arropaba un diminuto
y frágil ser que cabía en mis manos; sentí la añoranza de su compañía. Así que
decidí darme un baño caliente que purificase mi ser.
Después de
secarme consulté la sabiduría del espejo y vi la aparición de cabellos blancos,
una cintura poco esbelta, la flacidez de mis brazos... Todo cuanto sedujo a
aquella mujer, estaba marchito por los años. Probablemente el trabajo y su
estrés contribuyeron en gran medida al deterioro, o fue quizá una
despreocupación rutinaria de un cuerpo bastante adulto entregado a la
arquitectura. En cambio, la madre de mis hijos, continuaba fresca como una flor
de primavera, para la que los años no habían pasado. Tal vez en los últimos
tiempos dejé de mostrarle el apasionamiento que la conquistó, o se agostaron
nuestros sentimientos por el hábito en que quedaban los días en pos de la
comodidad que solicitaba la entrega a mi trabajo.
Me pregunté una
y otra vez ¿porqué él?, ¿porqué él?. ¿Cómo fue capaz uno de mis colegas de
profanar mi matrimonio?. Quizá era el abandono de mi juventud lo que llevó a mi
mujer a buscarla fuera del maridaje, tal vez la necesitaba para mantenerse
joven.
A media tarde
decidí aventurarme mucho más allá de la pineda a la que seguía una cala de
aguas transparentes. Rebasé aquel acogedor lugar que solía frecuentar con mis
hijos cada verano, hasta alcanzar a ver el mar abierto y otra playa aislada
poco más lejos, en la que el progreso aún no había extendido sus raíces.
El mar golpeaba
las rocas con una violencia de la misma intensidad que mi sufrimiento. Una
brisa fuerte traía en suspensión el alimento de mis lágrimas en unas gotas
frías y saladas que se confundirían con mi llanto. La roca estaba húmeda, pero
no me importó. Una mano se fue a posar
sobre mi hombro, con la delicadeza de un pájaro. Alzando los ojos por los que
corría fuego, un rostro angelical, del que se desprendió un signo de
consolación en una mirada absorbente contemplándome con fijeza, me concedió un
descanso mediante su leve sonrisa.
- Sigues
pensando en todo ello, ¿no?.
- Sí, no me lo
puedo quitar de la cabeza, la quería.
- Tranquilo, ya
verás como todo se soluciona.
Quien iba a
pensar que un simple beso me condujese hacia una nueva efervescencia lejos de
los momentos de placer que solía compartir con mi mujer. Tal vez la venganza,
los celos o probar la infidelidad, me empujaron hacia aquella circunstancia que
hoy atormenta mi espíritu.
Un gesto de
consuelo expresado con los labios de un ángel del amor, se infectó de saliva
ajena y, desembocando en el frenesí de dos voluntades extraviadas, nos envolvió
en juegos de manos, seguidos del desnudo de nuestros cuerpos que culminaron en
un aferramiento total entre sudor y respiraciones aceleradas. Todo ello, en un
medio arenoso, salpicado de las gotas de un mar embravecido a ultimas horas de
le tarde.
***
Mientras los labios cedían al
afecto de la belleza que postraba ante ellos, mis manos examinaron maravilladas
la firme redondez de los pechos que se ocultaban tras la blusa abotonada, que
no opuso resistencia a las manos que la desabrocharon con paciencia para no
sobresaltar su disposición a cuanto pudiese suceder. De pronto, sentí otra mano
que bajaba recorriendo mi pecho hasta llegar a detenerse un palmo más abajo del
ombligo. Intentaba atravesar la clausura que tal vez ocultaría alguna cosa en
estado latente, pero que comenzaba a despertar y que, de modo predeterminado,
cautivó su atención. Tras un sonido deslizante, aquella mano, reptando como una
serpiente a la entrada de un cubil en el que precisamente no se alojaba ningún
conejo, consiguió acceder hacia cuanto buscaba. Sin darle demasiada importancia
yo proseguí en mi labor, desabrochando la prenda que encubría las portentosas
divinidades de aquella princesa.
Mientras, mi lengua, actuando por
cuenta propia, tras examinar la oreja izquierda, empezó a deslizarse hacia su
hombro degustando aquella piel dorada por el sol. Siguió bajando por el brazo
hasta que el tatuaje de un ave rapaz hizo que me detuviese. Mis ojos
quedaron maravillados para quedar
entregados a admirar su encanto.
Unos pellizcos en la nalga me
animaron a continuar. Los dedos comenzaron a recorrer cada vértebra, hasta que
llegaron a una graciosa curva que resaltaba para dirigirse hacia atrás;
montículo que aparecía dividido en dos partes simétricas y consistentes que
rápidamente solicitaron la presencia de la otra mano, muy afanosa desnudando
todo aquello que encontraba a su paso para examinarlo con detención.
Las dos manos, palpando con
firmeza las nalgas que las colmaban, suaves como la piel de un bebé, sopesaron
su valía y comprobaban su nervio con unos dulces pellizcos. Entretanto mordía
distraídamente una oreja, haciendo uso de mi viscosidad bucal, descendí poco a
poco lamiscando por el cuello. La lengua, deslizándose con habilidad, consiguió
llegar a un valle entre los pechos, de los que antes ya se habían percatado las
manos y, junto con la ayuda de los dientes, quiso examinar los prominentes
pezones, que siempre les había resultado difícil ocultar a las ropas de las que
hacía uso esta diosa.
Acorralando el pezón entre los
dientes, la deshuesada lo acarició con mucho tacto, estudiando su naturaleza.
Poco después seguí recorriendo aquella superficie con los labios mediante
pequeños besos, percibiendo cada costilla, cada curva..., hasta llegar a un
exquisito ombligo, por el que la lengua buscó acceder a las entrañas de aquella
virgen. Mi espalda brotaba en fuego frente a unas manos que la arañaban con
gana, y para escapar de sus uñas, decidí ir a buscar los pies que soportaban
tanta belleza.
Como un recién nacido, con todo
el dedo pulgar dentro de la boca, chupaba buscando extraer la savia que me
diese fuerzas para continuar. Cansado de no conseguir nada más que
sobreexcitarla, fui ascendiendo por su pierna derecha haciendo cosquillas con
la nariz, hasta detenerme sobre la rodilla. Alcé ligeramente la vista para
observar el camino que quedaba por recorrer y mis ojos, quedaron boquiabiertos.
Una agradable y poco esperada protuberancia, aquel fresco y tierno abultamiento
simétrico a cada lado de la húmeda hendidura (como los labios de una infanta,
en los que el vello no tenía morada) estaba esperando mi llegada, mientras
ella, tal vez vencida por la experiencia se dejó poseer.
Explorando la entrepierna desde
la distancia, y ayudándome a subir con la legua por la cara interna del muslo,
llegué a besarme con aquellos labios carnosos, en los que se entremezclaron
nuestros fluidos haciendo uso del viscoso músculo. Con mi boca examinaba su
naturaleza mediante un lengüeteo, que iba abriéndole paso a mi virilidad. Al
acceder a sus entrañas, una deleitosa sensación de calor en un medio húmedo,
cautivó mis emociones y me envolvió en una red de ofuscación frente a cuanto me
estaba sucediendo. Unas manos alborotadas acariciaban con desespero mi espalda,
mostrando de tanto en tanto sus uñas o aferrándose a las nalgas con fiereza
ayudando su movimiento de vaivén, ritmo guiado por una extraña y jubilosa
corriente que me recorría de arriba abajo.
De repente, aquella fiera me
derribó, y poniéndose sobre mí, continuaba alternando el movimiento de balanceo
arriba y abajo, cada vez con más desesperación, gimiendo más y más, al tiempo
que yo intentaba menguar la violencia de su impulso, sujetándola por la
cintura. Observándole la cara, vi como extrañamente sus ojos lagrimeaban en una
enigmática expresión de placer y dolor. Milagrosamente agotada, se dejó caer
sobre mí suspendida en una nube de locura, mientras, yo le acariciaba el
cabello y sentía reposar el peso de sus fatigas. Todo pegajoso de arena y
sudor, me recreaba con el pensamiento absorto en el momento que acababa de
concluir.
***
Al día siguiente un haz de luz
llamando a la ventana de mi habitación me despertó. Ella se había marchado al
misterioso lugar del que vino. Dejó la huella de sus pasos sobre un lienzo, en
el que pude distinguir el retrato de mi mujer, fundida en un beso eterno
conmigo, bajo la puesta de sol a la orilla del mar en la que le fui infiel.
Entre las aguas, una sirena sonriendo con la mano en señal de adiós.
Con gran admiración había
contemplado una y otra vez aquel ser en cada uno de sus movimientos, posturas,
actuaciones... Hoy perduran en mi recuerdo el color de sus ojos, en los que se
mezclaban la noche y la tierra, en una insólita amalgama de brillos cada vez
que la refulgencia solar incidía en ellos. Ojos que vistos de perfil me
asombraron con sus párpados pestañeando con gran sutileza. Ojos que vi llorar
en una situación realmente insólita. El movimiento de vaivén que adquirían sus
pechos bajo aquella blusa cuando cabalgaba. El brillo del escaso e inapreciable
vello dorado que poblaba su cuerpo, ofreciendo gran contraste con el negro de
sus cabellos a los efectos de un rayo de luna, incidiendo sobre ellos en un
brillo sobrenatural. Las diminutas pecas que engalanaban su nariz, dotada de
una tonalidad rojiza a causa del sol. La nuca descubierta frente los cabellos
que recogía la peineta de madera...
Comprendí que mis hijos y mi
mujer me necesitaban. Eran para mí lo más importante del mundo. Merecía el
perdón y un renovado ramo de sentimientos como el que recibió cuando nos
casamos. No tardé más de una hora en volver junto a ella, mi mujer.
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