sábado, 22 de septiembre de 2012

Muerte bajo la Luna (Segunda parte)


Tres días habían transcurrido ya desde que dejamos atrás la corrupción de una ciudad bañada en la miseria, de la que a causa de las deudas de mi padre en las apuestas ilegales, su repetitiva y precaria suerte, y unos pendencieros, a los que les debía lo suyo, empeñados en cobrarle sus déficits a cualquier precio, hizo que nos viésemos obligados a partir hacia un lugar remoto y desconocido, alejado de la savia que nos nutría en la ciudad donde habíamos hecho nuestras raíces. Días vagando sin un rumbo ni destino establecidos, huyendo de todas nuestras vivencias y recuerdos anteriores, nos llevaron a un apacible villorrio pesquero a los pies de un valle frondoso; lugar olvidado en las rutas de los asesinos y en el que mi inquieta rebeldía no se quería asentar.
Atrás quedaban quienes me ofrecieron su compañía en las callejuelas del barrio chino, aquellos junto a los que me envolví en un “submundo” de pillería y latrocinio; las estrepitosas sirenas de las autoridades, afanosas en su tarea de darnos caza; las cortas estancias en calabozos, incapaces de retenernos por mucho tiempo debido a nuestra minoría de edad; y las veces que nos reuníamos todos junto a un bidón de fuego a narrar nuestras aventuras. Momentos de los que ahora recuerdo con nostalgia como el calor de la llama se contagiaba a mis pantalones; transmitían a mis muslos la intensidad de su fogata y una agradable sensación de hogar que nadie me daba; o el fuego, que acariciando mi frente con su viveza, alimentaba estos ojos ahora llorosos, tiempo atrás, sedientos de acción.
Viajé acompañada por el odio y el alcohol de un progenitor de consaguinidad dudosa, siempre desvaneciéndose tras el humo de un cigarrillo que ocultaba su rostro embriagado, cuya mirada ahumada de ojos grises como una ciénaga, me debió aterrorizar desde la infancia. De su rostro destacaba una prominente nuez que parecía amenazar con estrangularle, coronada con un mentón cuadrado y áspero, sobre el que se exhibía una boca de fetidez constante; era como si se hubiese recreado dándose un festín en la letrina. Vistiendo unas manos encallecidas, de piel curtida bajo la dureza de la construcción, que me arañaron con su roce, y que en repetidas ocasiones habían mostrado  su nervio y brutalidad en numerosas tundas a lo largo de mi existencia, convivía con una botella de cazalla, a la que amaba más que a su cónyuge; mujer amable y cariñosa con todos los hombres que constantemente visitaban nuestra morada, pues nunca le permitían descanso alguno en su “sufrida ocupación”. Mostrando con descaro toda la holgura de sus caderas, para desviar cualquier atención sobre su prominente nariz -más bien propia de las aves de cetrería-, y perfumada con una loción capaz de ahuyentar todos los mosquitos de un estanque, era una hembra a la que le gustaba pasearse por las calles en los largos días de aburrimiento, por las que circulaba curiosamente atuendada con unas prendas que no se pondría ni el mendigo más harapiento.

Una caserna vieja, ya visiblemente deteriorada por el paso de los años, se convertiría en el nuevo cobijo de nuestras almas errantes. El olor a moho y humedad y la falta de ventilación tras el desahucio de los anteriores inquilinos, se precipitaron ante mis narices en una corriente de muerte, producto de un cuesco estancado con toda su ira fermentada por la soledad, y cuya oposición a abandonar su morada nos llegó a resultar tarea fatigosa.
La adaptación al recientemente estrenado entorno resultó un poco delicada, pues las gentes del municipio, “lugareños de mente obtusa”, se mostraban reservadas y nos solían mirar con recelo a causa de nuestra reciente llegada en aquel pueblo que no visitaban ni los turistas más perdidos.
Calles adoquinadas; pequeños parques en los que reposar la vejez; paredes encaladas de entre las que destacaban sus balcones de madera oscura y farolas de fundición dispersadas a lo largo de sus paseos, contrastaban con una vegetación salvaje, que lindando con el villorrio por un extremo, llegaba a remojar sus pies en el otro; mar acompañado por un viejo faro que, emergiendo de entre las excretas de los pájaros que saturaban el islote de su sustento, se alzaba mostrando su gloria marchita por la corrosión de la sal marina. Campos cultivados por ancianos curtidos bajo el sol, discrepaban con pequeñas embarcaciones sesteando a la orilla del mar; imágenes que no tardaron en absorber mi atención ante tanta  belleza natural, belleza para mí desconocida.
Un nuevo mundo virgen se exhibía seguro de su atractivo ante los ojos de aquella chiquilla rebelde y de capital que desconocía totalmente el esplendor de la naturaleza, magnanimidad que le encarrilaría hacia su propia extinción.

La quiebra económica en que nos hallábamos, hizo que mi madre se afanase en su tarea con cierta diligencia, aunque en un principio le resultó muy embarazoso, pues la nueva clientela no resultaba demasiado atrayente para su llamativa actividad.
Al poco tiempo, una vez ya asentados en la zona, no tardó en hacer aparición un párroco sediento de feligreses que llenasen su parroquia, y que puso todo su empeño en hacernos aparecer en los actos de la pequeña iglesia que presidía; también removió el firmamento para intentar encauzar mi conducta por el buen camino y me incluyó en la institución docente que había en el pueblo vecino.
Fueron los estudios aquello en que yo más comencé a destacar, pues era mi hambre interior la que trataba de cebar su conciencia en las letras, tras nunca hallar verdad y amor en el menú, ya que el odio y la dureza a la que vivía acostumbrada desde temprana edad, fueron mi primer plato después de la leche de vaca. Unicamente recibí consuelo en los libros durante el tiempo que permanecía fuera de casa, extirpada de la calle por aquel párroco, de aspecto llamativo, que se ocupó de mi correcta enseñanza y de proporcionarme las atenciones que requería.
Vestido constantemente con unas ropas del color empleado en los ataúdes, y que me causaron cierto respeto desde que le vi; con un  pantalón que apenas daba cabida a su voluminoso abdomen; luciendo una brillantez pulida en la que cuatro pelos pioneros se resistían a erosionar de su cabeza; y con una cara salida de un tebeo, de la que destacaba una nariz con aspecto de tubérculo, era capaz de sembrar la risa en cualquier situación. Siempre risueño y haciendo chistes de todas mis penas, también trató de implantarme cierta disciplina, a la que tanto me amotinaba. Fue él quien me ayudó a poner un poco de orden en mi vida, aceptar con humor todo cuanto me había tocado vivir y aprender a cohabitar los padres que me fueron asignados por el supremo.
Me entusiasmaba conocer gente nueva, que tanto difería de los colegas de corredurías dedicados al latrocinio junto a los que anduve en mis tempranas relaciones con la sociedad. Ello dio como resultado un carácter enormemente extrovertido, tan apetitoso para los rapazuelos que me perseguían -quizá pensando que fuese presa accesible y de acción capaz de acompañarles a las pradurías a catar no precisamente hierba-, aunque nunca resulté ser un gazapo al alcance de cualquier ave de rapiña, probablemente a causa del ambiente familiar que me rodeaba.
Fuiste tú quien cautivaste por primera vez un alma indomable, alma que solamente tu supiste amansar, aunque sé que nada fácil te resultó.

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