domingo, 28 de octubre de 2012

EL PICO DE LAS ÁGUILAS (primera parte)


Unas gotas de savia, procedentes de las dolorosas profundidades de la montaña, salpicaron mi rostro impotente frente su gran desolación, muerte de tanta belleza y esplendor. ¡Todo por cuanto!. ¡¿Para qué?!. Roca, negro, silencio, y aquel temible olor; todo estaba perdido, no pudimos impedirlo. Pasarán cientos de años hasta que todo vuelva a quedar como antes, pero jamás será igual, y nuestros ojos nunca podrán verlo. ¡No os dais cuenta!.
Unicamente el pico, esta vez vacío; cuatro islotes verdes emergiendo de un mar muerto; el río que tantas veces descendimos o el salto de agua en que nos bañábamos, permanecen aparentemente igual que antes, pero la vida mengua en sus entrañas; agua dulce, ahora salada, cuyas lágrimas alcanzan a contagiar su desolación humedeciendo mi rostro bajo el arroyo del sufrimiento.
Y allá a lo lejos, alzándose entre los muertos, el progreso. Destiladores de humo, una enfermedad extendiendo sus manos sobre la faz de la tierra. Tierra enferma con unas heridas mal cicatrizadas. Crústulas recubiertas de apósitos de asfalto que dificultan su recuperación y, sobre esas costras, la mayor plaga de parásitos que atormentan el planeta recorriendo sus heridas, para que nunca lleguen a cicatrizar, para extenderlas cada vez más y más hasta hacerse con ella por el recorrido más corto. Coches y asfalto.
Cada vez son menos los animales que pastan en los prados, son menos los osos que habitan en este entorno y menos los campos cultivados. Este es un mundo que va agonizando lentamente, día a día. Es como si la propia naturaleza se estuviese defendiendo de la plaga que le acecha, antes de que esta acabe con ella, y para esto, utiliza la sequía donde más agua se necesita; o las inundaciones en las zonas del planeta en que abunda el preciado líquido.
Aquí, en los dos últimos años, el índice de precipitaciones ha disminuido notablemente y, junto con el aumento de las temperaturas, a causa del efecto invernadero, se hacía peligrosa la acción de cualquier pequeño fuego de acampada o una simple quema de rastrojos. Eramos cuatro guardas forestales dispuestos en diferentes torres de vigilancia y no teníamos demasiados medios físicos para afrontar cualquier situación de emergencia.
El año anterior, tuvimos sólo tres pequeños incendios que pudieron ser diezmados sin haber causado grandes pérdidas materiales, pero éste año la sequía ha sido mucho mayor. Decían las gentes del lugar que no se ha conocido una sequía así desde hace casi cincuenta años.
En la aldea, apenas quedaban cuatro familias viejas, sin los hijos que una vez se marcharon a la ciudad en busca de mejor nivel de vida o comodidades. Pero seguro que allí, no podrán disfrutar de los maravillosos amaneceres o puestas de sol que cubren el cielo de una magia envolvente, entre la paz de estos montes. De todos modos, ahora es algo ya del pasado.
- La gente joven se marcha hacia las ciudades para buscar mejor futuro –decía mi abuela-. Ya nadie quiere trabajar el campo. No sé de qué van a vivir.
La ciudad nos enmarañaba en sus entrañas cada vez más, y la muerte de mi abuelo, se llevó consigo nuestro paso por la aldea, en la que ya nadie nos vinculaba, al llevarnos a mi abuela al medio en que pudiese recibir cuantos cuidados requieren el paso de los años. Aunque la fuerza con que me atraía aquel lugar, con el tiempo me obligó a volver, entonces, como guarda forestal.
Esta era una región húmeda, en la que pocas veces había faltado el agua, pero los pastos amarilleaban cada vez más, las fuentes iban  manando gota a gota y las moscas eran tan molestas como el plomo de un perdigón en el trasero. Florecían también las plagas de mosquitos, portadores de fatídicas enfermedades para los animales, aquello ahogó el agua con pesticidas. Y ahora...
--   Daniel Balaguer  https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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