sábado, 20 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (sexta parte)



Las estrellas, aburridas tras toda una noche en vela, inician lentamente su regreso hacia los confines del universo. El alboroto  de los pájaros desplaza el silencio del crepúsculo, que regresa a su sepulcro, mientras una luz frágil comienza a hacer su aparición y cubre la espesura que queda a mis pies. El canto de un gallo en la lejanía avisa a la noche de que ya debe dejar entrada al día. Pequeñas luces extinguiéndose, como luciérnagas en movimiento en busca de nadie sabe qué, dotan al valle de una vida especial, mientras otras,  dormitando, contemplan su acción antes de que el albor del día les venza en intensidad.
El humo cálido de una caseta de campo se eleva hacia el cielo, en el que tan sólo queda la luna demacrada, retrasando su huida, expectante ante cuanto pueda suceder; y una voluminosa estrella, lucero del alba que le hace compañía. Ambas invocan la luz del día, al tiempo que unos rezagados cúmulos de bruma ascienden juguetones desde la hondura del valle, para desvanecerse antes de alcanzar la cumbre.
El mundo va adquiriendo un tono rojizo, en el que sólo se distinguen sombras inmóviles que se van definiendo a medida que amanece, según el sol sale de su escondrijo en el mar. El firmamento se expande más allá del precipicio, atalaya desde la que observábamos la grandeza de la creación, amalgama de verdes, azules, amarillos, marrones... Arbustos tratando de sobrevivir a la caída, se agarran a la roca con las manos de que les dotó la naturaleza. Los árboles sujetan la riqueza de una tierra que el agua se empeñaba en llevar consigo días atrás a un océano en que no pudiera ser dañada por el hombre. Flores amamantan numerosos insectos, ajenos al horror de aquella serpiente negra con blancas rayas dibujadas a su espalda; líneas continuas que remarcan su peligrosidad; y abriéndose paso entre la vegetación, busca llegar a la cumbre de la montaña, desde la que poder inocular su mortal veneno al sol que nos daba la vida; el mismo sol que salía encendido de un mar de calma día tras día y que el agua de lluvia tampoco lograba extinguir; lucero supremo que se sonrojó al ver nuestros cuerpos desnudos fundidos en uno solo y se afanaba por ocultarse tras las montañas, mientras unos espabilados rayos de luz nos espiaban y mantenían encendido nuestro fuego pasional; sol idéntico al que hoy se va alzando sobre el mar calmado que se avista desde aquí.

Nunca imaginé que fueses a marchar tan lejos, tal vez en busca de un paraíso perdido, si cabe imaginar, de belleza superior a la de este valle poblado de mástiles de fusta, sobre los que se afianzan las velas verdes, a las que el viento imprimía su fuerza tratando de llevar nuestras vidas a la deriva, quizá, hacia un paraje de sueños en el que la existencia resultase más fácil y bella. Ahora aquellos a quienesquiera que dejaste atrás, han quedado sumidos en la más profunda desesperación, para algunos pasajera, para mi infranqueable, que me lleva a emprender la marcha hasta tu encuentro, por la que ruego me perdonen quienes, como mis padres, no sean capaces de entender mi amargura.
Mi boca sigue conservando todavía el sabor del beso amargo de la muerte, que permanece asido a los dientes y que la lengua ansia en vano borrar su huella. El corazón apura sus últimos latidos; se contrae cada vez con menos vida; se comprime en un puño produciendo congoja ante el vacío que el amor dejó en él, estímulo que le causó dependencia, aliento para la vida.
Un aire matinal fresco y lleno de vitalidad, me da fuerzas para que nuevamente me arriesgue a observar la altura de la fosa que recibirá mi cuerpo exánime. Siento como los ojos tratan de soslayar su mirada hacia el abismo pero, vencidos por la curiosidad, bajan la vista a sus cimientos cubiertos de los ramajes que arroparán mi muerte.
El miedo, las dudas, la tristeza y la soledad que llevo a cuestas, me arrebatan las ganas de seguir viviendo y amenazan con privar mi ser del aura de la vida. Los pies tiemblan al aventurarse hacia un paso mortal. El viento golpea mi cuerpo con violencia quizá en un intento desesperado por impedir el avance hacia el vacío. Ante la suerte que le aguarda a mi naturaleza, es inconcebible como se incrementa la actividad cerebral. Parece que esta mente atemorizada quiera retrasar mi decisión. Ahora me abrigan las dudas y el miedo; me cuestiono si realmente habrá algo tras la línea de la muerte, o si existirá un dios misericorde que vela por el bien de sus hijos; tal vez los muertos se estén cebando en nuestros recuerdos en un lugar ilusorio producto de la insatisfacción del mundo en que vivimos.
Intento olvidar todo cuanto ronda por mi atemorizada cabeza, en la que aún creo poder entrever, tras el cristal de aquel vehículo, la cara del hombre que, bajo los efectos del agua de cólera que fluía por sus venas, arremetió contra la ruidosa motocicleta, con la que te brindaron el beso de la muerte.
Llenando mis pulmones del último soplo de vida, mientras con los brazos intento mantener un equilibrio precario, elevo la mirada al frente buscando en el horizonte el valor ineludible para lanzarme a tu encuentro. Una ráfaga de viento sube por los pies del precipicio y, calando en mis huesos, anuncia que tras mi decisión quedará atrás un cuerpo sin el calor de la vida, a la que nunca podré regresar. Un incendio se avista sobre el mar del que sale un sol radiante, que esta vez amenaza con guiarme al infierno.

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