viernes, 7 de diciembre de 2012

LAS ENTRAÑAS DEL INFIERNO (segunda parte)


-III-

La semana se eternizaba a la espera de su ocaso. Trabajar junto a unos viejos iracundos, que no tenían más vida que producir en una empresa que les explotaba y en la que nunca eran valorados, hacía que no me sintiese integrado en ella. También existían unos despiadados turnos rotatorios que permitían a la empresa una producción de veinticuatro horas al día. (Cuando me tocaba el turno de noche era lo más insoportable que había vivido hasta el momento). Nunca llegas a acostumbrarte.
En aquel entorno, los compañeros también se mostraban bastante cerrados ante cualquier jovenzuelo innovador y falto de experiencia. Aversión, telas, más telas y la aerografía, hacían un medio poco deseable, pero daba dinero, lo que entonces yo más quería. Por suerte, siempre hubo algún compañero junto al que pasar buenos momentos por su particular versión de la existencia humana en aquel lugar nada  codiciable.

Fue allí donde me aleccionaron sobre las metas de todo ser humano. Tras celebrar la mayoría de edad, el primer requisito para ser un verdadero hombre, era obtener el carnet de conducir y un coche; más libertad e independencia. ¿O no?. Quién sabe si es la sociedad la que nos crea unas necesidades materiales que, para conseguirlas, nos lleven a trabajar más y más, para así, tenernos ciegamente ocupados, contribuyendo a mantener a unos políticos diestros en el arte de la sugestión, sin que nos sublevemos ante su autoridad y un conjunto de leyes que, la mayor parte de las veces, sólo benefician a la clase dominante.
En fin, no me resultó difícil sacarme el carnet de conducir;  tenían bien implantado su pensamiento en mi testa. Vehículo, de momento utilizaría el de mi madre, que únicamente lo destinaba para ir a trabajar. Yo, por el contrario, lo necesitaría el fin de semana para pasarlo en grande junto a mis amigos, que aquel día se triplicaron; tampoco tardarían en emerger las chicas. Pero yo quería mi propio coche, así que no tarde en ponerme a trabajar haciendo más horas que un reloj, incluso sacrificar algún sábado ahorrando cada numisma. Casualmente, como vieron que era muy trabajador, me hicieron un contrato -que no habría querido ni un inmigrante de tórridas y lejanas tierras-, pero en fin, ya estaba asegurado y empecé a contribuir para engrosar las arcas de la nación.

Como mis padres ya no se preocupaban por mí –pues tenían bastantes problemas con su divorcio-, llegado el día, me gaste de golpe una buena cantidad de dinero que tenía ahorrada. No quise atarme a los intereses bancarios, así que lo pagué al contado; era un coche nuevo y sólo mío, no estaba dispuesto a compartirlo con ningún banco. Con semejante vehículo, de un color muy llamativo y una línea deportiva, además de un potente motor, que era toda una bomba de relojería, de la que extrañamente nadie quería separarse, empecé a vagar en busca de nadie sabe qué y gastando en un fin de semana casi más dinero del que pudiera ganar en una jornada laboral completa. Iba presumiendo delante de cualquier doncella que pasase a menos de cinco metros de mí, hasta llegar a convertirme en un auténtico remanso de jilipollez, junto al que todos querían estar. Haber alcanzado una meta social me daba seguridad a mí mismo y empecé a gozar de las compañías que cualquier chico podría querer.

-IV-

Ropas ajustadas, faldas cortas, escotes, sonrisas, miradas,... Me resultó algo trabajoso establecer confianza con ellas, pero pude contar con la ayuda de alguno de los amigos que me forzaban a sacar unas cualidades desconocidas y ficticias para mi consolidado carácter, incluso llegué a parecer simpático. Un día me presentaron una nueva amiga, un poco más menguada que yo en edad y altura, pero era un ser paradisíaco. Vestía una falda confeccionada con escasas telas –algo muy extendido en aquel ambiente de vicio atrayente- y una prenda blanca muy ajustada contorneando la parte superior. Su frágil y delicado aspecto con aquella piel blanquecina, que contrastaba con sus ojos trigueños; su tez sonrojada en las tiernas mejillas, que le favorecía en gran medida; el pelo liso como la calma, del color de la tierra; las manos ejercitadas en el tacto refinado... Todo resultaba una irresistible trampa.
Para restarle perfección a tal cúmulo de belleza, la acompañaba su pretendiente; un tipo desagradable con un colgante en la oreja, la cabeza rapada, a juego con el cuero de sus botas y unos ojos cavernosos rodeados de un halo de oscuridad que, sumados a sus huesudos pómulos, le brindaban un aspecto de muerto viviente.
Ambos nos quedamos mirándonos durante un segundo, a lo que ella respondió con una tímida sonrisa. Tras percibir la complicidad de nuestras miradas, el sujeto que la custodiaba se interpuso entre nosotros. Algo se estaba fraguando en el ambiente, quizá afecto, y aquel diablo no iba a permitir que le arrebatase el alma de su nueva conquista. Con su mirada torva, se presentó por su cuenta para alertarme del peligro que podía correr si pretendía cosa alguna. Tomándola del brazo como a un objeto de su propiedad, la alejó de mi punto de mira, para arrastrarla hacia los confines de sus dominios.
La volví a ver en repetidas ocasiones esperando que fuese ella quien acudiese a saludarme, quizá ella aguardaba lo mismo de mí, y finalmente nunca llegábamos a saludarnos. Yo seguía observándola cada fin de semana visitando alguno de aquellos lugares asociados a la diversión nocturna, por los que solíamos acudir. Contemplaba su actitud holgada con la gente, cuando se acompañaba de alguna amiga, o su aspecto tímido, cuando la escoltaba quien se creía su titular. Me repelía verla inmersa en una inmovilidad austera cada vez que aquel ser repulsivo,  pululando a su alrededor como un mosquito a la luz de una farola, forzaba unas muestras de afecto, lejos de la intimidad que tal vez ella requería.
Una tarde que precedía a la noche en que nuevamente volvimos a establecer contacto, les vi discutir abiertamente, luego supe que habían roto su estima, si es que cabe imaginar que la hubiese. Un rayo de luz se abrió ante mi alma sedienta de afecto, fulgor que por fortuna no alcanzó a cegarme perdidamente, pues una semana después volvían a estar juntos. Pero, tras aquel incidente, volvimos a saludarnos, aunque sin llegar a permanecer un minuto juntos.
Tener vehículo propio ciertamente otorgaba más libertad, en cuanto a desplazamientos se refiere. Algunos privilegiados poseedores de coche, acogíamos sin vacilar a nuestros amigos y amigas (inmersos en la necesidad de vagar por cuenta propia haciendo uso del zapato), para así, congregados en manadas de cinco ocupantes, acudir a las fiestas más pintorescas fuera de las murallas de nuestra ciudad, en la que todo se nos hacía pequeño.
Empecé a ser habitual de los nuevos lugares conocidos, ambientes probablemente poco aconsejables para personas como yo, introvertido por naturaleza. Con seguridad, me atrevo a augurar que por ello busqué en otra persona todo cuanto consideraba que era uno de mis defectos. Por otro lado, el miedo a permanecer solo, sin nada que hacer cuando no estaban mis amigos -con los que nunca llegué a integrarme plenamente-, me condujo hacia mi perdición, no aceptarme a mi mismo. A pesar de todo, me adapté bastante bien a aquel medio, incluso sentí cierta dependencia de él y de mis amigos.

--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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