domingo, 20 de enero de 2013

EL BORRACHO (segunda parte)


-“Padre, -dijo la muchacha- ¿Se puede perdonar todo en esta vida?”
-“Naturalmente, hija mía, le dije –afirmaba el borracho-, y cuanto más grande es el pecado, mayor es el perdón. La misericordia de Dios es infinita.
La muchacha tarda unos segundos en meditar sus palabras pero finalmente dice que está enamorada de él y que siente un gran deseo. Éste sin mostrar gran sorpresa le dice:
-“Muchacha, por hoy te salvas porque tengo un entierro, pero mañana...”
Las voces pronto se propagan por el pueblo y un obispo lo llama a su presencia puesto que su actitud merece que le revoquen las órdenes sacramentales.
Atónito, el cura le pregunta si todo ello se debe a sus palabras con la muchacha y el prelado le dice que “antes que de los muertos, hay que ocuparse de los vivos”.

Aquellas narraciones podían ser de provecho para mi iniciación en el mundo literario, así que no me molestó en absoluto seguir escuchando unos minutos más. Y quizá, viendo su imagen ensalzada por el hecho de estar siendo escuchado, el borracho quiso proseguir con otra historia, mientras su compañero miraba hacia los lados y le miraba a él sorprendido por su actuación y por  cómo era capaz de enrollarse con dos transeúntes.
“Cuando yo era joven, saben, salía con una muchacha muy hermosa; bueno, quizá no tanto como esta mujer –dijo refiriéndose a mi madre-. No será usted su marido, ¿Verdad?. Porque lo cierto es que usted es bastante feo y no me cabe en la cabeza que esta mujer pueda tener tan mal gusto.”
No sólo estábamos dejando que nos insultase ante nuestras narices, sino que lo llevábamos todo como si formase parte de una misma historia y no nos sentíamos ofendidos. Posiblemente nos daba a pensar que quizá su estado no le hacía medir sus palabras, pero quien sabe si a su vez él trataba de sondear hasta dónde podía llegar con su audacia. Lejos de estas cavilaciones que vienen ahora a mi mente, él continuaba este relato.
“Pues bien; una noche estábamos en el portal de la casa donde vivía la chica y allí mismo, dimos libertad a los instintos de la carne. Si sería casualidad o no, qué sé yo, pero en aquel momento pasó por allí el sacerdote del pueblo, y eso que era bastante tarde para dar un paseo por la calle; por no haber, no había ni gatos. Total que nos saludó como quien no quiere molestar y pasó de largo. El tiempo transcurrió y parecía que nadie iba a mencionar el suceso hasta que un buen día, el padre de la muchacha se encuentra en un bar con el supuesto pretendiente, que era yo –dijo el borracho-, y le pregunta si tenía pensado casarse. Así que le dije que sí, cuando encontrase una mujer que me gustase. El padre de la chica sacó a la luz el incidente del portal, ¡como si aquello tuviese algo que ver con que hubiera una boda!”, -concluyó aquel personaje, del que puedo decir que era realmente inusual-.

No sé bien cuanto tiempo pudo haber transcurrido desde que todo aquello se iniciase, pero finalmente ambos acordamos proseguir con nuestros respectivos caminos. Allí se quedó él, sentado ante sus dominios mientras nosotros desaparecíamos detrás de las acacias, los ficus y palomas que distraían la civilización.

El sol empezaba a desdibujar los edificios y los coches iban desapareciendo de las calles ante la ardiente inclemencia del sol, así que finalizada toda compra o paseo matinal, nos refugiamos en una terraza cubierta por un toldo espeso, en la que los camareros se paseaban sobre patines para servir las mesas. Por la tarde, teníamos pensada una visita a la residencia de la que salió mi madre, con el fin de tomar algunas fotos que despertasen sus recuerdos, puesto que estaba escribiendo su propia biografía.

Atenuada la violencia del sol estival y agotado ya el último sorbo de café, saldamos las deudas para continuar el camino. Una última mirada nos despidió del puerto, al que perdimos de vista entre las callejuelas del casco antiguo de la urbe. Los pasajes rezumaban de turistas haciendo compras por la zona más comercial de la isla. En aquel punto convergían lenguas, cabellos y pieles de toda clase y de cualquier parte del mundo.

Posteriormente, nos encontramos con la directora de la residencia y orfanato de la que salió mi madre hace ya años, todo se haya de decir, de forma un tanto irregular. Había sido donada en adopción en contra de la voluntad de su madre por la influencia de una sobrina de la madrastra que trabajaba por aquellas tierras. No podía tener hijos y quería alguien que la cuidase cuando fuese una anciana.
La superiora no dudó en hacer alardes de su cargo mientras nos acompañaba por el pasillo camino de su despacho, alardeando también de la obra de caridad que hacían con los pobres niños huérfanos y la buena fama del centro.
Resultó curioso presenciar el cambio de actitud de la superiora cuando mi madre empezó a preguntar por su pasado y las irregularidades de su adopción. No tardó en despedirnos, sin demostrarnos tanta educación como había mostrado el borracho.

--   Daniel Balaguer  http://www.danielbalaguer.es  https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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