sábado, 5 de enero de 2013

LA CUEVA BLANCA (segunda parte)



 “Si quieres ser alguien, debes empezar desde abajo e ir subiendo peldaños poco a poco; la vida es dura y muchos intentaran evitar que subas, pero una vez arriba, todos hablaran de ti, pues sólo de los grandes se habla”, le dijo una vez su padre y aquellas, como muchas de sus otras palabras, quedaron bien grabadas en su mente; las escuchaba todos los días.
Eso si que le gustaría: ser famoso; ser alguien respetable del que todos hablasen. Ya probó la fama cuando quiso alcanzar el récord de permanencia dentro de La Cueva Blanca; no lo consiguió, pero se habló mucho del tema y el estaba muy satisfecho de sí mismo. Aquella cueva tenía más de doce kilómetros y muchas galerías, incluso un manantial de agua que le daba un brillo especial a la roca cuando se la iluminaba. Parecía que las paredes y el techo estuviesen cubiertas de plata, de ahí su nombre.
¿Por qué no?. Podría volver allí dentro. Quizá el próximo fin de semana. El material de espeleología abultaba mucho y si su madre lo hubiese encontrado... Su padre siempre fue un hombre de recursos; si ella hubiese sabido tratarle, todo habría sido muy diferente. Aún conserva ese piso franco del que nadie sabe nada. Era muy discreto. Ni la policía pudo sacarle una palabra al respecto. Allí guardaba muchas cosas, fruto de algunos golpes. Sólo su hijo sabía de aquello y era el único que pudo acompañarle unas cuantas veces. Cuando lo encerraron le dio las llaves a él para que se hiciese cargo de todo. Allí había suficiente dinero y joyas como para no tener que trabajar durante una buena temporada. Por esto mataron a su padre dentro de la cárcel, pero tampoco consiguieron que les dijese nada. Se llevó muchos de sus secretos a la tumba. El chico debía llevar una vida normal; trabajar y todo eso para que no sospechasen nada, aunque pocos sabían que tuvo este hijo, al menos que aún permaneciesen con vida.

- Papá, el sábado voy a pasarme por el “piso” –así lo llamaban siempre- necesito algunas cosas porque quiero volver a la cueva. Hace mucho tiempo que no voy.
- Esta bien hijo; ¡Qué recuerdos!, ¿Verdad? ; mándale mis saludos a esa vieja Blanca.
Y así fue. El sábado se levantó pronto, como si fuese a trabajar. Cogió el coche y se fue a aquella casa secreta situada en un arrinconado pueblo. Ni su madre sabía de aquello. Hay mucha gente que se va a las ciudades; en los pueblos no hay nada para la gente joven; de vez en cuando aparece alguien para dar un vistazo a las tierras o a la casa; algunos vienen a pasar el verano. No era nada raro entre aquellas gentes.
Le costó abrir aquel viejo portón de madera. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas, pero lo que cualquiera hubiese querido llevarse, estaba bien escondido. Aquella casa vieja tenía una bodega que no contenía vino, precisamente, pero así y todo, se necesitaba conocer la entrada al zulo por uno de los viejos toneles. Se distrajo alimentando los recuerdos de su infancia. Jugueteó con una pistola mientras se miraba en un espejo encañonando su propio reflejo con el arma. Cuanto le habría gustado parecerse a uno de esos espías de las películas. Después de haber almorzado en la casa, cargó con el material que necesitaba y se fue.
Era casi el medio día cuando llegó a la cueva. Tuvo que dejar el coche a unos trescientos metros. Aquella gruta estaba cerca de la carretera, y del nacimiento de aguas que albergaba en su interior, se nutría su ciudad natal, situada ahora a sus espaldas. Se distrajo en contemplar el paraje durante unos instantes. No tenía prisa. Su madre no le esperaba para comer.
Miró la reja que protegía la entrada de la cueva; era un lugar peligroso y por eso lo vallaron en su día, pero ahora estaba rota y él sabía que llevaba mucho tiempo así. Había unas escaleras hasta la entrada principal: un enorme agujero abierto en el suelo y de acceso difícil, pero por el que la luz del sol, cuando estaba como ahora, lo iluminaba todo a la perfección. Podía bajar con una cuerda y arnés, no obstante, al lado había un pequeño orificio por el que parecería que una persona pudiese pasar a duras penas, pero él cabía; era de constitución delgada.
Sirviéndose de una cuerda, bajó por la entrada principal todos los materiales que trajo. La luz del sol iluminaba aquel agujero hasta el punto de poder leer en él. No parecía una cueva, sino un pozo de boca muy ancha. Una vez hecho esto, se encaramó por ese pequeño orificio en forma de caracola hasta salir a la base de la cueva y desde allí, disponerse a entrar a la gruta. Examinó la pequeña puerta oxidada que vedaba el paso a las entrañas de la tierra. También fue forzada. Estaba poniéndose los atuendos cuando oyó unas voces procedentes de arriba. Había alguien cruzando la verja y al parecer, se trataba de unos niños.
No le gustó nada aquella inesperada visita. En unos instantes tenía a dos jovenzuelos delante de él mirando todo su material con asombro. No tendrían más de doce o trece años. La cara de uno le era familiar. Vivía cerca de su casa. El rostro del otro muchacho llamó su atención. Tenía la piel clara y salpicada de pecas; los ojos azules y el pelo negro. A él le gustaba mucho ese contraste. Se fijó en unas débiles manchas blanquecinas de la piel que tenía cerca de la comisura de la boca y también en la frente o en la mejilla. Aquellas manchas igualmente aparecían en las manos. No era nada contagioso; era genético o algo así; ya las había visto antes en otras personas.
- ¿Qué hacéis tan lejos de la ciudad?. ¿Saben vuestros padres que habéis venido por aquí?.
La respuesta de uno de los chicos mostraba duda; seguramente estaría mintiendo. Habían venido con las bicicletas y no era el primer día que visitaban la cueva. Esta vez querían llegar un poco más adentro.
- Sois muy valientes, pero estáis corriendo un serio peligro.
- Ya lo sabemos. Aquí murió un hombre, ¿Verdad?.
- Chico, no creas todo lo que oigas. No debéis venir a estos sitios y menos vosotros dos solos; además, siempre debéis decirles a vuestros padres dónde vais por si pasa algo. Esas historias se las inventa la gente para dar miedo a chavales como vosotros; es una forma de alejaros del peligro, pero por lo que veo, os gustan las aventuras, ¡eh!. Yo a vuestra edad también lo hacía, pero a mí me acompañaba mi padre.
- No, si el padre de este ya ha estado aquí dentro también.
“Seguro que sus padres no deben saber nada, de lo contrario no les habrían dejado venir”, pensó. Esas palabras del muchacho; la inocencia que aún se desprendía en su mirada; esa mueca de alegría constante. ¡Qué saben ellos de la vida, ignorantes!.
Los jovenzuelos se le adelantaron cruzando esa vieja y minúscula puerta con la que se accedía ya al interior de la cueva más grande que había en los alrededores. Cogió los bártulos y se adentró él también. Cruzada la puerta, había un escalón de poco más de un metro y se accedía a una sala enorme. Ese viejo olor a humedad, el silencio amortiguado por las paredes de roca, esa oscuridad mate... “Cuanto tiempo hace que no visito ninguna cueva. Casi ni me acordaba de esta vieja afición”. Los pequeños encendieron unas linternas que habían traído, así que él prefirió abstenerse de sacar su material. En una de las paredes había una grieta que iba más hacia abajo. Los muchachos se encaramaron por aquella hendidura sin vacilar, con un atrevimiento sorprendente. Era una especie de pasillo muy estrecho; lo justo para pasar. Las paredes eran de una roca lisa; parecían pulidas por la mano del hombre. El techo era muy alto y cada vez más estrecho. Por efecto de la débil luz de las linternas, pronto se vieron los reflejos del agua que rezumaba por las paredes. En el suelo empezaba a haber barro. El lugar era cada vez más aceitoso: el fango, esos brillos sobre la roca... Era un lugar horrible. Todos se detuvieron ante una nueva bajada de losa altamente resbaladiza, por la que poco después, los pequeños se deslizaron con inexperiencia. Él se fijó en esos pasos vacilantes de los dos jovenzuelos; la torpeza con que caminaban por aquella superficie tan hostil y traicionera. Mostraban una debilidad patética. A su edad, él ya caminaba por aquellos lugares con total seguridad. Conocía la textura de cada roca; puntos sobre los que asirse o como pisar para no resbalarse.
Llegaron a otra cámara. Hasta aquí todo había transcurrido sin mucha dificultad y la cueva parecía que llegaba ya a su fin, pero no era así. Ahora venía la parte difícil. Era en este punto donde los muchachos se quedaron el día anterior. De ahí no habían pasado. Sacaron una cuerda de una de sus dos mochilas para disponerse a bajar al pozo. En un rincón había otro pequeño orificio que seguía descendiendo. Aquí era necesario ir a gatas y con cuidado para no darse en la cabeza con algunas puntas de roca que parecían colmillos, incluso brillantes por la saliva. Había que ser muy atrevido para deslizarse por aquel agujero inmundo. A unos tres metros, el techo era un poco más alto, pero no lo suficiente como para ponerse de pie. Ahí estaba la boca del pozo.
- Yo de vosotros ni lo intentaría. Es extremadamente peligroso. A partir de ahí no podréis bajar sin ayuda y si os pasa algo yo no me hago responsable. Hay una garganta muy estrecha y resbaladiza y hasta a mí me cuesta pasar, pero lo complicado no es bajar, sino subir. Es casi imposible si no lo conocéis, y más con el material que lleváis. ¡Venga, ya está bien!. ¡Volved atrás!. Esto no es un juego.
- Sabemos que ahí abajo está el lago y queremos verlo. Dicen que es un lugar muy guay.
Estaba perplejo al ver el valor que reunían; el atrevimiento que mostraban ante un desconocido; la familiaridad del trato. No era normal. ¡Cómo han cambiado los niños de hoy!. Ya no se les educa. “No hables con desconocidos”, decía siempre mi padre.
En nada, desaparecieron delante de sus narices. Tendría que espabilar; los muchachos le llevaban la delantera, pero él sabía que unos metros más adelante ya no pasaban. Aquí ya era necesario el material que llevaba él.
Se detuvieron todos ante el pozo. Hacia la izquierda parecía que la cueva continuaba; pero ellos querían ir al lago.
- ¡Apagad las linternas un momento!.
Los dos jovenzuelos le hicieron caso; quizá era lo único en lo que le habían obedecido desde que se los encontró.
- ¡Mirad!. ¿Qué veis a vuestro alrededor?.
Absolutamente nada; todo estaba más oscuro que el infinito. Las voces se amortiguaban entre la roca.
Volvieron a encender sus linternas, que por cierto, titilaban; ya se sabe, la humedad... Pero él les gritó, hasta tal punto, que se asustaron bastante, aunque cuando encendió su carburero, volvieron a respirar aliviados. Ahora si que se veía todo a la claridad; ese brillo tan especial de la roca. Todos miraban las paredes y el techo con egoísmo. Parecían estar ante un increíble tesoro que llevarse. Finalmente, miraron hacia el pozo. Delante tenían los restos de unas cuerdas.
- Mi padre decía que hay una escalera de cuerda –dijo uno de los muchachos.
- Pues ya ves lo que queda de ella. De eso hace mucho tiempo. ¿No os habéis preguntado que si nos pasa algo aquí dentro, nunca nos encontrarán?.
- Yo he traído un teléfono móvil.
- ¡Qué estupidez!. ¡Aquí no hay cobertura!. Estamos a unos cuarenta metros bajo tierra.
- ¡Ah, pues es verdad! -dijo uno de los chicos mirando el teléfono móvil que había sacado de la mochila. Miraron la hora; era tarde, pero aún tenían algo de tiempo antes de ir a comer.
- Venga, por favor; sólo es bajar y subir.
- ¡Seguro que queréis impresionar a alguna chica!, ¿Verdad? –comentó queriendo mostrar cierto compañerismo.

Allí mismo, podría hacerles las cosas que le hacía su padre para templarlo como un hombre de verdad, desnudo, en un lugar remoto y oscuro. Sin nadie que le ayudase. Ahogando los gritos de dolor entre enormes muros de roca cada vez que le embutía su miembro. Acabada la faena, sólo le quedaría deshacerse de los cadáveres. Allí dentro habría sido muy fácil enterrarlos. El agua se encargaría de deshacerlos más pronto y nunca lo habrían descubierto. Estos pensamientos empezaban a cobrar cierta fuerza. Le demostraría a su padre que él también era capaz de matar, pero no iba a cometer sus mismos errores; su vida no levantaba sospechas. ¿Porqué iba a querer matar a dos muchachos?. No había ningún motivo. Todos sabían que él no era capaz de hacer daño a nadie.

Aún resuenan las palabras de aquellos muchachos en su cabeza. Después de esto, habría que escoger ahora a una víctima más grande y así, ir subiendo los peldaños de que tanto hablaba su padre.

Sé que nadie le creía capaz, pero quizá pueda sorprenderos. Tened cuidado. Por si acaso, vigilad vuestras espaldas. Quizá un día, en vez de pensarlo, decida pasara a la acción. Cualquiera que aparezca en una de sus fotos puede ser la víctima.

--   Daniel Balaguer  http://www.danielbalaguer.es  https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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