viernes, 27 de enero de 2012

LA NARANJA Y EL ESPEJO


A ella.

Se llamaba “Blanca”, aunque en realidad su nombre empezaba por “I”, pero para sus amigos, su nombre nacía como el mar.


*dayan

Aún no había cumplido los dieciséis años cuando se sentó en la barandilla de aquel puente con los pies colgando al vacío. La idea del suicidio era algo que ya le había rondado por la cabeza en más de una ocasión, pero esta vez, todo llegaba más lejos que un simple pensamiento. Los ojos ya se le habían secado y ahora, sólo esperaba a que la dosis de valor necesaria hiciese su efecto para así, dar ese gran salto que la libraría de todos sus problemas.
Era una de esas muchachas con algunos conflictos en el ámbito familiar, como muchas otras quizá. Pero en los últimos dos años ella había cambiado mucho. Ya no era la niñita que aceptaba con mayor o menor gana todo cuanto le decían sus padres y los roces fueron haciéndose cada vez más repetitivos y violentos. Además, lo de estudiar tampoco parecía lo suyo, por suerte le faltaba poco para tener edad de trabajar, según le decía su madre; aunque ahora, dadas las circunstancias, eso poco importaba.
En este momento se sentía más atrapada que nunca entre sus muchos problemas, pero esta vez estaba especialmente sola. Hasta hace pocos días, estuvo saboreando algo más que una simple amistad, algo más que una simple compañía. Habían pasado cerca de tres meses desde aquella ocasión en la que vio por primera vez el que iba a ser el amor de su vida, pero dicen que nada dura para siempre. Ella no lo sabía; aún era muy joven.

El verano se descorchaba y a ella le habían quedado seis. Sus padres, ni lo consultaron, ni lo pensaron demasiado; así que con las notas aún calientes sobre la mano, la habían matriculado en una academia para que estudiase durante las vacaciones. Esto conllevaba que no se iba a la playa con su hermano y sus progenitores, sino que se quedaría sola en una ciudad en la que todo moría con la llegada del verano. Muchas tiendas cerraban; las discotecas, a las que nunca podía entrar (a no ser que el portero se descuidase) estaban casi vacías; no quedaba nadie en el parque y sus mejores amigas se habían marchado a la casita, al pueblo, al apartamento de la playa o a dar vueltas por Europa.
Ella estaba acostumbrada a situaciones así; sobreviviría. Por fin se quedaba sola, lejos de sus padres. A su manera, también disfrutaría unas buenas vacaciones. Su madre únicamente acudiría una vez a la semana para ver que todo marchaba según lo dispuesto y para hacerle las compras. Era como ir a la casita a dar de comer al perro. “Si no hubieses estado el resto del año tonteando...”, “Si pusieses un poco más de interés en ser una chica de provecho...”, “Si hubieses seguido el ejemplo de tu hermano...”, le replicaba su madre una y otra vez. Pero aunque ella sólo aparecería por casa unas horas a la semana, sus ojos continuarían observándola todos los días, porque siempre que partía, le daba las llaves a la vecina para que le diese un vistazo a la “niña”. Aquella urraca soltera se sentía en su elemento; se transformaba  por una temporada en una austera madrastra frustrada con una muchacha rebelde bajo su tutela; era toda una oportunidad para desquitarse de su monótona melancolía.
A pesar de todo, la muchacha se sentía algo más libre, más adulta, más responsable de su vida y esperaba aprovechar el verano, al menos, los días que le fuera posible. Sólo le faltaba torear a aquella vieja “chocha”. Pensaba que sería fácil. Y por supuesto, no iría a pasar los fines de semana en aquella arrinconada y apacible cala llena de viejos arrugados que sus padres habían elegido para el descanso.
Maletas hacia la puerta; detalles de última hora; prisas; “¿Dónde has puesto aquello?”, “¿Dónde has dejado lo otro?”... Unos besos y abrazos. “Estudia Mucho”. “Pórtate bien”. “Si quieres algo, se lo dices a la vecina”. “Llama cada dos o tres días por lo menos”. “No te pases con el teléfono”. “Si quieres coge el autobús y te bajas el viernes, pero llama antes y te recogeremos en la estación”.
Silencio, calma, vacío y una muchacha sola dentro de una casa grande. Mañana será otro día. Como de costumbre, salió aquel sábado por la tarde. Poco a poco ya se había ido notado menos concurrencia en la zona de “la movida”. Muchos se iban a la casita, a la playa, pero aún quedaba gente suficiente para pasar el rato. Se encontró con alguna compañera de clase, con algún amigo. Intentó colarse dentro de algún pub; se encaminó hacia la puerta con decisión, como si ya hubiese entrado más veces, como si tuviese la edad, pero le pidieron el carné y le hicieron retroceder. Otra vez será. Y así, pasó un fin de semana más.
El primer día que acudió a la academia, todo le parecía una insidiosa prolongación más del curso. Nada interesante, ni siquiera un chico guapo. Un auténtico “coñazo”, pero al menos, los profesores eran más jóvenes y quizá más comprensivos. Seguramente habrían acabado la carrera y optaron por crear su propia escuela.
La cosa cambió el segundo día. Un nuevo alumno había aparecido y por cierto, era guapo; despertaba la curiosidad de las féminas y, además, también era gracioso. En aquella clase, sólo se oyeron las bromas que lanzaba muchacho y las risas del resto de los alumnos; situación que rápidamente le hizo quedar en el entrecejo de los profesores. Se trataba de un chico más de esos con los que no hay nada que hacer. Sus bromas duraron más bien poco, porque el cuarto día ya no volvió. Se había ido a trabajar con su padre.
Un fin de semana después, coincidió con él cuando intentaba colarse en una discoteca, pero como a este muchacho si le dejaban pasar porque ya tenía la edad, entró como su acompañante sin que le pidiesen el carné. Se enrollaron aquella misma tarde. Después cada uno se fue a su casa aunque ya habían quedado para el próximo fin de semana.
Era tal vez martes cuando recibió la visita de su padre, que como siempre, la miró con ojos voraces. Estuvo a punto de saltar sobre el cuerpo de mujer que tenía aquella chiquilla, pero pudo contenerse. Estaba de paso unos días. Una vez más, vino a casa sólo para recoger algo de ropa y pasaría otros tantos con su mujer y su otro hijo en el apartamento que habían alquilado en la costa. “Pórtate bien y estudia mucho, cariño”. “Vente este fin de semana y descansas un poco”. Fue una visita tan fugaz como su recuerdo.
Para colmo, la urraca se había empeñado en hacerle la comida todos los días. “Nada de hamburguesas, bocadillos y porquerías; necesitas comer bien porque estás creciendo y tu madre me lo ha pedido”. Era una pena que no tuviesen perro, porque fue el cubo de la basura quien acabó comiéndose aquellos guisos de bruja. Por supuesto, había que deshacerse de todo rastro, porque aquella mujer lo controlaba todo.
Palomitas, hamburguesas, bocadillos, pizza, comida china y tele no faltaron aquellos días mientras esperaba una nueva cita con el amor de su vida. Sus amigas fliparían cuando les presentase a su novio.
Por fin llegó la tarde del sábado; esta vez le pediría su número de teléfono o su dirección para mantener más contacto durante la semana. Podrían verse cuando él acabase de trabajar; ir a tomar café; intercambiar confidencias... Ilusiones que se rompieron cuando su amor no apareció. ¡No podía ser!. ¡No podía pasarle a ella!.
Estaba muy furiosa cuando decidió volver a casa, con una tarde de sábado perdida y sin nada que guardar en la memoria para contarles a sus amigas. ¿Cómo había podido ser tan tonta?. ¿Cómo se había dejado atrapar por un chico tan fácilmente?. ¡Todos los hombres son iguales!. Sólo quería pasar un buen rato con ella para fanfarronear delante de sus colegas. ¡Qué asco de vida!. Llamó a una amiga por teléfono.
Lo estaba pasando tan bien, había conocido muchos chicos y a un inglés guapísimo. El sitio era fantástico. Había mucha fiesta por las noches. Estaba tan bueno. La había besado. Irían a cenar esa misma noche.
No le dejó ni hablar así que se despidió diciendo que ella también lo estaba pasando de maravilla. Marcó otro número y no contestaba nadie hasta que una voz frágil apartó el pitido del aparato. “Soy su abuela. Está en el pueblo”. Buscó el número de otra amiga. “Todos son unos cabrones”. “Necesitas desconectar”. “Verás como todo pasa en unos días”. “Yo estoy trabajando...”. “Gano un buen dinerillo y conoces a mucha gente”. “Buscan a alguien más; podrías acercarte”.
De lo que menos ganas tenía era de ponerse a trabajar con el calor del verano y para colmo, en vacaciones. Se dio cuenta que estaba más tirada que una colilla.
El domingo se levantó a las doce y media, cuando oyó que alguien hurgaba en la cerradura. ¡Cómo no!. La vecina. “Ay, cielo, mira, estaba en casa pensando si podrías hacerme el tinte, que con tanto jaleo no he podido ir a la peluquería y esta tarde he quedado con unas amigas. No es que tenga mal el pelo, pero creo que me dará otro aire y así otro día me acerco a la peluquería con más calma para que me hagan una permanente. De paso te distraes un poco, que sé que tienes buenas manos para esto. ¡Ay! ¿sabes?. Ahora que lo pienso, en la peluquería buscan a una chica joven para enseñarla. Como sé que lo de estudiar no es lo tuyo, había pensado en ti. Tu tranquila. No te preocupes que no todo el mundo vale para estudiar; cuando yo tenía tu edad...” Bla, bla, bla...
Aquella vieja se perdió entre sus recuerdos del pasado mientras la muchacha le lavaba el pelo. De forma mecánica, le aplicó el tinte, ajena a las evocaciones de la vecina y simulando escuchar; pero ella estaba absorta en un limbo muy lejano a todo mortal.
Fue un día más entre semana, mientras paseaba bajo el atardecer mirando las rebajas de algún escaparate semivacío, cuando le pareció ver al chico que la había dejado tirada. Sí; era él. Quiso acercarse para mostrarle su enfado, pero cuando estuvo a unos pasos se dio cuenta de cuanto le gustaba. No pudo evitar esa sonrisa en la cara; ese rubor casi imperceptible. Sus labios volvieron a encontrarse. Las explicaciones vinieron después. Estuvo trabajando hasta tarde y después se fue a “tocar” al local de unos amigos. No tenía su número y no pudo llamarla.
Su imaginación se había precipitado. Ahora pudo suspirar aliviada. Ya sabía algo más de él; le gustaba la música y a ella también. No dejó pasar el encuentro sin haber intercambiado sus números de teléfono, sus direcciones, sin darse un beso muy libertino para su edad.
Se sucedieron las citas; los roces; los besos apasionados y muchos  abrazos... también el contacto más íntimo y fue una noche de sábado, a unas horas en las que la vecina ya debía haberse acostado, cuando él se adentró furtivamente en casa de la muchacha. Se acostaron por primera vez. Encendieron su primer pitillo. Estaban hechos el uno para el otro y nada podría romper aquel vínculo.
Empezaron a buscarse el uno al otro; empezaron a compartir gustos, a buscar semejanzas en la persona amada; todo para confirmarse a sí mismos que eran almas gemelas. El azul era su color; la naranjada su bebida favorita; eran fans del mismo grupo de pop; se compraron la misma camiseta. Coincidían en muchas formas de pensar. Les encantaban las hamburguesas. Todo era maravilloso. Compartieron más experiencias sexuales apresuradas e inexpertas; simulaban alcanzar la cumbre del placer como en una de esas películas impúdicas. Habían cruzado el umbral de algo reservado únicamente para adultos. Ya pertenecían a un estrato superior. Ya no eran chiquillos.

Se acababa el verano; todos volvían de las vacaciones; las fechas de los exámenes de septiembre, quedaban ya a la vuelta de la esquina; así que  pasar los últimos días en la academia, apretando a tope, no iban a cambiar lo que cabía imaginarse, sobre todo, después de haber pasado muchas clases pensando en experiencias amorosas, en eterna espera de nuevos encuentros.
El castigo era inminente para cuando fuese a presentar las notas. Intentó retrasar la entrega unos días, para así poder encontrarse con su amante el fin de semana. Pero si el sobrino de la vecina ya las tenía, ella también. El ojo de la urraca estaba informado de cuanto había ido sucediendo por mucho cuidado que hubiesen puesto en evitarlo. Nada podía haber vencido la experiencia de sus años.
Empezaron las clases y estuvo tres fines de semana sin salir. Iba a clase al instituto en turno de mañana y aprendía el oficio de peluquera por las tardes. Las llamadas de teléfono le fueron interceptadas y los mensajes nunca  llegarían a su destinataria. “No está”. “Acaba de salir”. “Le dejo el recado para que te llame más tarde”. Y finalmente, “Lo siento. Está castigada y no saldrá de casa en una buena temporada”.
Cuando al fin consiguió unas horas en la tarde del cuarto sábado sus ojos quisieron evadirse de ver algo que cabía imaginar de un ligue de verano. Fue entre las sombras de una disco, en la que curiosamente esta vez a ella le dejaron pasar, cuando lo vio en una esquina “metiéndole” mano a una rubia mientras intercambiaban fluidos bucales y esta se le enroscaba entre las piernas. No discutieron; sólo intercambiaron unas miradas. La de ella emitía odio. La de él se había quedado muda.
Sus amigas acompañaron el llanto de la muchacha hasta el parque. “No te preocupes, que mañana encontrarás a otro”. “Tíos hay muchos”. “Es un cabrón”. “No te calientes la cabeza”. “Ya verás como todo pasa”. “¡Si no era tan guapo!. ¡Tu te mereces algo mejor!”. “Es un aprovechao”. “Te presentaré a... ¡Es majísimo!. ¡Verás como te gusta!”. “No llores por un tío”. “Esa es una lagarta”. “Ya te lo decía yo; todos son iguales”.
Hubo muchas opiniones que de poco sirvieron. Cada minuto que pasaba, el mundo iba perdiendo su sentido. Un nudo en la garganta le hacía pesada la respiración y su casa tampoco era un lugar en el que hallar consuelo, ni un remanso de paz.
Incomprensión, angustia, soledad, desamparo tiraban de ella hacia aquel lugar oscuro en el que la vida es sólo un recuerdo del pasado. Si ahora, en la flor de la vida, eran estas experiencias la única muestra del mundo, ¿Por  qué dar unos pasos más?. ¿Por qué valía la pena seguir viviendo?. ¿Por qué luchar en un mundo tan lleno de injusticias?.

Ahora un abismo se abría bajo sus pies. Estaba haciendo fresco y la noche ya se había adueñado de las calles de la ciudad. A lo lejos alguien le gritaba unas palabras incomprensibles. Una fuerza tiraba de ella hacia atrás. Buscaba una luz en el vacío pero algo seguía atándola. Esperaba el momento; una señal; un latido de valor que nunca llegó.
De pronto se había caído hacia atrás, o mejor dicho, tiraron de ella. Ahora estaba echada  en el suelo con un montón de gente alrededor. Eran sus amigas. Repentinamente recobró conciencia de cuanto había pasado y lloró; lloró profundamente. Una hora después estaba en su casa. Sus padres siempre permanecerían ajenos al suceso. Tampoco la riñeron esta vez por llegar tan tarde, como si cada día les importase menos la vida de su hija.
A partir de aquel día, empezó a vivir la vida de otro modo. Un cigarrillo, una copa, un rollito con otro chico, una discusión con su madre. Un paquete al día, un buen “pelotazo” el sábado, un chico más; otra discusión.

A veces buscamos en la persona amada una imagen nuestra; es como mirarnos en el espejo buscando cualidades propias, gustos o formas de pensar que coincidan con los nuestros. Pero el amor no parte de un reflejo; es un complemento; la mitad de una pieza sin la cual no funciona la máquina de la vida. Busca tu media naranja, pero no tengas prisa. Deja que llegue el momento.

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