sábado, 25 de agosto de 2012

A LA LUZ DEL CRIMEN (segunda parte)

Aseguré todas las puertas y ventanas con algún mueble. Cogí un cuchillo de cocina y una botella de ácido, mis únicas armas y me recluí en una habitación superior.

Siguió una noche inagotable, truncada por las pesadillas que turbaban el descanso. Mis ojos volvían a escrutar entre la oscuridad algún movimiento, una sombra, un sonido. Un instante hubo en el que me levanté para encender todas las luces de la casa y buscar un posible asesino oculto al acecho, esperando el momento más terrorífico para librarse de su delator. Miré obsesivamente en los lugares más inverosímiles de la casa. No podía andar lejos. No iba a tardar en aparecer. Estuve permaneciendo alerta, sin adentrarme en el peligroso sueño. Aquella pesadilla sucedería noche tras noche.

Lentamente se dejaron pasar dos días en los que devolverle un poco la extinguida paz a mi ser, cuando el teléfono, estalló en una llamada alarmante y turbadora que succionaría la paz hacia el otro lado de la línea telefónica, escupiendo el terror que resultaba de su digestión. De una voz cavernosa, haciendo uso del eco dentro de la trama de las telecomunicaciones, mientras sentía su aliento susurrando al oído, presa del terror, pude descifrar un tono afónico y amenazante:

-Se quién eres y donde vives. Tenemos un asunto pendiente. ¿Recuerdas?. No hay más salida que tu entrada en el cementerio.

El pitido final que dio por concluida nuestra conversación, halló morada en mis oídos, regocijándose una y otra vez en su interior hasta hacerme descender, pausadamente, de la nueva escalada del pánico hacia la cumbre en que reinan las almas errantes con una vida truncada a sus espaldas. De regreso de aquel limbo temporal, con toda la rapidez que me fue posible, marqué el número de la comisaría, pero el aparato había enmudecido, no se oía tono alguno. El miedo comenzó a extender sus devastadoras metástasis por todo mi ser.

Dispuse el coche para arrancar sin las llaves, que obraban en poder del asesino, ponteando el contacto, tal como aprendí en la universidad y me encaminé a con prontitud hacia la jefatura. Un nuevo agente del orden, un tanto arrugado tras años de servicio, según dijo conocedor de los hechos, sugirió ir al lugar del anterior suceso y mostrar el curso de la inspección.

Cual fue mi desconcierto al poder contemplar una casa completamente vacía, sembrada de polvo, signo de una desocupación distante en el tiempo.

- No es posible, hace dos noches estuve aquí con mi compañera y su madre, las dos víctimas.

- Debe haber un error, señorita. Esta casa fue vendida hace seis meses a una inmobiliaria. Sus antiguos propietarios, que coinciden con sus descripciones, como bien ha dicho, una joven divorciada y su madre, decidieron rehacer su vida lejos de aquí. Antes de partir del estado,  traspasaron todas sus posesiones, según he podido confirmar. La casa no ha sido alquilada, como puede ver, ni mucho menos ocupada desde hace algún tiempo.

- No es posible. No es posible. ¿Han intentado hablar con su marido?.

- Sí. Pero lamentablemente murió hace dos meses en un accidente de tráfico.

No cabía dentro de mi asombro, todo resultaba tan distinto y extraño. No recordé ninguna mención del accidente en labios de mi amiga. Su anterior consorte, un aprovechado, consiguió una buena cantidad del divorcio. Según creo recordar, abrió un negocio de sistemas informáticos. De haber fallecido, me habría enterado. Tampoco mi amiga pensaba marcharse de la ciudad. Yo la conocía muy bien. A su cargo quedó el bufete de abogados de su padre, junto con otro buen legado que le permitió vivir bien acomodada en la barriada céntrica de la metrópoli.

Ya de regreso a mi casa, intrigada por la creciente situación, un hombre estaba forzando la cerradura sin inmutarse frente mi presencia.

- Buenos días, señorita. Como me pidió, he cambiado todas las cerraduras de la casa. Aquí tiene sus nuevas llaves y procure no perderlas.

- Perdone, no recuerdo haberle llamado a usted.

- ¡Ah!, lo siento, mi compañero se ha casado y está de viaje. No se preocupe, todo esta bien y ya le pasaré la factura.

- Bueno, gracias. Disculpe mi desconfianza pero es que...

- Tranquila, no se preocupe, como no había nadie... Ya me marcho. ¡Tengo otros trabajos que hacer, señorita!.

- ¡Señora! -mentí mientras se alejaba-.

Refugiada tras una reciente cerradura, me asaltaron nuevas dudas al ver un cajón abierto en la cómoda de la habitación. Se acrecentaba la desconfianza en el marco de la gente que había conocido en los últimos días. Todo el mundo era sospechoso. Estaban tanteando mis puntos débiles. Nerviosamente, volví a registrar una casa habitada por el miedo. La vivienda estaba en aparente orden y fui a prepararme algo para reponer fuerzas, cuando de repente, rebosé en náuseas frente al frigorífico, que exhibía fríamente un dedo emancipado de la mano de su propietario. Acto seguido, la cerradura dificultó mi huida, quizá los nervios me traicionaron, pero conseguí vencer al cerrojo y volví a una comisaria, en la que parecían hartarse de mi presencia. Tras detallar el macabro hallazgo, amablemente acompañado de otro ayudante menos achacoso, ambos me condujeron hacia la salida.

- Cálmese señorita. He enviado unos agentes a su casa, mientras tanto, este compañero cuidará de usted en un piso para protección de testigos. Allí estará a salvo. No se preocupe.

Escoltada por otro desconocido, que se sumó a mi lista de sospechas, llegamos a un lúgubre y poco acogedor edificio en el extremo opuesto de la ciudad, cuyo apartamento asignado para mi protección, era todavía más frío que su fachada. El agente, acostumbrado a situaciones semejantes, se acomodó en el único sillón que existía dejando a la vista su arma enfundada, quizá para infundirme una remota sensación de seguridad, o quién sabe si aquel artefacto le hacía sentirse más hombre, lo cierto es que le sirvió de poco. Yo, en cambio, me acomodé en el camastro de una habitación contigua, que rebosaba de mugre, para  serenar mi espíritu.

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sábado, 18 de agosto de 2012

A la Luz del Crimen (primera parte)

Unos labios salpicados por la tempestad del amor, tomaron puerto en los míos, mientras lucía ya en mi dedo una prestigiosa alianza, símbolo del futuro de nuestra consolidada relación. Ambos nos abrazábamos con pasión tras ceder paso al desembarco de sus pasajeros, una amalgama de pequeños, largos o húmedos besos, excarcelados de forma emotiva, conducidos hacia la libertad de la pasión por sendas lenguas excitadas frente a un sentimiento mutuo entre dos seres diferentes. De pronto, un haz de luz golpeó violentamente mis adormecidos ojos, arrancándome del sueño en que me hallaba sumida.

Por el resquicio de la puerta de la habitación de invitados, en la que poco antes se distraía mi mente en un reconfortante sueño, un rayo de luz se abalanzó sobre mis ojos para arrebatarles la fantasía que contemplaban extasiados. Intenté protegerme del reflejo, al que progresivamente me fui adaptando, para concentrar toda mi atención sobre cuanto sucedía al otro lado de la puerta. Afinando mis sentidos, pude oír pequeños gemidos y algún que otro golpe mitigado entre los diferentes tabiques de la casa. Se hizo un silencio ciertamente aterrador. Algo se arrastraba por el suelo. Un portazo estuvo en el límite de hacer saltar mi corazón y nuevamente, volvió a reinar el silencio, un mutismo acompañado de sombras en movimiento más allá de la habitación de invitados, en que yo alentaba mis fantasías.

Decidí levantarme para ver si le sucedía algo a mi anfitriona o tal vez a su anciana madre. Escuché movimiento en el cuarto de baño pero, cuando atravesé el umbral de su puerta, estaba vacío y con la ventana abierta de par en par. “Tal vez sea el viento”, pensé.

Asomada a la ventana del lavabo que daba a un inhóspito y aterrador callejón, una sombra lo hizo, ciertamente nunca mejor dicho, mucho más terrorífico. Alguien arrastraba un cuerpo inerte envuelto en una sábana. Sobrecogida por cuanto estuve presenciando, quedé inmóvil, presa del pánico, así que tuve escasos segundos para recuperarme mientras observaba ajena al peligro que corría. Una mano yerta del cadáver velado por aquella sábana, quedó al descubierto, como si quisiese despedirse de mí; imagen que descargó una fuerte dosis de adrenalina en mis venas estranguladas por el pánico. Fui lo más rápido que las circunstancias me permitieron a despertar a mi amiga. Entré en su habitación para despertarla y ponerla al corriente de cuanto acababa de presenciar. La busqué entre el revoltijo de mantas y sábanas en el que debía estar conciliando el sueño, descanso esta vez eterno, como pronto pudieron percibir mis ojos.

Una cuerda áspera y sin remordimientos le volteaba el cuello ensangrentado por la presión, a la que lo acabaría de someter su asesino, que no andaba demasiado lejos y que con toda seguridad, no tardaría en regresar para deshacerse de esta segunda víctima, una vez libre del otro cuerpo que acababa de arrastrar por el callejón. El cadáver de mi amiga aún estaba caliente, aunque las manos mostraban cierta rigidez arañando el inocente colchón, en un vano intento por defenderse de un inesperado y desconocido agresor. Unas lágrimas cristalizadas yacían en sus ojos moribundos y enormemente dilatados. Tenía impresas en su rostro las huellas del pánico en una mueca terrorífica.

El eco de una tos vagando en la oscuridad, hizo que me alejase del cuerpo exánime de un gran salto. Necesitaba ocultarme desesperadamente del asesino, que volvía para deshacerse de la segunda víctima. Abandoné la estancia del crimen sin percatarme de que había olvidado apagar la luz de la habitación que hospedaba la estela del delito. Volví a mi aposento saturada de horror y me oculté dentro del armario. Era uno de aquellos con rejillas desde el que podía vigilar el exterior. Intenté estrangular el paso de aire a mis pulmones, para evitar que el asesino pudiese oír mi respiración jadeante de pánico.

Al pie de la puerta, estaba quien era de esperar que acudiría a visitar el resto de la casa, tras apreciar una luminosidad que él tuvo la precaución de extinguir poco antes. El sujeto no se molestó siquiera en dar las luces de la habitación de invitados, quién sabe, quizá para producirme más congoja o ambientar la escena convenientemente. Sin vacilación alguna, acudió directo a las puertas del armario, como si éste le hubiese hecho un guiño a mi perseguidor para indicarle dónde me ocultaba. Allí, separados apenas por una frágil rejilla de madera, pude sentir su aliento amenazante. Como si se tratase de un filme de acción, me abalancé sobre las puertas que saltaron por los aires y derribaron al individuo. Acto seguido en una escena en la que reinaba con toda claridad la penumbra, concentré todas mis fuerzas en un golpe mortal derecho a la entrepierna. Un grito alarmante surcó la escena a gran velocidad, mientras yo, mucho más rápida todavía, saltaba por la ventana del baño y corría semidesnuda por el callejón camino de una pesadilla en el mismísimo infierno.

Entre vallas, cubos de basura y contenedores, me detuve para vigilar mis espaldas y cerciorarme de que ni un perro siguió mi rastro. Cuando desperté ya había amanecido. No reconocí el lugar, pero seguro que era lejano al punto donde se produjeron los hechos. Descalza y en ropa interior salí de mi refugio. No tenía documentación ni llaves, tampoco un lugar donde ir. Indefensa al destino, sin disponer de nada más que las imágenes de un crimen en mi mente, ocultándome entre los vehículos estacionados de las aceras y evitando a todo viandante, fui a buscar una jefatura. Me resultó un poco trabajoso y no pude evitar algún que otro silbido o unas groserías por parte de individuos en celo, pero lo conseguí.

La recepción en la comisaría no fue mucho mejor hasta que alguien, en vez de decir denuestos con instinto carnal, me abrigó con una manta.

No me salían palabras para informarle de lo sucedido. Entre gimoteos y frágiles lágrimas de impotencia, alcancé someramente a relatar cuanto había presenciado. El agente simulaba tomar notas. Probablemente, a causa de mi enmarañado aspecto, la narración no  confería demasiada credibilidad. No obstante dijo que iba a confirmar los datos e investigaría el asunto. Amablemente aceptó a conducirme a mi casa, una urbanización a las afueras de la ciudad, donde pudiera serenar los nervios y acicalarme.

Frente a la puerta, con tanto nerviosismo, no había reparado en que tanto mis llaves como la documentación podían obrar en manos del asesino. Como si de un vulgar caco se tratara, accedí al interior de mi morada por una ventana posterior, con la desinteresada ayuda del agente, que pudo observar mis posaderas desde otro punto de vista, mientras me ayudaba a trepar hasta el pequeño tragaluz del garaje. Como un perro en celo, el guardián de mis nalgas se adentró también en la casa.

Entre tanto yo aderezaba mis atractivos, mi nuevo ángel de la guarda patrullaba por la casa en una inspección rutinaria, para mi seguridad. Nuevamente reunidos en el salón, oí como musitaba para sí que prefería mi anterior aspecto en ropa íntima.

- Bueno en vista de que todo está en orden, no puedo hacer nada más. No dude en llamarme ante cualquier cosa y no salga de la ciudad. Ya le informare.

- ¿Cómo?. ¿Es que no van a darme protección?. Pero...

Como un enterrador finalizado su trabajo, se marchó y no le volví a ver. El desamparo y el miedo descendieron atribuladamente sobre el entorno. Pesaban ya sobre mí la duda y el temor que infunde un extraño cuando acaba de ser descubierto mientras comete una atrocidad. Dudé que el asesino pasase este descuido por alto y tampoco creí que tardara en reaparecer para atar los cabos que pudieran delatarle. La próxima  vez sería yo la víctima. Aún respiraba.

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sábado, 11 de agosto de 2012

EL HOMBRE PERFECTO

Ayer me di cuenta de que el hombre perfecto existe, pero tal vez llegué un poco tarde.

Empezó a morir a los diez años tras haber vivido su primera experiencia sexual. No iba a tardar en integrarse dentro de los movimientos racistas y aquel mismo día dejó de admirar las hojas de los árboles, pues prefería contar billetes.

Todo empezó al emborracharse con la mentira; ahora se encontraba perdido. Así que para borrar sus culpas, le aconsejaron que practicase el ayuno. Convencido, decidió ayunar por la caridad del mundo, porque además, de paso, tampoco engordaría. A partir de entonces, en vez de mirarte a la cara, prefería ver qué marca de zapatillas llevabas o cómo era la casa en la que vivías y dónde trabajabas. Dejó plantada a su primera amiga, la nobleza; pero acto seguido se buscó a otra, pues no soportaba la soledad. Esta se llamaba “Riqueza”.

Libremente renunció a trabajar por la igualdad y firmó un contrato con la comodidad que le ofrecía el dinero, aunque como el desempleo no le llegaba para cubrir sus gastos, fue a vender la amistad a cambio de poder. Hipotecó el amor para por fin casarse con la riqueza; todo por despecho a la nobleza. Mientras buscaba la felicidad, tuvo un hijo llamado rencor.

Desesperado, empezó a fumar porros de avaricia y así conoció al odio, con quien hizo una buena amistad. Finalmente se le acercó la muerte; y al hacer un repaso de su vida, se dio cuenta de que había cambiado la inocencia por una mala experiencia.

El hombre perfecto era un niño, pero se hizo mayor.

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sábado, 4 de agosto de 2012

RECUERDOS DEL PASADO (cuarta parte)

Para condimentar el plato, añadamos el tedio de una mujer casada y con hijos. Mi madre, que no pudo aceptar el hecho inevitable de que sus hijos se estuviesen alejando del hogar y acabó por aborrecer la presencia de quien suplantaba su figura femenina. Con todo, empezaron a surgir las primeras disputas entre madre e hijos dentro del seno familiar, que sumadas a las que iba arrastrando el propio matrimonio, crearon un clima de inestabilidad que acabaría cediendo; todo se desmoronó.

En aquellos momentos difíciles, ante los problemas que trae el divorcio, las responsabilidades domésticas se vuelcan sobre otros, hasta que la frágil salud falla a causa de tanta presión o remordimientos, quién sabe;  ya todo acaba por caer en picado.

Empezó con un leve dolor de cabeza, en ocasiones fugaz; pero después llega a persistir unos días, hasta que acaba por ser mantenido. Pasa un mes, luego dos. En un principio la intensidad se puede soportar, aunque con el tiempo aumenta la presión sobre el cerebro; a veces se irradia una leve molestia al ojo, hasta que todo causa estragos de tanto dolor. De no ser por aquellos síntomas, la pequeña hinchazón abdominal, el verdadero problema que iba avanzando   con la astucia de un lince, habría pasado desapercibido hasta llegar a límites insospechados, incluso devorar muchos más órganos. La cabeza es un espacio que no puede distendirse y cualquier aumento de presión a causa de una hinchazón se traduce irremediablemente en dolor.

Amigos y familiares confluyen en el hospital entorno a la víctima, conducida hacia su cruz por el conjunto de una sociedad llena de prejuicios. Es triste en momentos así hacer un repaso de cuantos te rodean y encontrar que sólo han alimentado rencillas, reproches, descortesía; siempre te han tratado como a la oveja negra. Puede que yo nunca fuese una persona ejemplar.

Allí, entre cuatro paredes frías y gente deshumanizada, sólo se busca la destrucción del trastorno físico, y casi siempre se ve afectada la dignidad de la persona, que deja de serlo para adquirir la condición de un simple paciente más. Sobre el propio sufrimiento se vuelca el ajeno, porque pocos saben ocultar sus emociones en una situación semejante, y sobre todo, cuando se van revelando los diagnósticos. A veces queda lejos encontrar una luz que nos dé esperanzas. Pero el foco no radicaba en la materia gris.

Con mi entrada en el hospital todo se tornó nebuloso y la vida cambió su sentido. En situaciones así, los enemigos al parecer se convierten en amigos; y sobretodo cuando a uno le falta poco o está cerca de la muerte.

La misma que alimentaba el universo con su energía, vino a verme, aunque no sé si por algún sentimiento hacia mí o por escoltar a mi hermano, al que acompañaba como apoyo meramente moral después de las responsabilidades que pesaron sobre él. Ella no sé si tenía sentimientos o los ocultaba, pero entonces, por primera vez se mostró seria y formal como nunca lo había sido, al tiempo que con la mirada iba valorando una situación que escapaba a todos.

Mientras a mí me metían dentro de máquinas para rastrear todo mi cuerpo y asegurarse una posible vía de operación, amigos o algún escaso familiar hacían turnos de vigilancia alrededor de las diferentes zonas a las que me iban trasladando, aunque el paso les quedaba vedado. Lágrimas, tensión, desesperanza y miradas hacia el cielo, con muchos por qué pendientes, envolvían a quienes estaban padeciendo la enfermedad desde la otra cara de la moneda. Sin hablar de la inminente entrada en el quirófano, todos esperábamos aquella hora en la que había puestas muchas esperanzas; aunque sabíamos que aquello no iba a ser todo.

Lo desconocido de algún modo siempre nos causa pavor, y la sala de operaciones era algo totalmente inexplorado para mí. Imaginarme tendido sobre una camilla, totalmente inconsciente, en manos ajenas y con las entrañas abiertas a merced de unos desconocidos, aunque fuese para salvarme la vida, no tenían atractivo alguno. Si esto influyó en lo sucedido, no lo sé, pero desde luego no desearía volver a pasar por otro infierno semejante.

Quien iba a imaginar que mi cuerpo no reaccionase dentro de lo previsible con la anestesia. Respondí con un paro cardíaco que alborotó todo el quirófano. Dijeron que estuve muerto cinco minutos, aunque luego resucité, pero sin conciencia. Había entrado en coma. Pudieron extirpar el foco del tumor y a cambio perdieron mi mente.

El mundo conocido sucumbió ante la violencia de los huracanes de la desesperación, que casi acaban con mi madre, pero la extraordinaria fortaleza con que la habían dotado sus experiencias en la triste vida que le tocó vivir, la mantuvo hasta el final; siempre en los límites de la locura. Tal vez, lo que a mí más me había preocupado siempre fue el que no pudiese soportar la pérdida de la única persona que le dio su pequeño apoyo en sus numerosos avatares o le hizo llevadera su incrustada soledad.

A mi hermano le tocó forjarse como el único pilar en pie que podía sujetar la ruinosa familia, porque nuestro percusor se había eximido de toda responsabilidad paterna. A él le iba a corresponder pagar la hipoteca que antes pesaba sobre mis espaldas mientras él apuraba los últimos días de una juventud que llegaba a su fin. Sus amigos, que en algún tiempo también lo fueron míos, ahora, en lugar de diversión, sólo podían ofrecerle su apoyo moral y alguna que otra ronda entorno a quien adquirió el estado de un vegetal, para que nuestra madre pudiese descansar un poco. La situación no le gustó demasiado; era más cómoda su anterior falta de responsabilidad. Siempre se negó a abandonar la casa por la cercanía de sus amistades, pero pagar por ello...

El milagro ocurrió. Yo desperté del coma. Pero los vestigios no erradicados del tumor se continuaban extendiendo por todo el cuerpo y aún peligraba mi vida; así que en la desesperación, muerta toda esperanza, me agarré a la primera que tuve delante aquel día en que decidí celebrar la fiesta del fin del mundo. Con mucho alcohol entre pecho y espalda despedí la virginidad antes que la vida; me traicioné a mí mismo.

Con la radioterapia, sólo me quedó en pie un pelo, que poca concentración de queratina tenía respecto al de la cabeza, las cejas o las axilas. Pelo del que me ocupé de peinar correctamente, y aplicarle las lociones pertinentes para que alimentase un brillo imperial.

Todo se había vuelto a destapar casi un año antes. Mientras celebrábamos un cumpleaños en el que ambos habíamos sido invitados, volví a sentir su calor. Después de aquel día me di cuenta de que tal vez aún había algo en nosotros que no iba a permitir unas vidas separadas. Pero el tiempo pasó y las cosas volvieron a su cauce de distanciamiento preventivo. Aunque cuando la muerte se invita por sí sola, siempre acude a consolarte quien menos esperas. Se desataron nuestras represiones y... Otro duro golpe.

Recuerdo el día que vino a mi casa toda alterada porque aquella con la que yo intentaba intimar, sin su beneplácito, se había quedado encinta. Nada de aquello sucedió; simplemente se trataba de otras de sus novelas de ficción. Acordamos que nunca sucumbiríamos a sus maquinaciones y que nuestra amistad iba a cobrar mayor fuerza desde aquel día en que ella nos demostró su faceta más vil. Desgraciadamente, ella pudo más que nosotros y ahora me pregunto, después de cuanto nos hizo, cómo es posible que aún me entregase en sus garras.

Hace una semana que me dijo lo de su embarazo. No supe qué creer. Fue algo sorprendente, que tras lo sucedido entre nosotros, yo me convirtiera en su primer confidente. No era nada de otro mundo el que una chica se quedase embarazada, salvo que yo era el padre.

Con el apresuramiento que precede a un fin trágico del planeta entero, sin más meta que escapar de presentarme ante la muerte con el sello de la virginidad, nos arrojamos a una desenfrenada desfloración sin medir consecuencias. Al parecer, ya ducha en el manejo de los diversos utensilios para combatir la soledad de una mujer de hierro, no resultó en absoluto doloroso para ella, ni tampoco creo que yo alcanzase la calidad de aquellos artefactos de goma; admito que resultó algo traumatizante para mí, al desenvolverme como un torpe mecánico dentro de su coche y mucho más con el desenlace que alcanzó.

Nunca había recibido tantas dagas en mi pecho como aquel aciago día en el que, ante el rostro de sorpresa y desengaño de aquella que cautivó la nueva independencia de mis ojos, exhibí la infidelidad a nuestro pacto. Si fue una coincidencia o un hecho premeditado, es algo que quedó por esclarecer, pero lo cierto es que mientras me obcecaba en aquella labor sobre carnes ajenas, sin percatarme de los pasos de una solitaria viandante, se iba fraguando la tragedia. A través de la ventanilla del coche, aquella que me dijo ser incapaz de aceptar la unión entre quien arrasó nuestros idealizados sueños de amor de adolescente y alguno de los tres miembros masculinos del grupo, estaba presenciando en directo mi muerte en vida. Perdí el control de la actividad y vomité el precio de mi villanía con una certera eyaculación en sus entrañas.

Sólo cabía esperar el veredicto del test de embarazo, que confirmó ser positivo. En un corto espacio de tiempo, aunque un poco temprano para mi edad, podría comer huevos; iba a ser padre. No obstante, la paternidad me resultó inimaginable y nunca llegué a ver si sería niño o niña. Ella quiso abortar para que su madre nunca se enterase de su deshonra. Teníamos que darnos prisa y aún no sabíamos que hacer. Mientras el tiempo pasaba.

 

Algunos individuos son tan racionales y lógicos que parecen funcionar casi como ordenadores y ella resultó ser una persona muy racional. No sé cómo ni dónde pero encontró un lugar en el que podían interrumpir su embarazo, pero había un problema: los honorarios y la nulidad de independencia económica de una adolescente universitaria. Con mis ahorros secretos, que algún día pensaba invertir en estudios o en un viaje, tuve que pagar el precio de mi desliz y financiar su aborto. Su madre pensó que estaba en la universidad.

Que tenía ella es algo que no puedo explicar si una y mil veces caí en sus embrujos y tampoco fui el único. Sólo puedo decir que no era físico; se trataba de algo inmaterial que tenía en su interior; anulaba nuestros pensamientos. Después de todo quien sabe verdaderamente lo que sucedió. A nuestras mentes ya sólo les queda  lanzar hipótesis según nuestro propio punto de vista, que por supuesto raramente admitirá haber actuado de forma incorrecta o buscando el propio beneficio. Sólo es posible creerlo si se ha vivido.

Me parece que al releer estas páginas haya estado describiendo al mismo diablo. Tal vez la distancia entre el amor y el odio no sea mayor que el tic–tac de un reloj. Quizá la vida de más vueltas que una moneda en un campo de fútbol, y cuando esperamos que salga la cara de un amigo, nos aplasta una cruz.

El espejo acabó rompiéndose en pedazos mientras la naranja se podría. Y tras mis fracasos y con la soledad como compañera, en las tierras lejanas que pisaban mis únicos y verdaderos ancestros, intenté lanzar estos recuerdos hacia los vientos del olvido, dispuesto a emprender la tarea de edificar una nueva vida después del diluvio que asoló todos los orígenes de mi experiencia humana.

Ya no me pesa la costumbre de convivir con la soledad; la única cosa en la que verdaderamente se puede confiar.

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