domingo, 25 de marzo de 2012

MI PRIMER MUERTO

RGE. In memoriam

 

 

La muerte. Hablar de ella eriza el vello a muchos, quizá porque de su llamada nadie escapa y de viajar en su compañía, tampoco se regresa. Hay quienes se rebelan con arrojo llegado el momento; escupiendo sangre se vuelven a levantar desafiándola, pero finalmente acaban cayendo como hombres de valor ante el atónito asombro de cuantos puedan observar la escena.

Llegada la hora de la muerte, la mayoría se dejan llevar en la inconsciencia de su dolor o perdidos en el mar de la demencia. A los más afortunados, se les presenta en la dulzura del sueño. A otros les sorprende de forma trágica, sin posibilidad de reaccionar; y parece que es la tragedia, la muerte que más atención suscita, tal vez porque de ella se nutren las lenguas del mundo, deseosas de contar los hechos acaecidos. Se aviva así esa trágica y mortal realidad que acaba convirtiéndose en una historia que despierta la curiosidad morbosa, agazapada en el interior de todo ser humano.

Aunque esta vez los únicos testigos de los hechos acaecidos están muertos, algunos se regodean en las escenas más escabrosas que sus mentes pueden recrear, que no son sino fragmentos contados por bocas diferentes que concluyen esbozando una historia que sólo cabría ver desde la mirada de la tristeza, porque ha muerto un hombre.

A todos nos cuesta imaginar que la vida de alguien cercano a nosotros pueda acabar de semejante modo, aunque a veces pasa sin ser esperado.

Un accidente de tráfico podría habernos sorprendido, pero a veces, es predecible por una determinada forma de conducir, por el estado del vehículo, por las condiciones climáticas, por los efectos de alguna sustancia o por mil situaciones más que nos brindan una respuesta a nuestros numerosos porqués ante esos momentos de dolor.

Pero cuando la tragedia es más inusual que algo tan cotidiano como pueda ser un accidente de tráfico, puesto que los vemos todos los días en la televisión, nuestra curiosidad hacia los hechos es mayor. Y si nuestros actos últimos son los que acaban anunciando una muerte así, por mucho que sorprenda, da para hablar largo tiempo.

Unos se lavan la conciencia concluyendo su historia con un “se lo merecía”. Otros nutren el relato con detalles surgidos de su imaginación, porque cuando todo sucedió, no había nadie más; téngase por cierto.

Atrás quedan dos hijos que primero le vieron marchar de casa, perdiendo así la débil relación padre-hijo que pudo existir y que un año después del divorcio de sus padres, oyeron la tragedia por boca de todos. Ahora están marcados por una lacra difícil de quitar. Quizá no quepa en sus cabezas más que remordimientos “de haber sabido que todo iba tan mal, tal vez podríamos haberte ayudado”. Ahora ya es tarde.

Muchos le dieron la espalda porque en todas las historias tiene que haber un “malo”, pero seguro que a alguien se le habrá escapado una lágrima, entre el asombro que esta noticia puede haber provocado. Un día le vio pasar; en otra ocasión, habló con él y parecía vivir en un mundo de fiesta constante desde su divorcio, pero después se descubrió la realidad que se ocultaba detrás de aquella coraza de mundo perfecto.

Cayó desde un cuarto piso junto a un trozo de pared que acabó por servirle de lápida, tras haberlo perdido todo. Los medios de comunicación no tardaron en recrearse anotándole una cadena de antecedentes, de los que quienes le conocieron, tampoco sabían nada, porque esos “trapos sucios” se guardarían en casa o porque nunca existieron y estas habladurías sólo daban cuerpo a la noticia.

Aquel divorcio pudo causar cierta sorpresa, pero su gestación no pasaría desapercibida para un buen observador, y es que la fachada, aunque pueda enmascarar la realidad, siempre tiene un agujero por el que se puede ver el interior.

Por muy siniestros pensamientos que nuestras mentes puedan generar, la patente realidad de los hechos ha ido más allá de cuanto pudimos ver en él durante el último año.

Dicen que su aspecto desmejoró; iba para afeitar. No tenía trabajo. Se cambió tres veces de domicilio. Alguna vez se había presentado en la casa de sus hijos escupiendo rencores. Se negó a pasarles una manutención. No acudió a sus citas con ellos.

Sin duda la soledad le afectó a él, “un tipo duro”, acomodado en una vida marital en la que la mujer lo hace todo y él únicamente tenía que trabajar, al menos es lo mínimo que se le pedía para sacar adelante su familia. Quizá no supo hacerlo.

A partir de aquel momento, cuando aún era hombre, sumido en el río de la desesperación, se dejó llevar por la corriente y no se enfrentó a su nueva situación, hasta acabar desembocando en la ignota vastedad de la muerte.

Empezó a dar algún aviso de suicido, tal vez para llamar la atención de su antigua cónyuge y despertar algún sentimiento de piedad o remover su conciencia, pero no pareció funcionar.

 

Como nadie es “malo” a ojos de todo el mundo, “el muerto”, que es cuando queda una vez desvanecido el nombre que identifica al vivo, también tuvo sus admiradores. Allí estaba él, ajeno a toda la realidad, un niño de trece años que admiraba a aquel personaje y tomaba el referente de figura paterna que nunca tuvo. Compartió sus bromas, sus palabras, su camaradería, la amistad de sus hijos,  y su mágico mundo de orgullos edificados en un mundo de ilusión, que quiso compartir con él. Para este muchacho “el muerto” era el modelo de adulto que él quería para sí, con un buen coche, independiente, marchoso, fuerte, con paso firme. Tal vez la realidad dentro del hogar y de cara a su esposa e hijos, era diferente.

La ruptura de aquel matrimonio desconcertó sobremanera al muchacho, que siempre había percibido una realidad que “el muerto”, aún en vida, construyó a medida para él.

Tras enterarse de que había explotado al manipular cuatro quilos de pólvora y unos arcabuces que previamente había robado, se quedó mucho más sorprendido de aquella nueva hazaña, porque unos días antes lo había visto “enrollado y de puta madre”, como siempre.

Ahora, en aquel su primer acto fúnebre al que asistía, el muchacho se cuestionaba la “realidad que oímos” y la diferenciaba de la arquetípica realidad del mundo adulto y que no siempre es perfecta.

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domingo, 18 de marzo de 2012

UNA SONRISA

Dolor, llantos y desconsuelo, todo cuanto cubría aquel ambiente. Tal y como me esperaba, no era posible de otro modo. Ella, la hija, movida por sus lágrimas, me dio un abrazo que mecánicamente devolví, mientras mi pasiva serenidad, me permitió observar el entorno, un lugar que para mí hubiera sido cárcel, así, en tal estado.

He matado a muchas personas y ahora me invaden los remordimientos, se materializan en mi cuerpo.

Va creciendo en mi interior, infecta todo mi ser de un modo irreversible que me conduce hacia el fin. Cuando todo en lo que has creído se viene abajo, aquello que llenaba tu tiempo, no sabes dónde agarrarte, en qué creer, y te das cuenta de que estas solo en el mundo. La familia no puede hacer más que llorar, se van despidiendo de ti poco a poco, en una lenta agonía. No quiero dejarles. Hay un punto en el que empezamos a distanciarnos y no recuerdo bien cuándo fue. Ahora les necesito, quiero reconciliación, pero han pasado los años y cuesta olvidar. Estamos distanciados.

Nunca me he sentido tan desgraciado ni estúpido como ahora. Tenía muchas responsabilidades y si estoy aquí, fue por el prestigio que conlleva la profesión, aunque mi padre me encauzó en este camino y no tuve elección. Jamás reinó en mí el convencimiento de ayudar al prójimo, más bien la vida acomodada y el renombre. Me interesó la ciencia, su perfección, avance y superioridad. Convertí una lucha contra la negra muerte, en algo personal, pero nunca vi a la persona, su sensibilidad. Quería matar, iba siempre directo a extinguir la enfermedad, vencer. Utilicé la crueldad en palabras duras que ni yo mismo he sabido asimilar y que de algún modo les condujeron a una inconsciente muerte.

Los medios de comunicación nos enumeran cada día sus devastadores efectos y la mente los ingiere sin pensar. Te dicen: “Cáncer” y van conduciéndote ya hacia el fin, porque has avistado todo cuanto sobreviene. “Tumor”, “metástasis”, “pronóstico”, palabras que mis ojos leen cada día, salvo que esta vez soy yo el paciente y, como profesional, sé que en este caso no queda más que decir: “seis meses de vida”. No medí mis palabras. Tratas a la gente desde un punto de vista ajeno, despreocupado. Son siempre los mismos aquejados de idénticos y repetitivos males. Todo cae en la rutina y más cuando eres médico igual que pudiste ser ingeniero. Creí que era superior, que podía acabar con todo. Tienes la medicina como arma y un día no te queda munición.

Siempre pensé en la muerte como algo para viejos y, ahora, la siento tan cercana, no acabo de imaginarlo, cuesta aceptar. Te aferras a la vida y a cualquier cosa que ofrezca una esperanza. Abres tus puertas al mundo. Ves la muerte como el fin absoluto de todo, no quieres que se presente en tu puerta.

Alguien te habla de Dios y una vida eterna, pero no lo encuentras, nunca ha estado, no existe. Conocí a una persona que decía estar en contacto con él, me dijo dónde encontrarlo. Curiosamente estaba entre la angustia y la soledad de los enfermos. Fui a visitar a gente desheredada de la medicina, terminales a punto de quedar desconectados de la vida.

Una importante función que desempeñar y un gran problema pesan en mi mente y yo aquí, mirando, sin saber cómo actuar o qué hacer. (El diablo emprendiendo una cruzada para conquistar el cielo). Me dejé convencer, abusaron del mi desaliento frente a la muerte. -¿Qué mejor oportunidad que esta para ayudar al prójimo?, dijo ella-. ¿Servirá de algo?. No creo. Total, ¿a quién le importa una anciana?. Ya ha vivido suficiente y no ha conseguido nada, pero yo, en cambio, aún soy joven merezco vivir, tengo un papel en esta sociedad.

 

Una habitación humilde se convirtió en el cerco de sus últimos años de inmovilidad, limitando todo su mundo a aquellas cuatro paredes del color de la miel, aunque en absoluto dulces. Dos camas a juego con un armario ropero; una mesa de noche con un insólito teléfono; y un sillón, se convirtieron en los impasibles acompañantes de la soledad que acarreaba su vejez alumbrada por una lámpara tan antigua como sus sueños ante la  vida.

Una parálisis del cerebro la sumió en un estado casi vegetal que limitó su ámbito de vida a deambular de la cama al sillón sin  valerse por sí misma, sin poder masticar un alimento. Sólo su viveza permanecía intacta en aquellos ojos asustadizos cuyos párpados se convirtieron en labios capacitados para decir sí o no, ojos capaces de transmitir una sonrisa que su boca, apenas podía reproducir con una diminuta mueca en las comisuras de los labios.

Muchos años de fortaleza llevaba a sus espaldas en una existencia que le cambió la vida de una hija por la de su marido. Un embarazo que nunca parecía llegar hasta que tras siete años de matrimonio el milagro esperado sucedió. Pocos meses de luz contaba aquella pequeña cuando su padre se despidió de ella tumbado en la cama de aquel hospital al que nunca iba a sobrevivir y en el que había dejado toda su vida al servicio de los enfermos, aquel día también él era un paciente más –quizá con ello sienta un vínculo a su existencia-. Eran tiempos difíciles en los que una enfermedad contagiosa podía causar la muerte. Más allá de la propia vida, siempre permaneció al lado de su hija, alimentada con los buenos recuerdos de su madre, casi de un modo que resultó como si su padre hubiese marchado a un largo viaje, del que cabía tan sólo esperar la vuelta. Lo recordaba tal como aparecía en una de sus fotos de bodas: abrazado a su mujer con una sonrisa propia de haber alcanzado la mayor felicidad del mundo; la piel atezada bajo el sol que recibieron sus antepasados; aquellos ojos achicados con su sonrisa.

Me fue contando toda su biografía tan pronto me presentaron a ella como un médico preocupado por la vida de personas alcanzando la fatal meta de la vida. Todos los días que acudí a visitar a su madre para acostarla o curarle alguna llaga, se presentó especialmente atenta conmigo, tal vez sintiese lástima de mí aunque nunca le mencioné la tragedia que arrastro; quizá quien me presentó a ella, le refirió mi problema.

Allí estaba ahora aquella hija desconsolada ante le fatalidad que  acechaba a su madre, la agonía, el terror, el fin. Nada hay más horrible que la muerte, dejar atrás todo tu existir, pasar una insignificante página en el milenario libro de la humanidad. La acompañaban una tía y la persona que solía estar a su cargo mientras ella iba a trabajar en la peluquería. El cura se acababa de desvanecer cumplida su tarea de dar la extrema unción, yo pasé en una desinteresada visita y pude presenciar la llegada de la muerte, sentí escalofríos, yo estaba en su lista aunque no sabía la fecha exacta. Algo así tardaría poco en alcanzarme.

Rodeábamos las últimas bocanadas de vida esperando su aliento fronterizo entre la vida y la muerte. Los ojos enrojecidos por el llanto, discrepaban con los míos serenos e inalterables. Quise desaparecer. Fijé la vista en aquel frágil cuerpo tendido en la cama; sus ojos ladeados por una fatigosa lucha; la vida escapando de sus pulmones entre ruidosos cortinajes de secreciones bronquiales; y por último, una sonrisa.

Murió tras dejar la incógnita de aquella expresión alegre en las puertas de la muerte. ¿Por qué?. ¿Qué podía tener de bello cuanto hubiese visto al otro lado?. ¿Miedo de qué?. Una sonrisa, miles de preguntas me asaltaron en aquel momento, respuestas que no tardaré en ir a buscar. El tiempo cuenta. Pero yo sigo buscando la divina misericordia entre los pobres, algo en que no creo, un milagro.

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domingo, 11 de marzo de 2012

Sin Techo

Hoy ha llegado la primera lluvia del inclemente, gotas frías a las que nunca nos acostumbramos. Poco a poco, el calor nos ha sido quitado de las manos una vez más, como todo, y las nubes, acercándose, traían ya el miedo del invierno. Nos han abordado; calan a través del cartón; van mojando nuestros cuerpos; contagian su humedad a los huesos que la absorben como piedras; los pulmones se contraen para no inhalar su baja temperatura.

El verano es más benévolo con nosotros; se puede vivir bajo las estrellas. Ahora únicamente espero que no nieve, alegría para muchos, temible frío para la gente como yo, sin calefacción, sin casa ni comida.

Pese a todo, hoy he tenido suerte; he podido comer. Al buscar un lugar que me sirviera de refugio, he llegado a un callejón, oscuro como nuestras vidas, pero en el que desembocaban los desperdicios de un restaurante. Los gatos me lo dijeron; había para todos; ellos conocen el hambre; no como esos perros que van a la peluquería en lujosos coches y paladean caprichos en los mejores restaurantes, siempre rodeados de la estupidez de sus dueños.

El mundo ha enloquecido. Unos son cada día más ricos y, para remarcar nuestra desdicha, se pasean ante nuestras narices, exprimen hasta la última gota de riqueza en esta tierra de todos; no sé cómo la vergüenza no les corroe los rostros. Siempre muestran una sonrisa cuando les miramos, esquivan la vista de todo lo que no les agrada, nuestra presencia, pero ríen, enseñan la blancura de sus dientes.

Y mientras unos viven en lujosos palacios, nosotros no tenemos por paredes más que cuatro cartones apiñados que intentan guarecernos  de la noche, el frío y la lluvia; pero seguramente, no se podrán comparar al calor que proporcionan los sólidos muros de piedra.

Nunca he conocido más tabiques que los de la cárcel, toda una bendición para nosotros, porque así, al quedar encerrados unos días en una celda, podemos contar con calor y alimento, pero también se acaba nuestra suerte al no hallar solución alguna; quizá tampoco se molestan en buscarla. Nos arrojan a la calle, igual que nos arrancaron de ella, cuando creen que ya hemos pagado el delito de ser pobres.

Aquí, en los callejones, tenemos muchos enemigos. Entre tantos, el más temido tiene por apellido “gélido” y por nombre “frío”. Primero  los pies pisan la cuenca de un glaciar. Luego les invade un hormigueo que acaba por ser doloroso, hasta que dejas de recibir información acerca de su estado; ya no los notas. Lo mismo pasa con todo tu cuerpo; tiembla; se va paralizando poco a poco hasta entrar en un apacible sueño, del que a veces no se despierta.

Sólo una botella de alcohol nos ayuda a combatir el frío, pero este cálido amigo también nos traiciona; se lleva consigo nuestro calor y nos abre las puertas de la congelación (al menos no te das cuenta). Aunque hay que pedir dinero para apresar una botella capaz de arrancarnos el pensamiento de la miseria y no siempre es posible. Incluso los hay que roban para alcanzar aquel deseado brebaje, sin tener en cuenta las consecuencias; es tal la necesidad, nuestra esclavitud...

Otros menos afortunados buscan el amparo de drogas más fuertes que les cuestan la vida. Sé de algunos que se abrazan a la gente, y con el miedo que infunden, consiguen una pequeña limosna que contribuirá a comprar su dosis. También los hay que amenazan con una jeringuilla supuestamente infectada. Y todo por conseguir unas monedas que algunos despilfarran.

Hay que vencer el amor propio antes de sentarse en una acera a pedir. La gente pasa exhibiendo con orgullo sus pieles muertas, y te hecha unas monedas sin mirarte, con la cabeza bien alta. Mientras, nosotros aceptamos con resignación su buen modelo de solidaridad.  Nuestra mirada permanece distante, como si no nos perteneciese, porque no ha vencido su orgullo, pero con el tiempo te acostumbras, y mañana ya se atreverá a mirar hacia los lados; siempre intentando evadirse del contexto en que nos encontramos.

Entras en una tienda a canjear las piezas metálicas que conseguiste con tu penoso esfuerzo, y todos rehuyen tu presencia; algunos te recorren con los ojos y mentalmente preguntan si te has mirado en el espejo antes de salir de casa –¡como si todos tuviésemos espejo!-. A veces te atienden antes que cualquier otro cliente que estaba antes que tú, con tal de que te vayas pronto, y nadie reclama si te has colado o si él iba primero.

Tampoco me cabe en la cabeza que haya animales que reciban mejor atención médica que nosotros. Ayer murió mi compañero. Una inocente tos fue cobrando fuerza hasta que le hizo escupir sangre. Por la mañana no se levantó. Estaba frío, azulado. Tal vez, la misma naturaleza acaba con los débiles: nosotros, y un día me tocará a mí.

Ahora pienso en Dios, le pregunto por qué nos sucede esto, si somos dignos de su presencia, pero no habla, o mis oídos, congelados como están, no son capaces de escuchar sus palabras. En alguna ocasión, uno de sus siervos me dio de comer, pero otro me rehuyó. ¿Qué pasa?. ¿Qué hacer?. ¿Dónde vamos?.

Con ansia espero el próximo verano, si sobrevivo, cuando todos se van de vacaciones y no hay mucha gente que resalte nuestra miseria. Otros esperarán la Navidad, una buena noticia, la fecha de un aniversario, la paga de fin de mes, el coche nuevo, una llamada telefónica, el programa de la tele, el día de su cumpleaños; a mí ya no me quedan ilusiones.

El año que viene será lo mismo. Tú, cómodamente tendido en el sofá; paredes, calor. Yo, aquí, en la calle, sin techo; cartón, frío.

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sábado, 3 de marzo de 2012

CAZA MAYOR

Podría haber sido un domingo más en el monte, recorriendo pequeños caminos entre matojos buscando una presa abatida; habría vuelto a casa  con un conejo o una perdiz para hacer un buen gazpacho, pero todo pensamiento estaba muy lejos de un suceso que iba a cambiar su apacible existencia.

Como otras veces, se levantó muy temprano, cuando aún no asomaba el más mínimo fragmento del nuevo día. Sigilosamente, como cada mañana, dejó el calor de su lecho despidiéndose de su esposa, felizmente dormida, con un beso en la frente. Se preparó los víveres con calma, y sin olvidarse de su petaca, dispuso todo lo necesario para pasar un día recorriendo el monte en busca de algún animal desprevenido.

Después de una semana siguiendo las rutinas de su horario de trabajo, viviendo las tensiones propias de la jornada laboral o madrugando para ocupar su puesto, ir de caza era una actividad que le permitía evadirse de todo. Estaba en contacto con la naturaleza, respirando aire puro; hacía ejercicio, intercambiaba experiencias con otros cazadores, y también podía traer unas bayas silvestres, setas (cuando era temporada) o alguna presa achacosa sucumbida ante el eco de un disparo. No era persona que le gustase fanfarronear sobre las presas capturadas, como muchos otros; tampoco destacaba por su puntería, más bien era alguien apacible que prefería pasar inadvertido y que disfrutaba a su manera. Con dar un buen paseo se conformaba, pero si además abatía alguna presa, continuaba manteniendo viva esa ilusión que heredó de su padre, cuando desde pequeño, se lo llevaba de caza en más de una ocasión. Era una lástima que ninguno de sus hijos compartiese esta vieja afición. “Quizá algún día el pequeño se anime”, pensaba él.

Tras cargar la escopeta y las alforjas en el coche, con la tranquilidad ya propia de sus años, se encaminó hacia un bar en el que entonar un poco el cuerpo. Allí se encontraría con muchos otros como él, que como de costumbre, mientras se quitaba la veda, aparecían cada fin de semana para de allí, partir a lugares diferentes. Tomaban alguna bebida espirituosa, un café, una infusión... debatían sobre un partido de fútbol o simplemente quedaban con otros compañeros de aventuras y después partían juntos. Muchos esperaban poder regresar con una buena colección de presas para mostrarlas orgullosos delante de los demás. Así, les demostrarían que ellos nunca exageraban. Cada vez era más difícil; había pocas piezas y eran muchos los que las perseguían. Todos se acordaban de unos años atrás, cuando los conejos eran una plaga para los agricultores, pero ahora... “apenas ves uno o dos tras caminar toda la mañana y tienes mucha suerte si lo alcanzas con un disparo”. Para colmo, los incendios habían agostado las zonas de caza. Por suerte, aún existían bastantes parajes en los que disfrutar de este deporte y que no quedaban demasiado lejos; media hora o tres cuartos en coche a lo sumo.

Antes de que se levantasen los primeros rayos de sol, se encaramaban en sus vehículos deseándose suerte los unos a los otros o comentando el lugar al que irían de caza. Muchos llevaban el perro en el coche; algunos incluso en un remolque, pero él nunca pudo tener un lebrel como esos que tuvo su padre y que tanto le gustaban; una vez lo intentó, pero su esposa era alérgica a los pelos de can y no hubo nada que hacer.

El sol se desperezaba y se iba levantando entre las montañas del fondo. Él había llegado ya al punto de partida. En una barrancada, aparcó el coche debajo de un árbol y fue sacando los trastos del vehículo para adentrarse a pie en el monte. Iría hacia el norte. Se puso los atuendos de caza, echó un trago de su petaca y se dispuso a caminar un buen rato. Sólo se oían sus pasos entre la maleza o alguna piedra rodando. Se detuvo unos instantes para contemplar el silencio, la paz y de paso, tomarse otro trago. Hacía fresco y aquel líquido le daba un calor agradable. Empezaba en la boca y poco a poco descendía ardiendo por la garganta hasta ahogarse en el estómago. Siguió caminando.

A la media hora se topó con el rastro de un conejo. Los excrementos eran recientes; había escarbadas y la tierra estaba recién removida. Volvió a continuar su camino, aunque no es que lo hubiese. La zona era cada vez más abrupta y la maleza abundante. Un ave emprendió el vuelo imprevisto delante del cazador, que no tuvo tiempo suficiente de encañonarla. Cuando disparó, ya era demasiado tarde. Repuso el cartucho, echó un trago y fue caminando un trecho más hacia arriba. Notaba el aire fresco adentrándose en los pulmones, el calor de su cuerpo, los latidos de su corazón y alrededor todo era un silencio expectante. La civilización se veía a lo lejos como una mancha parduzca y refulgente en medio de un pequeño valle verde y amarillento. Un ruido entre la maleza le hizo mirar hacia atrás.

Se oyó un disparo, unas aves alzaron el vuelo; otro disparo. Los cartuchos vacíos aún desprendían humo en el suelo. La presa había caído muy abajo. La situó según unos puntos de referencia para recogerla a la vuelta y fue ascendiendo un poco más. Al llegar a aquel pino, haría un descanso. Se oían los zarpazos de las aulagas en los pantalones, el crepitar de las ramas y la  hojarasca, la respiración del cazador. Cuando llegó al punto marcado, se sentó sobre una piedra y tras dejar la escopeta al lado, fue tomando aire con calma mientras bebía un trago y contemplaba el paisaje. Era buen sitio para el almuerzo.

Recobrado el aliento, se encaramó la escopeta al hombro y fue continuando su camino. A lo lejos, se oía algún que otro disparo. Dos horas después, el sol estaba ya en el punto más alto, pero unas nubes blancas venían a visitarlo lentamente. El cazador decidió descender para recoger la presa abatida y dirigirse hacia otro punto. De paso, iría al coche para comer y llenar la petaca. Y así fue.

Si por la mañana se había dirigido al norte, por la tarde visitaría la cara sur del collado, que era de pendiente más relajada, aunque más recubierta de sotobosque. No obstante, ya en el coche, después de haber comido y dar unos tragos, hizo una pequeña siesta de unos veinte minutos antes de empezar la tarde. Pasado este tiempo, restablecido de las fatigas de la mañana, emprendió la marcha con ganas. Esta vez llevaba una presa en el colgador. Había oído algún disparo, pero le extraño no haberse cruzado con nadie por el monte. “Mejor. Más tranquilo”, pensó. Se detuvo unos momentos en medio de un bancal de almendros. Él sabía que por allí se encontraban muchos jabalís y esperaba poder encontrarse con alguno. Una vez más, echó un trago de su petaca y miraba aquel envase pensando que alguna vez debería dejarlo. Devolviendo la vista hacia el frente, pudo observar el movimiento de un conejo. Tras encañonarlo pacientemente, lanzó dos disparos seguidos que acabaron con la vida del animal, no sin haber emitido un chillido. El eco se extendió por todo el barranco. Poco después se oyeron otros dos disparos más. Procedían del fondo del barranco. “Aún hay algo por lo que disparar”, pensó confiado. Después de todo, era su día de suerte. Dos presas colgaban en el gancho.

El sol empezaba a descender mientras algunas nubes se esforzaban en ponerle un velo. “Una hora más y vuelvo hacia el coche”, se dijo a sí mismo mientras consultaba el reloj y bebía otro trago de su petaca. Lo cierto es que el día le estaba saliendo redondo. Eso pocas veces sucedía. Casi siempre llegaba a casa fatigado y sin una presa con la que guisar ese gazpacho que tanto le gustaba a su mujer. También cabe decir que era el único guiso que sabía preparar; además, su esposa nunca quería hacerse cargo de tratar con una víctima que no hubiese pasado por la sala de despiece de un matadero y estuviese despellejada, limpia y convenientemente troceada; así que esa tarea también era de su marido.

Poco a poco, se encaminó hacia el coche. Estaba cerca cuando oyó quebrarse unas ramas. Dirigió la vista hacia el lugar del que procedía el sonido y vio algo marrón. “Un jabalí”, pensó. Dos disparos volvieron a hacer eco en la barrancada. Acto seguido, se pudo oír el sonido de algunas ramas y piedras que producía el rodar de la bestia abatida. Se encaminó hacia el lugar y sólo  vio un rastro de sangre que le guiaba hacia los bajos de un margen. Costaría un poco subirlo, pero bueno... Sin pensarlo más, se lanzó hacia abajo y  según iba descendiendo, empezaba ya a distinguir algo parduzco. “¡Sí, ahí está. Ya te tengo!”. Cuando se encontraba a cinco pasos de la presa, la expresión del rostro le cambió por completo.

Un sudor frío empezó a recorrer su cuerpo bruscamente. El pulso se le había acelerado y las piernas también le temblaban un poco. Despacio, aunque muy nervioso, dejó la escopeta en el suelo e intentó sentarse como pudo. No podía creerlo. ¿Qué había hecho?. “Era un jabalí”. La respiración se le aceleraba tanto como su pulso y un montón de ideas y pensamientos desordenados nacían desde las profundidades de su mente.

¿Qué hacer?. ¿Qué hacer?. ¿Qué iba a pasar ahora?. No quiso mirar. Se levantó tembloroso y se echó atrás. Fue subiendo. Quería llegar al coche e irse lejos, pero de pronto se detuvo y quiso volver la vista atrás aunque una extraña fuerza tiraba de sus ojos hacia otro lado. No podía abandonarlo allí. Tal vez aún estuviese vivo. Los remordimientos empezaron a golpearle la cabeza y acabó acercándose hasta la víctima.

Allí estaba entre unos matojos y en una posición antinatural. Tenía la cara destrozada, pero debía tener alrededor de los sesenta años. Pelo blanco, con una gran calvicie; arrugas en el cuello, en las manos; ropa marrón y verde, pero sobre todo, mucha sangre. Le había dado en la cabeza. No podía creerlo. “Estaba seguro de que era un jabalí”, volvió a pensar, pero no era así; Acababa de matar a un hombre.

“¿Y qué hago ahora?. ¿Qué va a pasar?. ¿Qué va a ser de mí?”, estas y muchas otras preguntas brotaban de su mente. Trató de serenarse, pero su respiración permanecía demasiado agitada. Inspiró varias veces y quiso aguzar el oído para cerciorarse de que no se oía nada que no fuesen sus latidos y su respiración. Empezó a sentir cierta angustia y dispuso la petaca para dar un trago que le calmase. Todo a su alrededor parecía haber enmudecido, como si hubiese una expectación suspendida en el aire, o al menos, eso le parecía a él. Estaba sintiendo como si alguien observase sus actos. Trató de justificarse a sí mismo: “Ha sido un accidente”, pero él sabía que con anterioridad ya  tuvo problemas con la bebida y ahora había bebido un poco. Él estaba bien; no se sentía mareado por los efectos del alcohol; su cuerpo lo toleraba muy bien. “¿Y qué dirán de mí?. ¿Y mi mujer y mis hijos?”. Empezaron a disparársele las posibilidades de su futuro más inmediato. Condenación, dolor, rechazo, humillaciones, críticas...

No era momento para justificaciones o lamentos. Había sucedido y debía buscar soluciones. Con una frialdad innata, empezó a pensar: “Podría enterrarlo aquí mismo y nadie se daría cuenta. ¡Oh, no!; No tengo nada con que cavar y quedaría poco profundo a merced de unas alimañas que podrían descubrir su cuerpo. ¿Y si lo dejo?”. Pero esa posibilidad la descartó enseguida. “No. ¡No!. No tardarán en darlo por desaparecido. Alguien sabrá que él estuvo por aquí. La policía podría ir preguntando a otros cazadores en el bar y tarde o temprano descubriría que yo también he estado aquí hoy”. “Ya está; podría decir que se le disparó la escopeta y yo oí su llamada de auxilio...” De igual modo consideró esa posibilidad realmente absurda; la víctima tenía la cara destrozada.  “No. No. ¡No!. Y si... ¡Ya está!”.

Estaba anocheciendo y no había tiempo para mucho. Empezó a tirar del cuerpo hacia arriba para acercarlo al coche. No estaba resultando tarea fácil. Tardó algo más de media hora en llevarlo hasta el coche, no sin antes haberse cerciorado de que no había nadie por allí. Sacó la funda del asiento de atrás del coche y con ella envolvió el cadáver antes de encerrarlo en el maletero. Estaba actuando como un autómata, como si lo hubiese hecho muchas veces y fuese algo mecánico o rutinario, pero él nunca había hecho nada así.

Tan pronto como pudo, intentando serenarse, puso el coche en marcha Se dio cuenta que era necesario controlar una respiración que delataba su fechoría. Fue mirando por los alrededores para ver si había algún coche, pero no encontró nada. Poco a poco, la escena en la que se había desarrollado el crimen, iba quedando atrás. Había anochecido y por aquella carretera circulaba un conductor que iba constantemente mirando por el retrovisor, como si esperase que alguien le siguiera. Su mujer lo estaría esperando preocupada y con la cena recién hecha. “¿Cómo se está retrasando tanto?”.

El coche se detuvo en la calleja y alguien miró por una ventana apartando un poco la cortina. Al instante, las luces del patio cobraron vida en aquella noche reciente y se abrió la puerta de la casa. Su mujer había salido a recibirle. Esta vez el cazador no sacó la escopeta y los trastos del maletero, sino del asiento de atrás, pero ese detalle no cobró la menor importancia para su esposa, incluso ni se había fijado en que tampoco estaba la funda. Para ella, su marido había vuelto.

Con una serenidad que asustaba, teniendo en cuenta lo que había hecho, le dio a su esposa los dos besos de costumbre mostrándole las dos presas que había traído. Las manchas de sangre en el pantalón no lo delataron, puesto que sólo un análisis científico podría haber concretado que no eran del conejo o de la perdiz.

“El niño ya ha cenado y está durmiendo”. “Mientras te cambias de ropa yo calentaré la cena”. Los dos cenaron frente al televisor sin que se mencionase el incidente del monte. Era ya un día más y no hubo ninguna conversación de relevancia, pero dentro de aquella cabeza circulaban muchos pensamientos inescrutables. “¿Qué hago?. ¿Le cuento lo que ha pasado?. Será el fin. Esta noche lo enterraré en el patio”. Finalmente, las luces se apagaron y  podría decirse que todos estaban durmiendo. A media noche, se encendió una luz como un grito en la penumbra; alguien se había levantado. La oscuridad volvió a aquietarse enseguida, pero una sombra desfilaba a tientas por la casa. La puerta de la calle se abrió en un sigilo forzado. Un espectro acababa de atravesar el patio para detenerse junto al coche. Al poco rato la silueta se había hecho más grande y circulaba por el patio de atrás.

Alguien cavaba un hoyo considerable en aquel patio oscuro, pero lo que aquella persona, en su afán ignoraría, es que un niño asustado miraba desde la ventana de su habitación.

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