sábado, 29 de septiembre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (tercera parte)


Admiro la grandiosidad con que vuelven a surgir todos aquellos recuerdos que creí haber olvidado, pero que han permanecido latentes en mi conciencia esperando este momento para despertar y hacer más dulce mi agonía. En estos tres últimos días de desvelo y desolación, mi mente no ha interrumpido su ocupación de reconstruir nuestros momentos de felicidad.

Un curso nos distanciaba, apenas año y medio marcaron nuestra llegada a un mundo nuevo lejos del calor materno, vientre que nos protegía de un exterior hostil para nuestra aún corta vida.
No pocas veces reparé en ti al verte rondar por los pasillos de aquel centro educativo que nos presentó sin darnos los nombres, cosa que debíamos hacer por nuestra cuenta.
Al igual que muchas otras doncellas, suspiraba por conocerte, pero la extraordinaria belleza física con que te dotó la naturaleza, y saber que por ti suspiraban más vírgenes de las que nunca mi mente pudo imaginar, hacía que te sintiera meta inalcanzable para mí. A pesar de tener un carácter infinitamente extrovertido -fruto de una vida en la calle, lejos de unos padres que nunca aceptaron mi llegada- no daba con el momento para aventurarme en la tarea de presentarnos.  
Un día entero me pareció el tiempo que estuve observando los movimientos que trazabas en aquel partido de baloncesto, deporte que resultaba, junto con el arte de seducir, tu mayor destreza. Fue al finalizar victoriosamente una lucha por un esférico, entre dos canastas limitadas por el espacio y el tiempo, cuando noté un rubor de chiquilla que nunca antes había sentido, al observar como dos adictivos ojos, acompañados de una majestuosa sonrisa, me miraban, recorrían todo un cuerpo que en aquel instante se me antojó pequeño para detenerse en mi rostro. Intenté no sonreír para ocultar el amasijo de hierros que llenaban mi boca, cosa que resultó imposible, pero que al parecer careció de importancia.
Un grupo de brazos enramados hacia el sol de tu victoria, te despegaron del suelo para  llevarte en volandas a un vestuario que se interpuso entre nosotros, acotando aquel primer cruce de miradas.
Tal vez saturada de breves exámenes visuales, saludos y sonrisas, me acerqué a ti el día en que, sentado sobre un banco durante el descanso de la clase, te vi mientras les indicabas a tus compañeros de juego como debían responder con el balón, ya que una lesión en la rodilla te impedía jugar. Tanteando el horizonte me atreví a preguntar:
- ¿Qué te ha pasado en la rodilla?
- Me resbale con la moto- dijiste mostrando una amplia sonrisa de asombro y dirigiendo una ojeada que ascendió lentamente desde los pies hasta recrearse en mis ojos, verdes como esmeraldas, perplejos ante tanta perfección. Me pediste que te acompañase y partiendo de aquel breve intercambio de palabras, acompañadas de un casto beso en la mejilla, nos presentamos. Una sirena semejante a las empleadas en la guerra ante un inminente ataque aéreo, marcaba el fin de aquel inolvidable momento de esparcimiento de nuestras mentes. Requería nuestro regreso a unas aulas en las que nos aguardaban unos diestros desprovistos de espada y capote, sedientos de juventud, que nos anunciaban una vida cruel y dura mas allá de las fronteras del instituto.

Hago memoria de tus rasgos, a los que creo poder acariciar cuando son sólo imágenes fugaces que rondan por mi dolorida cabeza debido al llanto de mis ojos, de los que se desprenden pequeños diamantes que avanzan derritiéndose por mis mejillas ante el calor que mantiene el lento palpitar de este corazón cansado. Tu cara de niño, de piel amelocotonada, de la que suavemente sobresalía una graciosa nariz sobre esa curiosa abertura tuya, poblada de perfectas tallas de marfil; el pelo, que onduladamente se apartaba de tu frente, para dirigir su mirada hacia atrás; las orejas, colocadas con minuciosidad, aquellas que percibieron mis dientes, libres ya del corsé de acero que los atormentó desde la juventud o la viscosidad de una lengua, en nada comparable con aquella que llegó a deslizarse por mi secreto de mujer; las esferas de cristal que eran tus ojos, oscuros como la noche, con la profundidad del océano, capaces de atrapar con sus grandes párpados cualquier mirada inocente, mirada capaz de sonrojarme desde que anclaste tu vista en mis facciones; o el sabor ligeramente salado de tu cuerpo. Gratos ensueños quebrados por la fugaz imagen de un rostro demacrado por la muerte, o un atisbo de castigo que empequeñece mi ser, acompañado por una tunda que debilita mi cuerpo, al igual que lo hiciere un excesivo esfuerzo físico.

Sigo recordando aún la vez que nos conocimos, presentados por aquella profunda y dulce mirada tuya, siempre precedida de una majestuosa sonrisa. Tras un primer, suave y casto beso en la mejilla, que me ruborizó como nunca, mis ojos se pusieron a la deriva –aunque traté de evitar que la coloración de mi cara alcanzase un grado mayor, comparable al tono de un tomate maduro-.
Fue el primer bocado de ternura que me permitieron probar desde mi corta existencia, llenando el vacío de la soledad en la calle; sabrosa dentellada que no llegué a degustar, al ser arrancada de mi boca por un progenitor que acudía en mi búsqueda, sometido al efecto del alcohol que sustituía la sangre de sus venas, y se rebelaba a que yo pudiese sentir el amor que le apartase de su lado.
Empecé a ver la dulzura reflejándose en unos ojos delicados cada vez que intercambiábamos un saludo o unas palabras; la ternura heredada de tus padres y que tanto anhelabas compartir.
Numerosas veces traté de librarme de la telaraña pasional en que habitabas, pues no supe vivir junto a tanto afecto ni comprensión, acostumbrada a los malos tratos, odio y desamor. Me sentí acosada por un amor puro que nunca antes había experimentado, aunque una y otra vez regresaba a tu lado suplicando clemencia por una actitud que nunca me reprochaste. Procuré no quemarme con tanto frenesí, saboreando pequeñas bocanadas de ternura; algo que me era desconocido desde que abrieron las puertas de mi vida, y que fue causándome adicción.
Me sentía joven, viva, como una abeja de flor en flor tratando de hallar el mejor néctar que nutriese mis entrañas. Hoy más que nunca quiero permanecer a tu lado para toda la eternidad. Espero nazca el nuevo día; reunir el valor necesario para emprender tu búsqueda; vaciarme de un mundo que no llena mi existencia.

Una sonrisa atenuada por las lágrimas que se exprimen de mis ojos, escapa furtiva a estos labios al evocar aquella vez en que, luciendo un rostro enrojecido como el de un diablillo, me preguntaste si podías darme un beso. Tras cerrar los ojos en un mundo de fantasías de adolescente, aguardando sentir el calor de tus labios posándose sobre los míos, el tiempo se detuvo. Parecía que lo estuvieses meditando; tal vez querías cerciorarte o te asaltaron las dudas de cómo hacerlo. De pronto percibí un delicado y rápido contacto en la frente, beso que yo ansiaba sentir asentarse sobre mis labios.
Armada de valor, y venciendo mis rubores, tuve que ser yo quien se hiciese cargo de unir nuestros labios húmedos y frescos como pétalos tras el rocío, para quedar en nuestras miradas una sonrisa picaresca e infantil, al haber hecho algo que ambos deseábamos, pero que todavía no habíamos sido capaces de iniciar.

Detrás de aquel viejo portón de madera, al que mis manos atizaron con desespero la primera vez que me presentaba a una cita en tu casa, apareció una mujer de diminutos ojos negros, de los que se irradiaba todo su cariño en una ojeada expresiva de dulzura y sencillez.
Con una amable sonrisa, como intuyendo que era una amiga bastante especial para su hijo, me brindó su techo para cuantas veces quisiese, y mostrándome la humildad de su hogar, fui conducida a la habitación que albergaría la esencia de tu descanso.
Un aroma fresco y agradable a colonia infantil, emergía de unas prendas cuidadosamente dejadas con mimo sobre la cama, que se contagiaba en el ambiente de la habitación.
- ¿Puedes esperarle aquí hasta que salga de la ducha?. No creo que tarde mucho. Perdona, pero yo tengo que salir a trabajar. ¡Ah!, y encantada de conocerte. Espero que os divirtáis. Hasta luego –dijo sonriendo de forma cómplice-.
Tras una puerta entreabierta, el fragor del agua atraía mi curiosidad, y asomándome en silencio por su resquicio, permanecí espiándote -al igual que hace el guepardo con sigilo, mientras acecha a una apetitosa gacela, ajena al peligro que le aguarda-. Observé embobada como una cortina de lluvia y vaho te envolvía, ocultando tu figura desnuda, que intenté dibujar con mis dedos para memorizar tus rasgos; cosquilleo que me pareció percibías a través del cristal del maniluvio. De pronto la mampara se abrió,... Sobresaltada, volví rápidamente atrás y me senté sobre la cama, como distraída leyendo una revista.
Levemente asomaban los dientes de una sonrisa, al tiempo que unos ojos calaron mí en una mirada que se cruzó con la mía, y me transmitió todo su cariño sin decir cosa alguna, y como notas musicales, salieron unas palabras eco de una voz celestial que me dieron la bienvenida. Envuelto en una toalla que absorbía la humedad de tu cuerpo, recogiste las ropas que disimularían la fortaleza de tus músculos.

Un mar de lágrimas despierta en mis ojos, de los que bravamente se desprende el exceso de agua que mis párpados no pueden remansar, al hacer memoria del día en que accedí a guardarte fidelidad. En un jardín del edén, bajo los árboles que cobijaban nuestra estima, y junto a una alfaguara de la que manaba el agua que nos daba la vida, nos prometimos al amor.
Obsequiada con una alianza, entre besos y dulces palabras, nos sumergimos bajo el agua. Las ropas adheridas a nuestros cuerpos, disimulaban dos figuras complementarias unidas por unos labios húmedos y suaves que intercambiaron sus fluidos. Suspendida entre la fortaleza de tus brazos, flotando en un mundo de sueños, fui llevada junto al verde que cubría la inmensidad del parque.
Miré el cielo que las hojas de los árboles se esforzaban por enmascarar, y absortos en una nube de frenesí, contemplamos un sol que aquella vez brillaba diferente. Una suave brisa hizo que las hojas cobrasen una vida especial y aplaudieran nuestro romance.
Despojados de las prendas empapadas que cubrían nuestros cuerpos, y tal vez bajo los efectos de un exótico cóctel afrodisíaco, sobre un lecho vegetal a la luz tenue de un atardecer rojizo, ensayamos el amor en su grado máximo. Experimenté una humedad cálida brotando en mis entrañas; los pezones endureciéndose ante el contacto de las manos que maceraban mis senos; unas delicadas caricias, casi imperceptibles por una piel estremecida, de la que el vello se erizaba tratando de alcanzar las delicadas manos que la recorrían; unos cariñosos susurros escapando entre tus dientes; la viscosidad de una lengua recorriendo mi secreto de mujer; unos dientes mordisqueando dulcemente estas orejas; el fuego de un falo erguido adentrándose en mi grandor, acompañado de un extraño cosquilleo; tus manos dilatadas sujetando con firmeza el vaivén de mis prietas nalgas; el corazón acelerado pidiendo el auxilio de una respiración apresurada. Nuestros dos cuerpos sudorosos y derretidos en un abrazo, se enredaron en una nube de pasión.

Florecen en mi los celos por no acompañarte tras abandonar la pista de asfalto, en la que agarrada a tu grandor, vi pasar una vida entera; nuestros pequeños encuentros inundados por la sencillez, la ternura de dos niños frente a algo totalmente nuevo para ellos como es el amor, quedando atrás por la velocidad con que nos dirigíamos hacia un futuro mejor, en el que nadie se interpusiese entre nosotros. ¡Cuánto me gustaría fundirme junto a ti en la fragua de nuestras viejas pasiones!.

Mi tristeza únicamente puede ser abrigada por el recuerdo de aquellos momentos en los que permanecimos juntos. Más que nunca, anhelo reunirme contigo, pues estas memorias consumiéndose en mi subconsciente, me fuerzan hacia la desesperación; todo sea por un amor verdadero del que en su día quedé presa y sin el que ya no concibo la vida; reforzado ahora por la distancia que nos separa. Por ello busco descansar junto a ti en un sueño eterno.

La muerte se acerca sigilosa; la aguardo con impaciencia y en silencio. Espero reunir el valor suficiente para librar con ella una escaramuza de la que, con seguridad, puedo afirmar que no voy a surgir con vida.
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sábado, 22 de septiembre de 2012

Muerte bajo la Luna (Segunda parte)


Tres días habían transcurrido ya desde que dejamos atrás la corrupción de una ciudad bañada en la miseria, de la que a causa de las deudas de mi padre en las apuestas ilegales, su repetitiva y precaria suerte, y unos pendencieros, a los que les debía lo suyo, empeñados en cobrarle sus déficits a cualquier precio, hizo que nos viésemos obligados a partir hacia un lugar remoto y desconocido, alejado de la savia que nos nutría en la ciudad donde habíamos hecho nuestras raíces. Días vagando sin un rumbo ni destino establecidos, huyendo de todas nuestras vivencias y recuerdos anteriores, nos llevaron a un apacible villorrio pesquero a los pies de un valle frondoso; lugar olvidado en las rutas de los asesinos y en el que mi inquieta rebeldía no se quería asentar.
Atrás quedaban quienes me ofrecieron su compañía en las callejuelas del barrio chino, aquellos junto a los que me envolví en un “submundo” de pillería y latrocinio; las estrepitosas sirenas de las autoridades, afanosas en su tarea de darnos caza; las cortas estancias en calabozos, incapaces de retenernos por mucho tiempo debido a nuestra minoría de edad; y las veces que nos reuníamos todos junto a un bidón de fuego a narrar nuestras aventuras. Momentos de los que ahora recuerdo con nostalgia como el calor de la llama se contagiaba a mis pantalones; transmitían a mis muslos la intensidad de su fogata y una agradable sensación de hogar que nadie me daba; o el fuego, que acariciando mi frente con su viveza, alimentaba estos ojos ahora llorosos, tiempo atrás, sedientos de acción.
Viajé acompañada por el odio y el alcohol de un progenitor de consaguinidad dudosa, siempre desvaneciéndose tras el humo de un cigarrillo que ocultaba su rostro embriagado, cuya mirada ahumada de ojos grises como una ciénaga, me debió aterrorizar desde la infancia. De su rostro destacaba una prominente nuez que parecía amenazar con estrangularle, coronada con un mentón cuadrado y áspero, sobre el que se exhibía una boca de fetidez constante; era como si se hubiese recreado dándose un festín en la letrina. Vistiendo unas manos encallecidas, de piel curtida bajo la dureza de la construcción, que me arañaron con su roce, y que en repetidas ocasiones habían mostrado  su nervio y brutalidad en numerosas tundas a lo largo de mi existencia, convivía con una botella de cazalla, a la que amaba más que a su cónyuge; mujer amable y cariñosa con todos los hombres que constantemente visitaban nuestra morada, pues nunca le permitían descanso alguno en su “sufrida ocupación”. Mostrando con descaro toda la holgura de sus caderas, para desviar cualquier atención sobre su prominente nariz -más bien propia de las aves de cetrería-, y perfumada con una loción capaz de ahuyentar todos los mosquitos de un estanque, era una hembra a la que le gustaba pasearse por las calles en los largos días de aburrimiento, por las que circulaba curiosamente atuendada con unas prendas que no se pondría ni el mendigo más harapiento.

Una caserna vieja, ya visiblemente deteriorada por el paso de los años, se convertiría en el nuevo cobijo de nuestras almas errantes. El olor a moho y humedad y la falta de ventilación tras el desahucio de los anteriores inquilinos, se precipitaron ante mis narices en una corriente de muerte, producto de un cuesco estancado con toda su ira fermentada por la soledad, y cuya oposición a abandonar su morada nos llegó a resultar tarea fatigosa.
La adaptación al recientemente estrenado entorno resultó un poco delicada, pues las gentes del municipio, “lugareños de mente obtusa”, se mostraban reservadas y nos solían mirar con recelo a causa de nuestra reciente llegada en aquel pueblo que no visitaban ni los turistas más perdidos.
Calles adoquinadas; pequeños parques en los que reposar la vejez; paredes encaladas de entre las que destacaban sus balcones de madera oscura y farolas de fundición dispersadas a lo largo de sus paseos, contrastaban con una vegetación salvaje, que lindando con el villorrio por un extremo, llegaba a remojar sus pies en el otro; mar acompañado por un viejo faro que, emergiendo de entre las excretas de los pájaros que saturaban el islote de su sustento, se alzaba mostrando su gloria marchita por la corrosión de la sal marina. Campos cultivados por ancianos curtidos bajo el sol, discrepaban con pequeñas embarcaciones sesteando a la orilla del mar; imágenes que no tardaron en absorber mi atención ante tanta  belleza natural, belleza para mí desconocida.
Un nuevo mundo virgen se exhibía seguro de su atractivo ante los ojos de aquella chiquilla rebelde y de capital que desconocía totalmente el esplendor de la naturaleza, magnanimidad que le encarrilaría hacia su propia extinción.

La quiebra económica en que nos hallábamos, hizo que mi madre se afanase en su tarea con cierta diligencia, aunque en un principio le resultó muy embarazoso, pues la nueva clientela no resultaba demasiado atrayente para su llamativa actividad.
Al poco tiempo, una vez ya asentados en la zona, no tardó en hacer aparición un párroco sediento de feligreses que llenasen su parroquia, y que puso todo su empeño en hacernos aparecer en los actos de la pequeña iglesia que presidía; también removió el firmamento para intentar encauzar mi conducta por el buen camino y me incluyó en la institución docente que había en el pueblo vecino.
Fueron los estudios aquello en que yo más comencé a destacar, pues era mi hambre interior la que trataba de cebar su conciencia en las letras, tras nunca hallar verdad y amor en el menú, ya que el odio y la dureza a la que vivía acostumbrada desde temprana edad, fueron mi primer plato después de la leche de vaca. Unicamente recibí consuelo en los libros durante el tiempo que permanecía fuera de casa, extirpada de la calle por aquel párroco, de aspecto llamativo, que se ocupó de mi correcta enseñanza y de proporcionarme las atenciones que requería.
Vestido constantemente con unas ropas del color empleado en los ataúdes, y que me causaron cierto respeto desde que le vi; con un  pantalón que apenas daba cabida a su voluminoso abdomen; luciendo una brillantez pulida en la que cuatro pelos pioneros se resistían a erosionar de su cabeza; y con una cara salida de un tebeo, de la que destacaba una nariz con aspecto de tubérculo, era capaz de sembrar la risa en cualquier situación. Siempre risueño y haciendo chistes de todas mis penas, también trató de implantarme cierta disciplina, a la que tanto me amotinaba. Fue él quien me ayudó a poner un poco de orden en mi vida, aceptar con humor todo cuanto me había tocado vivir y aprender a cohabitar los padres que me fueron asignados por el supremo.
Me entusiasmaba conocer gente nueva, que tanto difería de los colegas de corredurías dedicados al latrocinio junto a los que anduve en mis tempranas relaciones con la sociedad. Ello dio como resultado un carácter enormemente extrovertido, tan apetitoso para los rapazuelos que me perseguían -quizá pensando que fuese presa accesible y de acción capaz de acompañarles a las pradurías a catar no precisamente hierba-, aunque nunca resulté ser un gazapo al alcance de cualquier ave de rapiña, probablemente a causa del ambiente familiar que me rodeaba.
Fuiste tú quien cautivaste por primera vez un alma indomable, alma que solamente tu supiste amansar, aunque sé que nada fácil te resultó.
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domingo, 16 de septiembre de 2012

Muerte bajo la Luna (primera parte)


Dos lágrimas frías como el hielo se deslizaban por mis mejillas, al tiempo que aquel hombre, con sus negras esferas de cristal inyectadas en alcohol, daba tumbos a nuestro alrededor tratando de zafarse de la situación; y mis ojos, petrificados ante el suceso, observaban impasibles como expiraba de tu cuerpo su último halo de vida. Poco después la noche se tornó blanca, los grillos enmudecieron sobrecogidos y todo quedó en el vacío.
Multitud de imágenes vinieron a mi mente en apenas un segundo. Toda una vida entera pasó por el subconsciente recordando los hechos que marcaron mi existencia. Evocaciones que debilitándose en la memoria, amenazan con desterrar mi cordura, derivarme hacia la enajenación mental que me lleve a perpetrar la aberración que voy a emprender.

Manchas de sangre enfriándose sobre las sábanas enmarañadas de la habitación que abandono con sigilo, vuelven a poner de manifiesto una vez más mi condición de mujer y, siendo sustento para la fertilidad, esta vez invitan a la muerte. Contengo la respiración, y antes de rebasar su frontera, despido con tristeza todos los libros y recuerdos que encierra.
Los resuellos tras la puerta entreabierta de la alcoba de mis padres, hacen extremar las precauciones para no divulgar mi huida.
Calles desoladas ante el silencio de la noche, acogen mis pasos rezagados en las entrañas de un pueblo que vela por el descanso de sus habitantes. Pequeñas aureolas de luz, esparcidas en medio de la tiniebla, se esfuerzan por devolver, sin éxito, la vida que el día se llevó de las callejuelas del villorrio, que una vez más se ha cebado en el dolor que causa la muerte de uno de sus escasos habitantes. Una bruma envuelve todo cuanto encuentra a su paso, y junto con las luces difuminadas por la penumbra, confiere un aspecto misterioso, que en absoluto incita al vagabundeo. El paso de la lluvia ha impreso sus huellas en el entorno, dejando tras de sí una humedad sólida que se adentra en lo más profundo de mis pulmones, mientras una leve brisa arrastra la neblina y trae consigo un frío casi polar que hace que ni los gatos osen a aventurarse en la noche.
Mi corazón late cada vez más deprisa. En esta ocasión, el miedo fluye por mis venas, avivado por la soledad que me acompaña. Los sentidos permanecen atentos a todo cuanto acontece a mi alrededor, alertando esta mente asustada por el silencio que le rodea. Según voy avanzando, siento como una corriente fría recorre mis entrañas. El cuerpo se ralentiza. Mis músculos amarrados se rebelan a mover este organismo hacia el destino que le aguarda.
Una sombra errante, siguiendo mis pasos, se convierte en escolta de la muerte, y junto con el aullido de un perro, que tal vez presagie la proximidad de un desenlace fatal, encrespan todo el vello de mi cuerpo, al igual que un puercoespín a la defensa ante un voraz depredador. El eco de los pasos propagándose por el estrecho callejón, amenaza con confesar mi marcha hacia un lugar obscuro, para dejar testimonio de esta huida en algún sujeto despabilado. Finalmente, al extremo de la calleja, hace su aparición el sendero que me alejará del desvelo de cualquier espía.
Atrás quedan las candilejas de la adormecida villa pesquera, en la que nadie más ha abrigado mi tristeza. Dos campanadas solitarias, desafiando el mutismo, bosquejan la línea entre la vida y la muerte.
Perfilando el escarpado que delimita el mar de la tierra, vuelvo la vista hacia el abandono que se eterniza a mis espaldas. Pequeñas embarcaciones faenando tras días de holganza, a causa de las inclemencias atmosféricas, manchan el mar del destello de sus luces, temblorosas ante el débil oleaje; y en la lejanía, el viejo faro del islote infunde confianza a los pescadores, que se emplean a fondo en su actividad.
El murmullo de las olas rompiendo contra el arrecife, contrasta con el rumor de un pequeño riachuelo, que asenderea su trayecto puliendo la roca, para concluir su labor sumándose al sinfín de las aguas saladas. Al son que marca la corriente, emprendo esta vez una ida sin vuelta.
Abriéndome paso entre los arbustos del alcorce que conduce a nuestro lugar predilecto -aquel en que, sentada sobre tus rodillas, admirábamos la belleza del valle propendido a nuestros pies, ante la opulencia de nuestra relación-, alcanzo a ver la luna exhibiendo su gloria entre unas nubes rezagadas en su vagar por el cielo que las alberga. El viento produce un oleaje acompasado en las ramas de los árboles, que espesan el camino y parecen cientos de manos unidas en una despedida. Ante mi paso se cruza la travesía negra y endiablada en la que alguien ha depositado un ramo de flores, tal vez buscando calmar la sed de los muertos.
Ya bien adentrada en la espesura, la melancolía y la soledad que pesan sobre mi ser, desalentan las ganas de seguir viviendo y transforman esta senda que recorríamos con algazara rumbo a la cumbre, en un camino largo, pesado y tortuoso, que nunca parece tener fin. El grito de un extraño animal vadeando la oscuridad en medio de la quietud de la noche, me sobresalta y hace que apure la marcha hacia mi ocaso. La linterna, fatigada por el viaje, empieza a temblequear.
Alzando una mirada de despedida al cielo que me cobija, veo ya la luna despierta, luna ictérica, impasible, inmóvil, observando,... luna rodeada por miríadas de estrellas que fijan su atención en mi desgracia y esperan me una a su luminosidad, en la que me acogerán como nadie, salvo tú, hizo jamás en mi exigua vida. El frío me corta la cara, amenaza con desgarrar mis pulmones, a los que accede a través de esta nariz que sigue destilando flema, por el llanto de las últimas horas de tortura. Por ello, anhelo alcanzar plena libertad para mi afligido espíritu, desasirle de todo cuanto le ata a una humanidad que jamás le quiso recibir con gratitud.
No creo nadie advierta esta ausencia, o quién sabe si aquel párroco, que me llegó a querer como una hija, sea el único que realmente pueda sentir mi pérdida; al igual que hice yo con la tuya. Con toda seguridad, encontrará consuelo en la fe que quiso mostrarme, creencias que nunca entendí.
Poco me ata ya a este fatídico mundo. No creo oponga mucha resistencia a dar ese pequeño paso que me encamine hacia un lugar nuevo, y así, olvidar todo lo sucedido; encontrarme contigo esperando acudas a mi llegada con los brazos extendidos y me acojas en ellos como tantas veces hiciste; despegándome del suelo para hacerme flotar sobre tu algodonado pecho, fortaleza de un corazón sensible que me cedió la llave que abría su cancela.
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viernes, 7 de septiembre de 2012

El Príncipe de las Botellas


Y juró que nunca se volvería a enamorar. Así pues, fue a conquistar el reino de las botellas, vidrios multicolores de variada forma capaces de dominar las aguas, un territorio con tanta fragilidad como la vida que le había sido arrebatada.
Dentro de su castillo, el pasado del amor fue sustituido por incontables recipientes tan vacíos como la existencia que resultó de aquella desgracia, pero en su día, como él, contuvieron un alma sin la que no era posible concebir la esencia de semejante creación, aunque dicho espíritu, distaba de la clara virginidad del agua. Lo vendió todo para comprar aquellos vidrios que contenían la sangre que iba a  alimentar su dañado corazón.
El humor acuoso que encerraban, era dominado por unas delgadas paredes de cristal actuando contra las leyes de la naturaleza, y tal prodigio, sería observado con los ojos de un rey que admira toda su fortuna. Para proteger aquellos tesoros de relativa y hechizante transparencia, cerró las murallas de su fortaleza para que nadie pudiese descubrir el mensaje que guardaba cada una de las botellas, entonces ya libres de todo alma efímera y líquida como la vida que se le escapó.
Inmerso bajo los efectos ilusorios de su preciado tesoro, aparecía como el alba, apuesta como la luna, y brillando al igual que el más puro de los diamantes, aquella que un día se marchó sin decir adiós. Podía lamer la miel que rezumaba de sus labios de fantasía, quedar deslumbrado ante la hermosura de sus ojos, sentir el aroma a rosas que irradiaba su piel, acariciar la suavidad de sus áureos cabellos, contemplar extasiado la candidez de su dulce sonrisa...
Pronto quedaría abismado en un sueño del que no deseaba escapar, y junto a ella, vagando ambos por el infinito, le ofreció un manto hecho con las estrellas más brillantes, para que pudiese contemplar el encanto de su resplandeciente figura en el espejo de la luna llena. Mil besos cálidos como el sol se posarían en sus mejillas, mientras al oído, le entonaría cien versos de amor, para así alimentar su belleza día tras día. Pero poco a poco, a medida que se adentraba más en el sueño, las imágenes se iban desvaneciendo; las estrellas se apagaban; todo se volvía triste y marchito. Entonces se preguntaba si valía la pena entrar en aquel paraíso una vez más.
Ahora ya sólo le quedaba un fuerte dolor de cabeza, su desgracia se rejuvenecía y ella no estaba. Quiso vender otro mueble para comprar el alimento de aquellos sueños, pero volvió a caer en el abismo de la desesperación al percatarse de que vivía entre botellas; sus únicos bienes eran miles de envases vacíos acumulados en sustitución de cada recuerdo o pertenencia llena de recuerdos muertos; ella sólo seguía viva en los sueños que eran capaces de proporcionarle su peculiar escolta, las botellas. Su reino de cristal era frágil y bello, como su princesa, pero estaba vacío, al igual que su corazón, y todo quedó encerrado entre los muros de la soledad.
Desnudó una nueva alma líquida envuelta en cristal que tenía reservada para alguna ocasión diferente, y esta ciertamente lo era; iba a despedirse de ella en un último sueño, porque, después de consumirla, ya no quedaría ninguna otra botella a su alcance. Era la última del reino que aún conservaba su espíritu, y no le quedaba ningún otro mueble para intercambiarlo por un recipiente de cristal lleno del elixir de los sueños que le mantenían con vida.
Aquel día, la muerte quiso leer los mensajes que celosamente custodiaban cada una de los miles de botellas en sus entrañas, y decidió llamar a la puerta del reino. Las murallas se abrieron para darle paso a la inmensa antesala del inconsciente y la vio a ella, su alteza, con la nitidez con que se ven los muertos entre sí, escoltada por un poderoso ejército transparente camino de la cámara real. Vio que las botellas estaban vacías y pedían auxilio, pues su existir quedó carente de sentido; el alma para la que fueron concebidas les fue arrebatada.
Unos cristales rotos yacían en el suelo, pero aún conservaban algún vestigio de vida, era sangre; la sangre de las botellas.
Al poco tiempo, apareció el heredero del reino de cristal, su anfitrión, aunque su imagen resultaba borrosa, como si estuviese difuminado entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Este no prestó la menor atención a la visita; iba buscando a su amada entre el paraíso de los sueños eternos, dónde aún conservaba el mismo esplendor de sentimientos que le ofreció en el día de bodas.
Tal era la fuerza de su unidad y deseo, que la muerte, por un instante, perdió la noción del tiempo al verla acudiendo a la llamada de su príncipe, con la escolta real. Pero de repente empezó a llover; eran las lágrimas de un amor roto, tormenta en el mundo de los vivos, palidez en el de los muertos. La muerte se sintió consternada por haber participado en aquella separación; en su día, la belleza de la princesa también la sedujo; su fragilidad y ternura; un ramo de vida en su pesaroso vagar entre dos naturalezas tan distintas.
Unos truenos de arrepentimiento estallaron en sus entrañas, y de repente, un extraño reflejo le vino a los ojos, era el destello del reino de cristal. Allí en medio, envuelto en un mar de botellas, alguien naufragaba en sus propios llantos de amargura, como tantas otras veces. La muerte se arrepintió de haberse llevado a su esposa, y aquello hizo avivar un gran fuego en su interior, el mismo que utilizaba para castigar la maldad, pero esta vez era algo diferente. Con tanto calor, el vidrio empezó a fundirse. Todas las botellas se iban deformando con lentitud, hasta formar una masa candente como lava. Y el magma fue deslizándose escaleras abajo hasta confluir con el mar de lágrimas. El choque de temperaturas provocó una gran figura de cristal, vacía por dentro, como las botellas, hueca como una burbuja, salvo que era capaz de dar cabida a un prodigio mucho mayor. Mirada con ojos de enamorado, podía parecer la mujer más hermosa, pero aquella amalgama de vidrio tampoco tenía alma.
Nuestro príncipe ya estaba pisando el mundo de los muertos, pero su alma aún no había llegado y, por primera vez en su vida, la muerte tuvo que empujar a alguien hacia el lado de los vivos, pues sólo él podría borrar el resentimiento de sus entrañas. Un beso tan ávido como los que daba a sus botellas iba a ser suficiente; con aquel contacto, la burbuja bebería esta vez de sus labios para cobrar vida; un espíritu sembrado en el amor.
De nuevo en el mundo de los vivos, con los ojos extraviados ante un gran fulgor mucho más atractivo que el de las botellas, secó sus lágrimas para contemplar algo insólito que también quiso besar; Aquel  reflejo de vida delicado como la porcelana, alegre como el vino, cobró vida.
Un extraño rubor atravesó sus entrañas. Se sentía desnudo frente a un alma gemela, concebida entre su mente y un volcán de pasión, pero era mucho más que un recuerdo, estaba viva, era real. Quiso resistirse a tanta belleza, demasiada para él, aunque algo le llamaba en su interior. Percibió un olor a almizcle que le era familiar y unas imágenes surcaron por su dolorida cabeza. Aparecieron unos vestidos blancos como las estrellas, y luego una botella; recuerdos que le llevaban junto a la que fue su esposa; la misma que tenía delante, salvo que ahora estaba mucho más resplandeciente.
Bajo una luna de primavera, se unieron como vino y botella, como agua y sed. Ni el cielo de azul más intenso, ni el verdor de la selva, ni el firmamento lleno de estrellas, ni la flor más delicada, albergaban tanta hermosura. Para celebrarlo, descorcharon la botella  del amor y se sirvieron dos copas de burbujeantes besos. Se había vuelto a enamorar.
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