viernes, 7 de septiembre de 2012

El Príncipe de las Botellas


Y juró que nunca se volvería a enamorar. Así pues, fue a conquistar el reino de las botellas, vidrios multicolores de variada forma capaces de dominar las aguas, un territorio con tanta fragilidad como la vida que le había sido arrebatada.
Dentro de su castillo, el pasado del amor fue sustituido por incontables recipientes tan vacíos como la existencia que resultó de aquella desgracia, pero en su día, como él, contuvieron un alma sin la que no era posible concebir la esencia de semejante creación, aunque dicho espíritu, distaba de la clara virginidad del agua. Lo vendió todo para comprar aquellos vidrios que contenían la sangre que iba a  alimentar su dañado corazón.
El humor acuoso que encerraban, era dominado por unas delgadas paredes de cristal actuando contra las leyes de la naturaleza, y tal prodigio, sería observado con los ojos de un rey que admira toda su fortuna. Para proteger aquellos tesoros de relativa y hechizante transparencia, cerró las murallas de su fortaleza para que nadie pudiese descubrir el mensaje que guardaba cada una de las botellas, entonces ya libres de todo alma efímera y líquida como la vida que se le escapó.
Inmerso bajo los efectos ilusorios de su preciado tesoro, aparecía como el alba, apuesta como la luna, y brillando al igual que el más puro de los diamantes, aquella que un día se marchó sin decir adiós. Podía lamer la miel que rezumaba de sus labios de fantasía, quedar deslumbrado ante la hermosura de sus ojos, sentir el aroma a rosas que irradiaba su piel, acariciar la suavidad de sus áureos cabellos, contemplar extasiado la candidez de su dulce sonrisa...
Pronto quedaría abismado en un sueño del que no deseaba escapar, y junto a ella, vagando ambos por el infinito, le ofreció un manto hecho con las estrellas más brillantes, para que pudiese contemplar el encanto de su resplandeciente figura en el espejo de la luna llena. Mil besos cálidos como el sol se posarían en sus mejillas, mientras al oído, le entonaría cien versos de amor, para así alimentar su belleza día tras día. Pero poco a poco, a medida que se adentraba más en el sueño, las imágenes se iban desvaneciendo; las estrellas se apagaban; todo se volvía triste y marchito. Entonces se preguntaba si valía la pena entrar en aquel paraíso una vez más.
Ahora ya sólo le quedaba un fuerte dolor de cabeza, su desgracia se rejuvenecía y ella no estaba. Quiso vender otro mueble para comprar el alimento de aquellos sueños, pero volvió a caer en el abismo de la desesperación al percatarse de que vivía entre botellas; sus únicos bienes eran miles de envases vacíos acumulados en sustitución de cada recuerdo o pertenencia llena de recuerdos muertos; ella sólo seguía viva en los sueños que eran capaces de proporcionarle su peculiar escolta, las botellas. Su reino de cristal era frágil y bello, como su princesa, pero estaba vacío, al igual que su corazón, y todo quedó encerrado entre los muros de la soledad.
Desnudó una nueva alma líquida envuelta en cristal que tenía reservada para alguna ocasión diferente, y esta ciertamente lo era; iba a despedirse de ella en un último sueño, porque, después de consumirla, ya no quedaría ninguna otra botella a su alcance. Era la última del reino que aún conservaba su espíritu, y no le quedaba ningún otro mueble para intercambiarlo por un recipiente de cristal lleno del elixir de los sueños que le mantenían con vida.
Aquel día, la muerte quiso leer los mensajes que celosamente custodiaban cada una de los miles de botellas en sus entrañas, y decidió llamar a la puerta del reino. Las murallas se abrieron para darle paso a la inmensa antesala del inconsciente y la vio a ella, su alteza, con la nitidez con que se ven los muertos entre sí, escoltada por un poderoso ejército transparente camino de la cámara real. Vio que las botellas estaban vacías y pedían auxilio, pues su existir quedó carente de sentido; el alma para la que fueron concebidas les fue arrebatada.
Unos cristales rotos yacían en el suelo, pero aún conservaban algún vestigio de vida, era sangre; la sangre de las botellas.
Al poco tiempo, apareció el heredero del reino de cristal, su anfitrión, aunque su imagen resultaba borrosa, como si estuviese difuminado entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Este no prestó la menor atención a la visita; iba buscando a su amada entre el paraíso de los sueños eternos, dónde aún conservaba el mismo esplendor de sentimientos que le ofreció en el día de bodas.
Tal era la fuerza de su unidad y deseo, que la muerte, por un instante, perdió la noción del tiempo al verla acudiendo a la llamada de su príncipe, con la escolta real. Pero de repente empezó a llover; eran las lágrimas de un amor roto, tormenta en el mundo de los vivos, palidez en el de los muertos. La muerte se sintió consternada por haber participado en aquella separación; en su día, la belleza de la princesa también la sedujo; su fragilidad y ternura; un ramo de vida en su pesaroso vagar entre dos naturalezas tan distintas.
Unos truenos de arrepentimiento estallaron en sus entrañas, y de repente, un extraño reflejo le vino a los ojos, era el destello del reino de cristal. Allí en medio, envuelto en un mar de botellas, alguien naufragaba en sus propios llantos de amargura, como tantas otras veces. La muerte se arrepintió de haberse llevado a su esposa, y aquello hizo avivar un gran fuego en su interior, el mismo que utilizaba para castigar la maldad, pero esta vez era algo diferente. Con tanto calor, el vidrio empezó a fundirse. Todas las botellas se iban deformando con lentitud, hasta formar una masa candente como lava. Y el magma fue deslizándose escaleras abajo hasta confluir con el mar de lágrimas. El choque de temperaturas provocó una gran figura de cristal, vacía por dentro, como las botellas, hueca como una burbuja, salvo que era capaz de dar cabida a un prodigio mucho mayor. Mirada con ojos de enamorado, podía parecer la mujer más hermosa, pero aquella amalgama de vidrio tampoco tenía alma.
Nuestro príncipe ya estaba pisando el mundo de los muertos, pero su alma aún no había llegado y, por primera vez en su vida, la muerte tuvo que empujar a alguien hacia el lado de los vivos, pues sólo él podría borrar el resentimiento de sus entrañas. Un beso tan ávido como los que daba a sus botellas iba a ser suficiente; con aquel contacto, la burbuja bebería esta vez de sus labios para cobrar vida; un espíritu sembrado en el amor.
De nuevo en el mundo de los vivos, con los ojos extraviados ante un gran fulgor mucho más atractivo que el de las botellas, secó sus lágrimas para contemplar algo insólito que también quiso besar; Aquel  reflejo de vida delicado como la porcelana, alegre como el vino, cobró vida.
Un extraño rubor atravesó sus entrañas. Se sentía desnudo frente a un alma gemela, concebida entre su mente y un volcán de pasión, pero era mucho más que un recuerdo, estaba viva, era real. Quiso resistirse a tanta belleza, demasiada para él, aunque algo le llamaba en su interior. Percibió un olor a almizcle que le era familiar y unas imágenes surcaron por su dolorida cabeza. Aparecieron unos vestidos blancos como las estrellas, y luego una botella; recuerdos que le llevaban junto a la que fue su esposa; la misma que tenía delante, salvo que ahora estaba mucho más resplandeciente.
Bajo una luna de primavera, se unieron como vino y botella, como agua y sed. Ni el cielo de azul más intenso, ni el verdor de la selva, ni el firmamento lleno de estrellas, ni la flor más delicada, albergaban tanta hermosura. Para celebrarlo, descorcharon la botella  del amor y se sirvieron dos copas de burbujeantes besos. Se había vuelto a enamorar.

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