sábado, 3 de marzo de 2012

CAZA MAYOR

Podría haber sido un domingo más en el monte, recorriendo pequeños caminos entre matojos buscando una presa abatida; habría vuelto a casa  con un conejo o una perdiz para hacer un buen gazpacho, pero todo pensamiento estaba muy lejos de un suceso que iba a cambiar su apacible existencia.

Como otras veces, se levantó muy temprano, cuando aún no asomaba el más mínimo fragmento del nuevo día. Sigilosamente, como cada mañana, dejó el calor de su lecho despidiéndose de su esposa, felizmente dormida, con un beso en la frente. Se preparó los víveres con calma, y sin olvidarse de su petaca, dispuso todo lo necesario para pasar un día recorriendo el monte en busca de algún animal desprevenido.

Después de una semana siguiendo las rutinas de su horario de trabajo, viviendo las tensiones propias de la jornada laboral o madrugando para ocupar su puesto, ir de caza era una actividad que le permitía evadirse de todo. Estaba en contacto con la naturaleza, respirando aire puro; hacía ejercicio, intercambiaba experiencias con otros cazadores, y también podía traer unas bayas silvestres, setas (cuando era temporada) o alguna presa achacosa sucumbida ante el eco de un disparo. No era persona que le gustase fanfarronear sobre las presas capturadas, como muchos otros; tampoco destacaba por su puntería, más bien era alguien apacible que prefería pasar inadvertido y que disfrutaba a su manera. Con dar un buen paseo se conformaba, pero si además abatía alguna presa, continuaba manteniendo viva esa ilusión que heredó de su padre, cuando desde pequeño, se lo llevaba de caza en más de una ocasión. Era una lástima que ninguno de sus hijos compartiese esta vieja afición. “Quizá algún día el pequeño se anime”, pensaba él.

Tras cargar la escopeta y las alforjas en el coche, con la tranquilidad ya propia de sus años, se encaminó hacia un bar en el que entonar un poco el cuerpo. Allí se encontraría con muchos otros como él, que como de costumbre, mientras se quitaba la veda, aparecían cada fin de semana para de allí, partir a lugares diferentes. Tomaban alguna bebida espirituosa, un café, una infusión... debatían sobre un partido de fútbol o simplemente quedaban con otros compañeros de aventuras y después partían juntos. Muchos esperaban poder regresar con una buena colección de presas para mostrarlas orgullosos delante de los demás. Así, les demostrarían que ellos nunca exageraban. Cada vez era más difícil; había pocas piezas y eran muchos los que las perseguían. Todos se acordaban de unos años atrás, cuando los conejos eran una plaga para los agricultores, pero ahora... “apenas ves uno o dos tras caminar toda la mañana y tienes mucha suerte si lo alcanzas con un disparo”. Para colmo, los incendios habían agostado las zonas de caza. Por suerte, aún existían bastantes parajes en los que disfrutar de este deporte y que no quedaban demasiado lejos; media hora o tres cuartos en coche a lo sumo.

Antes de que se levantasen los primeros rayos de sol, se encaramaban en sus vehículos deseándose suerte los unos a los otros o comentando el lugar al que irían de caza. Muchos llevaban el perro en el coche; algunos incluso en un remolque, pero él nunca pudo tener un lebrel como esos que tuvo su padre y que tanto le gustaban; una vez lo intentó, pero su esposa era alérgica a los pelos de can y no hubo nada que hacer.

El sol se desperezaba y se iba levantando entre las montañas del fondo. Él había llegado ya al punto de partida. En una barrancada, aparcó el coche debajo de un árbol y fue sacando los trastos del vehículo para adentrarse a pie en el monte. Iría hacia el norte. Se puso los atuendos de caza, echó un trago de su petaca y se dispuso a caminar un buen rato. Sólo se oían sus pasos entre la maleza o alguna piedra rodando. Se detuvo unos instantes para contemplar el silencio, la paz y de paso, tomarse otro trago. Hacía fresco y aquel líquido le daba un calor agradable. Empezaba en la boca y poco a poco descendía ardiendo por la garganta hasta ahogarse en el estómago. Siguió caminando.

A la media hora se topó con el rastro de un conejo. Los excrementos eran recientes; había escarbadas y la tierra estaba recién removida. Volvió a continuar su camino, aunque no es que lo hubiese. La zona era cada vez más abrupta y la maleza abundante. Un ave emprendió el vuelo imprevisto delante del cazador, que no tuvo tiempo suficiente de encañonarla. Cuando disparó, ya era demasiado tarde. Repuso el cartucho, echó un trago y fue caminando un trecho más hacia arriba. Notaba el aire fresco adentrándose en los pulmones, el calor de su cuerpo, los latidos de su corazón y alrededor todo era un silencio expectante. La civilización se veía a lo lejos como una mancha parduzca y refulgente en medio de un pequeño valle verde y amarillento. Un ruido entre la maleza le hizo mirar hacia atrás.

Se oyó un disparo, unas aves alzaron el vuelo; otro disparo. Los cartuchos vacíos aún desprendían humo en el suelo. La presa había caído muy abajo. La situó según unos puntos de referencia para recogerla a la vuelta y fue ascendiendo un poco más. Al llegar a aquel pino, haría un descanso. Se oían los zarpazos de las aulagas en los pantalones, el crepitar de las ramas y la  hojarasca, la respiración del cazador. Cuando llegó al punto marcado, se sentó sobre una piedra y tras dejar la escopeta al lado, fue tomando aire con calma mientras bebía un trago y contemplaba el paisaje. Era buen sitio para el almuerzo.

Recobrado el aliento, se encaramó la escopeta al hombro y fue continuando su camino. A lo lejos, se oía algún que otro disparo. Dos horas después, el sol estaba ya en el punto más alto, pero unas nubes blancas venían a visitarlo lentamente. El cazador decidió descender para recoger la presa abatida y dirigirse hacia otro punto. De paso, iría al coche para comer y llenar la petaca. Y así fue.

Si por la mañana se había dirigido al norte, por la tarde visitaría la cara sur del collado, que era de pendiente más relajada, aunque más recubierta de sotobosque. No obstante, ya en el coche, después de haber comido y dar unos tragos, hizo una pequeña siesta de unos veinte minutos antes de empezar la tarde. Pasado este tiempo, restablecido de las fatigas de la mañana, emprendió la marcha con ganas. Esta vez llevaba una presa en el colgador. Había oído algún disparo, pero le extraño no haberse cruzado con nadie por el monte. “Mejor. Más tranquilo”, pensó. Se detuvo unos momentos en medio de un bancal de almendros. Él sabía que por allí se encontraban muchos jabalís y esperaba poder encontrarse con alguno. Una vez más, echó un trago de su petaca y miraba aquel envase pensando que alguna vez debería dejarlo. Devolviendo la vista hacia el frente, pudo observar el movimiento de un conejo. Tras encañonarlo pacientemente, lanzó dos disparos seguidos que acabaron con la vida del animal, no sin haber emitido un chillido. El eco se extendió por todo el barranco. Poco después se oyeron otros dos disparos más. Procedían del fondo del barranco. “Aún hay algo por lo que disparar”, pensó confiado. Después de todo, era su día de suerte. Dos presas colgaban en el gancho.

El sol empezaba a descender mientras algunas nubes se esforzaban en ponerle un velo. “Una hora más y vuelvo hacia el coche”, se dijo a sí mismo mientras consultaba el reloj y bebía otro trago de su petaca. Lo cierto es que el día le estaba saliendo redondo. Eso pocas veces sucedía. Casi siempre llegaba a casa fatigado y sin una presa con la que guisar ese gazpacho que tanto le gustaba a su mujer. También cabe decir que era el único guiso que sabía preparar; además, su esposa nunca quería hacerse cargo de tratar con una víctima que no hubiese pasado por la sala de despiece de un matadero y estuviese despellejada, limpia y convenientemente troceada; así que esa tarea también era de su marido.

Poco a poco, se encaminó hacia el coche. Estaba cerca cuando oyó quebrarse unas ramas. Dirigió la vista hacia el lugar del que procedía el sonido y vio algo marrón. “Un jabalí”, pensó. Dos disparos volvieron a hacer eco en la barrancada. Acto seguido, se pudo oír el sonido de algunas ramas y piedras que producía el rodar de la bestia abatida. Se encaminó hacia el lugar y sólo  vio un rastro de sangre que le guiaba hacia los bajos de un margen. Costaría un poco subirlo, pero bueno... Sin pensarlo más, se lanzó hacia abajo y  según iba descendiendo, empezaba ya a distinguir algo parduzco. “¡Sí, ahí está. Ya te tengo!”. Cuando se encontraba a cinco pasos de la presa, la expresión del rostro le cambió por completo.

Un sudor frío empezó a recorrer su cuerpo bruscamente. El pulso se le había acelerado y las piernas también le temblaban un poco. Despacio, aunque muy nervioso, dejó la escopeta en el suelo e intentó sentarse como pudo. No podía creerlo. ¿Qué había hecho?. “Era un jabalí”. La respiración se le aceleraba tanto como su pulso y un montón de ideas y pensamientos desordenados nacían desde las profundidades de su mente.

¿Qué hacer?. ¿Qué hacer?. ¿Qué iba a pasar ahora?. No quiso mirar. Se levantó tembloroso y se echó atrás. Fue subiendo. Quería llegar al coche e irse lejos, pero de pronto se detuvo y quiso volver la vista atrás aunque una extraña fuerza tiraba de sus ojos hacia otro lado. No podía abandonarlo allí. Tal vez aún estuviese vivo. Los remordimientos empezaron a golpearle la cabeza y acabó acercándose hasta la víctima.

Allí estaba entre unos matojos y en una posición antinatural. Tenía la cara destrozada, pero debía tener alrededor de los sesenta años. Pelo blanco, con una gran calvicie; arrugas en el cuello, en las manos; ropa marrón y verde, pero sobre todo, mucha sangre. Le había dado en la cabeza. No podía creerlo. “Estaba seguro de que era un jabalí”, volvió a pensar, pero no era así; Acababa de matar a un hombre.

“¿Y qué hago ahora?. ¿Qué va a pasar?. ¿Qué va a ser de mí?”, estas y muchas otras preguntas brotaban de su mente. Trató de serenarse, pero su respiración permanecía demasiado agitada. Inspiró varias veces y quiso aguzar el oído para cerciorarse de que no se oía nada que no fuesen sus latidos y su respiración. Empezó a sentir cierta angustia y dispuso la petaca para dar un trago que le calmase. Todo a su alrededor parecía haber enmudecido, como si hubiese una expectación suspendida en el aire, o al menos, eso le parecía a él. Estaba sintiendo como si alguien observase sus actos. Trató de justificarse a sí mismo: “Ha sido un accidente”, pero él sabía que con anterioridad ya  tuvo problemas con la bebida y ahora había bebido un poco. Él estaba bien; no se sentía mareado por los efectos del alcohol; su cuerpo lo toleraba muy bien. “¿Y qué dirán de mí?. ¿Y mi mujer y mis hijos?”. Empezaron a disparársele las posibilidades de su futuro más inmediato. Condenación, dolor, rechazo, humillaciones, críticas...

No era momento para justificaciones o lamentos. Había sucedido y debía buscar soluciones. Con una frialdad innata, empezó a pensar: “Podría enterrarlo aquí mismo y nadie se daría cuenta. ¡Oh, no!; No tengo nada con que cavar y quedaría poco profundo a merced de unas alimañas que podrían descubrir su cuerpo. ¿Y si lo dejo?”. Pero esa posibilidad la descartó enseguida. “No. ¡No!. No tardarán en darlo por desaparecido. Alguien sabrá que él estuvo por aquí. La policía podría ir preguntando a otros cazadores en el bar y tarde o temprano descubriría que yo también he estado aquí hoy”. “Ya está; podría decir que se le disparó la escopeta y yo oí su llamada de auxilio...” De igual modo consideró esa posibilidad realmente absurda; la víctima tenía la cara destrozada.  “No. No. ¡No!. Y si... ¡Ya está!”.

Estaba anocheciendo y no había tiempo para mucho. Empezó a tirar del cuerpo hacia arriba para acercarlo al coche. No estaba resultando tarea fácil. Tardó algo más de media hora en llevarlo hasta el coche, no sin antes haberse cerciorado de que no había nadie por allí. Sacó la funda del asiento de atrás del coche y con ella envolvió el cadáver antes de encerrarlo en el maletero. Estaba actuando como un autómata, como si lo hubiese hecho muchas veces y fuese algo mecánico o rutinario, pero él nunca había hecho nada así.

Tan pronto como pudo, intentando serenarse, puso el coche en marcha Se dio cuenta que era necesario controlar una respiración que delataba su fechoría. Fue mirando por los alrededores para ver si había algún coche, pero no encontró nada. Poco a poco, la escena en la que se había desarrollado el crimen, iba quedando atrás. Había anochecido y por aquella carretera circulaba un conductor que iba constantemente mirando por el retrovisor, como si esperase que alguien le siguiera. Su mujer lo estaría esperando preocupada y con la cena recién hecha. “¿Cómo se está retrasando tanto?”.

El coche se detuvo en la calleja y alguien miró por una ventana apartando un poco la cortina. Al instante, las luces del patio cobraron vida en aquella noche reciente y se abrió la puerta de la casa. Su mujer había salido a recibirle. Esta vez el cazador no sacó la escopeta y los trastos del maletero, sino del asiento de atrás, pero ese detalle no cobró la menor importancia para su esposa, incluso ni se había fijado en que tampoco estaba la funda. Para ella, su marido había vuelto.

Con una serenidad que asustaba, teniendo en cuenta lo que había hecho, le dio a su esposa los dos besos de costumbre mostrándole las dos presas que había traído. Las manchas de sangre en el pantalón no lo delataron, puesto que sólo un análisis científico podría haber concretado que no eran del conejo o de la perdiz.

“El niño ya ha cenado y está durmiendo”. “Mientras te cambias de ropa yo calentaré la cena”. Los dos cenaron frente al televisor sin que se mencionase el incidente del monte. Era ya un día más y no hubo ninguna conversación de relevancia, pero dentro de aquella cabeza circulaban muchos pensamientos inescrutables. “¿Qué hago?. ¿Le cuento lo que ha pasado?. Será el fin. Esta noche lo enterraré en el patio”. Finalmente, las luces se apagaron y  podría decirse que todos estaban durmiendo. A media noche, se encendió una luz como un grito en la penumbra; alguien se había levantado. La oscuridad volvió a aquietarse enseguida, pero una sombra desfilaba a tientas por la casa. La puerta de la calle se abrió en un sigilo forzado. Un espectro acababa de atravesar el patio para detenerse junto al coche. Al poco rato la silueta se había hecho más grande y circulaba por el patio de atrás.

Alguien cavaba un hoyo considerable en aquel patio oscuro, pero lo que aquella persona, en su afán ignoraría, es que un niño asustado miraba desde la ventana de su habitación.

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