domingo, 25 de marzo de 2012

MI PRIMER MUERTO

RGE. In memoriam

 

 

La muerte. Hablar de ella eriza el vello a muchos, quizá porque de su llamada nadie escapa y de viajar en su compañía, tampoco se regresa. Hay quienes se rebelan con arrojo llegado el momento; escupiendo sangre se vuelven a levantar desafiándola, pero finalmente acaban cayendo como hombres de valor ante el atónito asombro de cuantos puedan observar la escena.

Llegada la hora de la muerte, la mayoría se dejan llevar en la inconsciencia de su dolor o perdidos en el mar de la demencia. A los más afortunados, se les presenta en la dulzura del sueño. A otros les sorprende de forma trágica, sin posibilidad de reaccionar; y parece que es la tragedia, la muerte que más atención suscita, tal vez porque de ella se nutren las lenguas del mundo, deseosas de contar los hechos acaecidos. Se aviva así esa trágica y mortal realidad que acaba convirtiéndose en una historia que despierta la curiosidad morbosa, agazapada en el interior de todo ser humano.

Aunque esta vez los únicos testigos de los hechos acaecidos están muertos, algunos se regodean en las escenas más escabrosas que sus mentes pueden recrear, que no son sino fragmentos contados por bocas diferentes que concluyen esbozando una historia que sólo cabría ver desde la mirada de la tristeza, porque ha muerto un hombre.

A todos nos cuesta imaginar que la vida de alguien cercano a nosotros pueda acabar de semejante modo, aunque a veces pasa sin ser esperado.

Un accidente de tráfico podría habernos sorprendido, pero a veces, es predecible por una determinada forma de conducir, por el estado del vehículo, por las condiciones climáticas, por los efectos de alguna sustancia o por mil situaciones más que nos brindan una respuesta a nuestros numerosos porqués ante esos momentos de dolor.

Pero cuando la tragedia es más inusual que algo tan cotidiano como pueda ser un accidente de tráfico, puesto que los vemos todos los días en la televisión, nuestra curiosidad hacia los hechos es mayor. Y si nuestros actos últimos son los que acaban anunciando una muerte así, por mucho que sorprenda, da para hablar largo tiempo.

Unos se lavan la conciencia concluyendo su historia con un “se lo merecía”. Otros nutren el relato con detalles surgidos de su imaginación, porque cuando todo sucedió, no había nadie más; téngase por cierto.

Atrás quedan dos hijos que primero le vieron marchar de casa, perdiendo así la débil relación padre-hijo que pudo existir y que un año después del divorcio de sus padres, oyeron la tragedia por boca de todos. Ahora están marcados por una lacra difícil de quitar. Quizá no quepa en sus cabezas más que remordimientos “de haber sabido que todo iba tan mal, tal vez podríamos haberte ayudado”. Ahora ya es tarde.

Muchos le dieron la espalda porque en todas las historias tiene que haber un “malo”, pero seguro que a alguien se le habrá escapado una lágrima, entre el asombro que esta noticia puede haber provocado. Un día le vio pasar; en otra ocasión, habló con él y parecía vivir en un mundo de fiesta constante desde su divorcio, pero después se descubrió la realidad que se ocultaba detrás de aquella coraza de mundo perfecto.

Cayó desde un cuarto piso junto a un trozo de pared que acabó por servirle de lápida, tras haberlo perdido todo. Los medios de comunicación no tardaron en recrearse anotándole una cadena de antecedentes, de los que quienes le conocieron, tampoco sabían nada, porque esos “trapos sucios” se guardarían en casa o porque nunca existieron y estas habladurías sólo daban cuerpo a la noticia.

Aquel divorcio pudo causar cierta sorpresa, pero su gestación no pasaría desapercibida para un buen observador, y es que la fachada, aunque pueda enmascarar la realidad, siempre tiene un agujero por el que se puede ver el interior.

Por muy siniestros pensamientos que nuestras mentes puedan generar, la patente realidad de los hechos ha ido más allá de cuanto pudimos ver en él durante el último año.

Dicen que su aspecto desmejoró; iba para afeitar. No tenía trabajo. Se cambió tres veces de domicilio. Alguna vez se había presentado en la casa de sus hijos escupiendo rencores. Se negó a pasarles una manutención. No acudió a sus citas con ellos.

Sin duda la soledad le afectó a él, “un tipo duro”, acomodado en una vida marital en la que la mujer lo hace todo y él únicamente tenía que trabajar, al menos es lo mínimo que se le pedía para sacar adelante su familia. Quizá no supo hacerlo.

A partir de aquel momento, cuando aún era hombre, sumido en el río de la desesperación, se dejó llevar por la corriente y no se enfrentó a su nueva situación, hasta acabar desembocando en la ignota vastedad de la muerte.

Empezó a dar algún aviso de suicido, tal vez para llamar la atención de su antigua cónyuge y despertar algún sentimiento de piedad o remover su conciencia, pero no pareció funcionar.

 

Como nadie es “malo” a ojos de todo el mundo, “el muerto”, que es cuando queda una vez desvanecido el nombre que identifica al vivo, también tuvo sus admiradores. Allí estaba él, ajeno a toda la realidad, un niño de trece años que admiraba a aquel personaje y tomaba el referente de figura paterna que nunca tuvo. Compartió sus bromas, sus palabras, su camaradería, la amistad de sus hijos,  y su mágico mundo de orgullos edificados en un mundo de ilusión, que quiso compartir con él. Para este muchacho “el muerto” era el modelo de adulto que él quería para sí, con un buen coche, independiente, marchoso, fuerte, con paso firme. Tal vez la realidad dentro del hogar y de cara a su esposa e hijos, era diferente.

La ruptura de aquel matrimonio desconcertó sobremanera al muchacho, que siempre había percibido una realidad que “el muerto”, aún en vida, construyó a medida para él.

Tras enterarse de que había explotado al manipular cuatro quilos de pólvora y unos arcabuces que previamente había robado, se quedó mucho más sorprendido de aquella nueva hazaña, porque unos días antes lo había visto “enrollado y de puta madre”, como siempre.

Ahora, en aquel su primer acto fúnebre al que asistía, el muchacho se cuestionaba la “realidad que oímos” y la diferenciaba de la arquetípica realidad del mundo adulto y que no siempre es perfecta.

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