domingo, 12 de febrero de 2012

MI TÍO

“Hoy es mi cumpleaños. ¿Sabes?. ¡Ven, ven y verás mi loro!. Me lo regaló mi tío que viene hoy. ¿Sabes?. Viene de muy lejos para verme”.

Era el hermano pequeño de mi novia. Celebraba su cumpleaños y sus padres me habían invitado. A la fiesta vendría un personaje muy peculiar que querían presentarme, su tío, director de una compañía de teatro, mi inconfesable adicción. Era la primera vez que acudía a cenar a su casa y allí estaba ella, brillando más que nunca, en su ambiente. Sus padres se presentaron con amabilidad y estuvieron muy atentos durante toda la velada, incluso pude percibir alguna broma entre ellos y su hija que aludía a mí. Quizá no estaban acostumbrados a ver al novio en casa, era la primera vez.

Nada resultó como me imaginaba, aunque ahora apenas recuerdo algún detalle del lugar. Sólo tenía ojos para ella y únicamente pude oler su perfume; las orejas se las quedó “el tío” con su relato.

Una extraña luz brillaba en la habitación, tal vez, aparte de la historia, sea lo único que recuerdo, por lo demás, la fiesta transcurrió sin dejar detalle en mi mente. Después de cenar, alguien sugirió contar una historia, bien acogida por el anfitrión de la velada, al que se le iba a permitir quedarse un rato más antes de reposar su exceso de actividad.

Las luces se marcharon de la habitación para sumarse a las estrellas de la noche. Una vela quiso sustituirlas y ambientar la historia convenientemente con su aureola temblorosa, a efectos de la variada congregación de respiraciones impacientes. Una mirada siniestra, manchada de sombras, contemplaba a los oyentes, y entre la oscuridad de su barba, los dientes brillaban con inquietud. Finalmente, la lengua abrió las murallas de marfil y dejó en libertad a sus palabras:

“Cuenta la historia que existía dos hermanos, uno de ellos, hombre de negocios, poseía grandes bienes, el otro, menos afortunado, vivía al servicio de su hermano mayor. Ambos se querían mútuamente, más que como amigos, tanto como hermanos y cada uno deseaba para el otro lo mejor. Un día, mientras el hermano pequeño realizaba las compras para su hermano mayor en el mercado, entre gallinas, caballos y numerosas gentes que acudían a surtirse de los más variados productos procedentes de Holanda, la India, o la lejana China, vio una sombra que le observaba de cerca.

Sintió miedo –decía el tío con cara pavorosa, caracterizando su papel mediante una voz alterada-. Intento darle esquinazo, pasar desapercibido entre el bullicio de la multitud, pero la sombra continuaba allí, observándole de cerca, sin acercarse ni distanciarse, sin hacer gesto alguno. Solamente observaba, le observaba a él. No había reparado en nadie más que él, como si en aquel lugar no existiese más gente que él. Todo asustado, decidió ir corriendo a buscar a su amigo, que más que un amigo era su hermano, su hermano mayor –él iba narrando la historia; movía la cabeza como una serpiente al acecho de su víctima, mientras observaba nuestros rostros-.

Entro en el palacete, y cuando le contó a éste cuanto le había sucedido acerca de la sombra que le perseguía sin cesar entre la algazara del mercado, envuelto en la penumbra del temor frente a lo que acechaba a su hermano menor, al que quería más que como a un amigo y tanto como a un hermano, el hermano mayor hizo disponer su mejor caballo, el más veloz que tenía, para que su hermano menor pudiese huir a toda velocidad hacia la lejana ciudad del Cairo, en la que ocultarse de su acechador. –Acelerando su voz, prosiguió- Dándose prisa y galopando a toda velocidad, podría llegar allí antes del anochecer, para así darle burla a su extraño perseguidor, la sombra de su propia muerte. Le dio los mejores víveres para el largo viaje que le aguardaba y le hizo partir de inmediato.

Cabalgó sin tregua. No paró ni para descansar. Comió sobre el caballo. Fue cruzando ríos, atravesó montañas, incluso tuvo que vadear  barrancos. Avanzaba sin volver la mirada atrás, mientras, el sol ya empezaba a descender.

El caballo era muy fuerte, era el mejor, el más rápido de su hermano mayor. La penumbra de la noche –como su voz (admito que me pareció buen comediante)- iba cayendo sobre la tierra, debía darse prisa. No tardó en divisar unas luces allá por el horizonte. Era su ciudad, la ciudad en la que nadie le podría dar caza, la ciudad en la que pasaría desapercibido. Había cabalgado durante todo el día con el caballo más rápido de su hermano mayor, al que quería más que a un amigo, tanto como a un hermano. Su perseguidor le habría perdido el rastro. No podía haber corrido tanto como él, pues era él quien disponía del caballo más veloz, el mejor, el más rápido que tenía su hermano mayor, al que quería más que a un amigo, tanto como a un hermano.

Las luces cada vez estaban más cerca, casi podía tocarlas con sus manos -dijo mientras hacía un gesto enviado hacia nuestro subconsciente, como invitándonos a ver y tocar aquella luminosidad, como si realmente estuviesen allí, ante nosotros-. La noche iba cayendo por momentos. Empezaba a estar cansado de tan intenso viaje, pero aún le quedaban fuerzas para continuar -dijo él alimentando una esperanza con su tono de voz-. Solamente su caballo parecía mostrar fatiga, pero le quedaba poco, resistiría. Las luces eran cada vez mayores; ya no le cabían en las manos.

De pronto, un gran estruendo rompió el silencio del crepúsculo. –hizo una pausa- Después todo volvió a la calma. Ya no se oía el trote del caballo, tampoco su respiración exaltada, ni los gritos de ánimo de su jinete, aquel hermano menor que quería a su hermano mayor más que como a un amigo, tanto como a un hermano. La noche cayó definitivamente sobre la lejana ciudad del Cairo, y el veloz caballo, gobernado por aquel asustado e intrépido jinete, nunca llegó a su destino, tampoco el hermano menor de aquel hermano mayor, al que quería más que a un amigo, tanto como a un hermano.

Una gran rama se había desprendido de un árbol y arremetió contra quien en aquel instante pasaba por debajo, el hermano menor que huía desesperadamente de la sombra de su propia muerte, que fue rápida, tanto o más que el caballo más veloz de su hermano mayor. Por mucho que cabalgó, por más valles y montañas que surcara o ríos que cruzase o por más lejos que se hubiera marchado, no pudo evadirse de su destino: su propia muerte.”

 

Con su mirada, que recorría a cada uno de los oyentes, y haciendo extraños gestos con las manos, acabó la historia con una especie de moraleja: “La muerte nos aguarda ahí, a la vuelta de la esquina, no hace distinción entre ricos ni pobres, jóvenes ni adultos. Cuando nos llega no hay nada que hacer, no podemos evitarla. Mientras tanto ella está ahí, observando; aguarda nuestra hora. Corren nuevos tiempos”.

Se había hecho tarde y a los ojos ya les molestaba la luz de la lámpara, que estalló en la oscuridad. El hermano, sensibilizado con la historia, se fue a la cama, eso sí, mientras vigilaba la sombra que le acompañaba por efecto de la luz. Pude observar cómo graciosamente la narración le había afectado. Era hora de volver a casa, pero no me marché sin una ración de besos que nadaban en el mar del deseo adolescente. Era muy tarde (aunque quizá muy pronto) para pensar en la muerte.

Esta vez su tío apareció para inundarle la velada de temores, teatro en el que nos sumergen de pequeños.

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