viernes, 5 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (cuarta parte)


Ayer, emergiendo de una bruma matinal espesa, húmeda y silenciosa, producto de la lluvia, el eco de las campanas tocando a muerte en la soledad, congregaba a los feligreses, aburridos y morbosos, al murmullo que conlleva la agonía ajena de esta inusual defunción en una villa ahogada en la monotonía. Amigos, profesores y conocidos tampoco faltaron a su cita en el acto de despedida.
Una cúpula lúgubre alimentaba la resonancia de la gente acomodándose en las tablas de madera que guarecía. Pinturas evocando la vida eterna, amarillentas por el tiempo y la humedad, adornaban toda su extensión, y bajo ella, presidiendo el altar que albergaba una cruz románica, un siervo del señor cantó tu despedida anunciando una vida mejor vencida ya la muerte.
Yacías en un lecho de madera, fríamente tapizado y envuelto en lágrimas de sufrimiento, que iba a arropar tu cuerpo exánime hasta que los gusanos rehusasen los restos que acabarían por convertirse en cenizas.
El dolor brotaba en la mirada de aquella mujer que te trajo al mundo, y ahora, se mecía en su propia locura. De sus ojos enrojecidos, como inmersos en un baño de sangre, brotaban unas lágrimas amargas que ayudaron a corroer mi susceptibilidad y hastiar mi desconsuelo. Con gran impotencia me atreví a rehuir de su compañía y observar desde la distancia todo cuanto ocurría en el templo. Refugiada tras una columna que turbaba mi presencia a los congregados quedé sumida en una pesadilla irreal.
Vi por primera vez los efectos que la muerte produjo en tu rostro, que esta vez carecía del calor de tu sonrisa, del rubor de tu piel, o el brillo de tu pelo. Ibas maquillado para ser el acompañante demacrado de la muerte en una noche eterna; vestido para la ocasión con tus ropas preferidas, entre ellas  la camisa que yo te regalé; prenda que apenas solías vestir por temor a que se deteriorase y que siempre tratabas con delicadeza; ropaje del que se aprovechó la desgracia para descomponerlo en la nada, junto a tus vestigios.
Unas lágrimas mías se sumaron a las de tu madre, y descansando sobre tu cuerpo sin vida, despidieron el féretro camino del cementerio. Nunca antes vi una cara reflejando tanto sufrimiento como la de aquella mujer, siempre tan alegre ante la vida, a pesar de haber perdido a su marido en la infinitud del océano; esta vez quedaba ya sola frente al mundo, arrancado de su lado el hijo por el que siempre se desvivió, su única compañía.

Una lluvia gélida y punzante, entenebrecía el paso en dirección a la no muy acogedora necrópolis de la villa, en la que una verja negra, forjada antaño por gentes hoy momificadas en el recuerdo de quienes ahora protege, contrastaba con el blanco de las paredes para  enmascarar una oscuridad ignota, consumida ya la existencia. Recibía nuestras vidas con emoción poco afectada por cuanto les sucedió a aquellos que extraían el dolor de nuestras entrañas.
Bajo un sauce del que su ramiza iba descendiendo hasta la tierra, quizá en un gesto de consuelo hacia los difuntos, intenté guarecerme del aguaviento que sollozaba por tu pérdida, mientras la vegetación se cebaba en una tierra enriquecida por los numerosos restos mortales que la abonaban.
Mármoles fríos, flores mustias y soledad, saturaban la morada de los difuntos; hogar custodiado por ángeles justicieros, vírgenes y crucificados infelices ante el sufrimiento.
Un nicho oscuro de ladrillos rojizos, que las arañas osaron a tapizar sin respeto alguno hacia el nuevo inquilino, acogió sin vacilar el féretro que te abriría paso hacia la vida eterna. A su boca abandonaron unas flores sacrificadas para que su fragancia alimentase tu alma antes de emprender el viaje por el sendero del más allá.
Al poco tiempo, los murmullos que traía consigo la gente, desaparecieron con ella. Destacando sobre todas las tumbas del cementerio, una frase escrita decía:                                                                     
               “Ayer yo fui lo que tú eres hoy,
                mañana tu serás lo que yo soy”
Hizo que una electricidad álgida recorriese mis vértebras. El llanto de mis ojos se sumó al de la lluvia, y mirando por última vez aquellos dos cipreses sobresalientes de entre los difuntos, que unieron sus copas buscando desahogarse mutuamente, emprendí la vuelta a casa, en la que me aguardaban unos padres nada comprensivos con cuanto sentía.

El  tiempo dedicado para la hora de la comida, momento en el que todos nos solíamos reunir en la mesa para ingurgitar los mejunjes que preparaba mi madre y que en absoluto desperdiciaba mi progenitor, resultó más monótono que de costumbre. Fue una estancia larga, áspera y sin dialogo, y yo, cabizbaja y sumida en la nada, jugueteaba con la cuchara a punto de sumergir mi testa en aquel brebaje de brujas, en el que ni mis alborotados cabellos osaron a remojarse.
Unicamente el rumor de la lluvia animaba la situación. Pero poco tardó en sonar el teléfono para transmitir las noticias de pesar que acabasen de hundir mi corazón. Otros, menos compasivos, buscaban cotillear acerca de cuanto sucedió y brindarse a ayudarme en aquello que pudiese necesitar, intentos vanos de consolación que sólo consiguieron recordar el infortunio y ungir así mi agonía.

La tormenta insistente, que busca borrar las huellas de tu paso por la tierra, me recluye en un hogar que es sala de torturas. Amigos me visitan en esta prisión mostrando sus condolencias, y con ello, hacen que me sienta más miserable.
Protegida tras las portillas acristaladas de mi habitación, alcanzo a ver en el jardín vecino una vasta extensión de rosas, producto del renacimiento de la vida floral, pero con un esplendor ya marchito, a las que la lluvia ataca con violencia mostrando la furia contenida de una primavera alborotada; lluvia densa como gotas de cristal líquido que encubre el mundo más allá de la ventana y le resta importancia desvaneciéndolo tras su manto repentino; lluvia fruto de un apogeo alterado que muestra toda su riqueza en una gran diversidad de climas.

Sepultadas tras una lápida de desgracias quedan ahora las sonrisas de una mujer desolada, de la que tiempo atrás se desprendía amor y dulzura, mientras recordaba con nostalgia la ausencia del marido perdido entre la furia de las aguas del mar. Mirando el retrato de su esposo, brillaban en sus ojos los buenos recuerdos que de él tenía al tiempo que narraba alguna de sus hazañas en el mar; la misma que le apartó de su lado.

Una habitación intacta, lúgubre y sin vida, que ahora parece una cripta, encierra tus gustos, evoca tu personalidad y registra una vida desde su infancia. A su puerta permanece atento esperando tu regreso el cachorrillo ya un poco crecido con el que te obsequiaron por tu cumpleaños.

Noches de desvelo y sollozos postergan tu marcha, a la que se suma una lluvia incesante, como lágrimas caídas del cielo que despiden tu partida hacia un mundo nuevo y desconocido, de belleza si cabe superior a la de aquel valle que nos absorbió en su encanto.
Revolviéndome entre las sábanas de mi insomnio, consigo distinguir tras el ventanuco una noche oscura y entre tinieblas que se ha adueñado del mundo, mientras el agua que rezuma por los tejados, quiebra su silencio, como queriendo evitar mi descanso; lluvia que inunda las techumbres con diminutos espejos que parecen diamantes dispuestos para alimentar la avaricia de mis ojos e impedirles conciliar el sueño.
Ahora, en tan solo tres días, más años pesan sobre mi espalda; una oscura concavidad se ha adueñado de mis insomnes ojos; mis delicados cabellos se amotinan a ser alineados por un peine; la piel se me estremece ante la soledad al igual que lo haría frente a un baño de gélidas aguas. 
Un rostro de muerte huidizo, como un espectro fruto de las alucinaciones del desespero, cruza la habitación hasta detenerse al pie de la ventana, y lanzando una fría mirada antes de desaparecer, me  recuerda la tragedia sucedida; le sigue un silencio sepulcral violado por unos gemidos en la habitación contigua, producto de un orgasmo fingido entre dos personas aborrecidas por la rutina.
La cama, quejumbrosa ante el exagerado movimiento, chirría en un intento de mostrar su desaprobación, mientras las nalgas flácidas, blanquecinas y frías de mi madre, chocan con violencia rebotando una y otra vez contra el pubis de su amante, quien invocando la palabra "mierda", da por concluido el fallido esfuerzo por lograr una eyaculación retardada. Luego, todo vuelve al silencio de la noche en la que tan sólo se abren paso el rumor de la lluvia y un viejo reloj que parece recrearse retrasando las horas.

El cielo parece estar cansado de llorar. Ha cesado la lluvia, y entre pequeños claros intenta abrirse paso una luna llena que acude a consolar mi llanto; luna de redondez perfecta, con un brillo y luminosidad que permiten la lectura de mis recuerdos; la misma que cautivó nuestros corazones cuando la contemplamos a los pies del valle, poco después de que recortase nuestras figuras fusionadas en un abrazo.
En este momento, observando temblorosa desde la ventana de mi habitación esta luna que refleja la luz del día en la otra cara del mundo, tan sólo me cabe recordar aquella noche, ya abordada, que iniciaría un fin de semana del que nunca alcancé a imaginar tan  amargo final.
La luna raída, tras unas solitarias nubes que tal vez quisieran ocultarle el horror de cuanto iba a suceder, me invitaba a observarla desde lo alto de la cumbre de la serranía, en la que daba fin aquel valle esplendoroso cubierto de una espesura salvaje y virgen salpicada de pequeñas aglomeraciones de casas.
Siguen resonando en mi ahuecada cabeza las últimas palabras, que escapadas de tus labios, manifestaron disconformidad a acompañarme hasta los cerros; aunque no de muy buena gana, vencido por los deseos de complacerme, aceptaste las súplicas de mi propuesta. Son palabras que me hacen sentir culpable después de cuanto ocurrió.
En este instante, únicamente puedo vislumbrar la luna llena que me hechizó en aquel valle. No logro conciliar al sueño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario