sábado, 12 de enero de 2013

EL BORRACHO (primera parte)


Unos afilados dientes de lava volcánica, con diversas tonalidades en las que confluían negros y marrones, acunaban los abismos donde la agresiva frontera de la tierra iba desafiando a las pacientes aguas del mar, siempre en lucha por ganar terreno. Y allá en la línea del horizonte, sin que ningún escollo osase a perturbar la lisa superficie del océano, desaparecían las diferencias entre el cielo y el mar sin muestras de lidia alguna.
De forma sorprendente, como blancas gaviotas dispuestas sobre un peñasco oscuro, se erigían algunas casas por encima de los riscos, desde las que, con la vista, se dominaba al mar y toda la costa. En el puerto, una gran nave se disponía a atracar deslizándose entre una superficie de vidrio oscuro.
Aproximadamente treinta y dos años atrás, la mujer que había a mi lado, de la mano de una monja, partió de aquella isla contra su voluntad camino de un destino incierto; y ahora, el mar y aquel gran barco, remolcaban los recuerdos de su pasado.
Con su nostalgia reciente en los ojos y la mirada de vuelta al presente, dimos unos pasos atrás y nos inmiscuimos entre una sombría avenida oculta bajo grandes arboledas. Eran tiempos de vacaciones, así que nada fajaba nuestro caminar. La mañana había transcurrido entre escaparates y sombrillas hasta que el sol venció a la fresca  brisa del mar y nos hizo desfilar en retirada.
Fue al pasar junto a un banco cuando oí una voz que demandaba mi atención.
-¡Perdone, caballero!. Me disculpa unos instantes. Voy a serle sincero y espero no aburrirle, ahora bien, si lo desea puede marcharse.
Mirando hacia el banco vi a dos personajes de cuya presencia muchos rehusarían, como bien me subrayó quien demandaba mi atención. No es que fuese mal vestido o con barba de tras días (la mía era de cuatro) sino lo que era, todo cuanto representaba para una sociedad de progreso y comodidades.
Mi madre y yo nos detuvimos y aquel hombre prosiguió.
-No voy a hacerle daño. Mire, voy a serle sincero. Somos esto, –dijo señalando un cartón de vino que había entre los dos ocupantes del banco- somos borrachos. No voy a mentirle. Tengo una pequeña pensión, ropa y comida no me faltan y dependo de una beneficencia, pero voy a pedirle dinero para comprar un cartón de vino. Ahora bien, no le obligo a nada. Si usted quiere me lo da y si no se marcha. Como puede ver le estoy siendo sincero. Seguramente si le pidiese dinero para comprar un bocadillo, porque tengo hambre, usted no me lo negaría. ¿O no?. ¿Le estoy aburriendo?.

Ahora se cruza en nuestras mentes el dilema de dar o no dar; conceder alimento a la embriaguez de una persona, que al fin al cabo la ha creado la sociedad y sus propios problemas familiares. Pocas veces lo he dudado, aunque considero que pedir dinero rebaja a las personas y le confiere a ese vil metal toda nuestra fuerza y voluntad; quita valor al ser humano y su esfuerzo. Pero también es cierto que para pedir limosna, hay que vencer el orgullo propio o poseer cierta desfachatez. Quedaba claro que aquel personaje tenía la prueba superada, y en cuanto a lo de su desfachatez me guardo los comentarios.
Así que atendiendo a su petición, tal vez de forma contraria a cuanto muchos pensasen, le di unas monedas, y apenas bastó una fracción de segundo para que aquel singular personaje conociese la cuantía de mi generosidad.
-Dos cosas. En primer lugar, muchas gracias. Ahora bien, en segundo lugar, considero que es demasiado, pero bueno, queda claro que ustedes son dos personas diferentes y a las que les gusta la gente. ¿Quieren seguir escuchándome?. No es por esto –dijo levantando el puño cerrado en el que seguían las monedas-.
La situación era un tanto extraña, aunque quizá, para nosotros, es “raro” todo aquello a lo que no estamos acostumbrados, pero el mundo es muy amplio para que conozcamos toda rareza existente y la podamos clasificar bajo este marco. No obstante, yo me dejé llevar y no tuve prisa por marcharme, porque al igual que me gustaría ser escuchado, también intento escuchar a la gente; además, he vivido momentos de soledad en los que hubiese deseado tener alguien a mi lado con quien hablar.
-Veo que saben escuchar. Así que si me permiten, voy a contarles una pequeña historia. Esta vez si que se trata de una mentira. Verán, cuando yo era sacerdote, un día vino una muchacha a mi despacho diciendo que necesitaba confesarse. Estaba terriblemente afligida y decía sentir un gran pesar por el pecado que la atormentaba.
--   Daniel Balaguer  http://www.danielbalaguer.es  https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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