domingo, 20 de mayo de 2012

EL AUTOBÚS (segunda parte)

El chofer mira por el retrovisor para ver cuantos usuarios hay y si alguien se levanta para bajar, así que de pronto repara en la presencia de alguien con aspecto un tanto extraño: “el hombre del billete” y al igual que Judas, decide traicionarle. Señala al sujeto que hay a la mitad del autobús a su amigo el policía y le comenta que tan generosa propina no es nada normal; seguramente acaba de robar en un supermercado: “Lleva una bolsa algo extraña”. Pero ni se imagina que dicho sujeto haya cometido el más atroz de los asesinatos de la ciudad.

El tic empieza a alcanzar su máxima efervescencia y los nervios se propagan por todo su cuerpo como un incendio intencionado, salvo que él lo hace sin querer. Como no la puede sujetar, la bolsa cae al suelo igual que un filete tirado desde una ventana del tercero, aunque tarda menos en recogerla que si fuese uno de sus dedos.

Es peligroso jugar con una motosierra; te puedes cortar o hacer daño a quienes te rodean y sobretodo si lo haces dentro de casa, pero alguien parece no saberlo; tal vez no jugaba y todo ha sido un accidente. Cualquiera se puede cortar mientras se afeita con un artefacto semejante; a su padre le ha sucedido esta misma mañana. Él se ha asustado tanto que su madre ha intentado depilarse con la motosierra para enseñarle que no pasa nada, aunque desgraciadamente la lección ha sido un fracaso o su madre no tenía el magisterio (al menos esa es su versión de los hechos). No sé vosotros pero yo no me lo creo.

El viejo, decrépito y medio cegato policía también dirige un vistazo por el retrovisor y presencia en directo como el extraño sujeto se mete el dedo en la nariz para extraer una sustancia, que vista desde cerca, presenta un color indeterminado, pero naturalmente el observador no aprecia semejante detalle.

Nuestro repugnante protagonista principal vuelve a percibir esa otra mirada que le ofrece el espejo y también cree ser capaz de notar como otros ojos le pinchan la espalda; él parece ser el centro de los cuchicheos que inundan el murmullo del autobús. ¿Qué llama tanto la atención de los espectadores?. ¿Será su capacidad para extraer los mocos de sus cavernas o tal vez su aspecto?. ¿O acaso observan la bolsa?.

Analizando la situación, creo que todo el mundo se ha metido alguna vez el dedo en la nariz (mientras espera en un semáforo, por ejemplo) y lo que podamos sacar no es cosa nuestra, sino del medio ambiente que respiramos o tal vez del afán que le dediquemos a la ignominiosa tarea de despejar los orificios que nos sujetan a la vida. Constantemente vemos por los medios de comunicación a numerosos artistas, un tanto bohemios en el vestir, no obstante se ganan nuestros aplausos; así que puede que nuestro invitado sea un virtuoso despegado del mundo materialista. Y por último cualquiera entra en la carnicería y se va a su casa con la compra en la mano, y si esta queda lejos, también puede coger el autobús. Entonces, ¿Qué hay de extraño?.

Volvamos a la acción haciendo un breve repaso. Policía, retrovisor, bolsa, moco y miradas.

El agente se levanta mientras alguien pega una materia desconocida en el respaldo del asiento de delante. El vehículo se detiene y el agente pierde la estabilidad de no ser por el pecho de una jovencita (naturalmente él no ha visto nada). Ahora un anciano, ayudándose del respaldo y su bastón, se encamina hacia la puerta arrastrando una sustancia pegajosa en la mano. Baja una monja y el viejo que se pregunta acerca de su valioso hallazgo, pero entra una anciana jadeante, que tras volver a percatarse de la presencia de ese cliente, decide que se ha equivocado de autobús y opta por acompañar a la religiosa.

Se reemprende la marcha y ahora alguien accidentalmente exprime algo que no es un limón, pero saltan unas gotas del ácido malicioso de la joven, que tras aplaudir el gesto en la cara del inusual cocinero, desembocan en las ovaciones de una feminista. ¡Estos viejos verdes!. Siempre pensando en lo mismo.

El defensor de la ley y el orden (con la mejilla roja) alivia el peso de las miradas del público sobre el hombre del tic; aunque tal distracción dura poco y todos vuelven sus ojos hacia ese sujeto poco atractivo a los sentidos, que alterado ante la presencia de los muertos, las miradas acusatorias y el zarandeo del viejo policía, se levanta con brusquedad y mostrando la bolsa en alto.

“Una bomba”, dice un jovenzuelo que ha visto muchas películas de terroristas, pero nadie sabe que se trata de un farol y menos se imaginan el verdadero contenido de la bolsa, que parece gotear un poco. Ahora cunde un pánico general y el héroe saca su arma grasienta y medio oxidada.

¡Cuidado, que es un psicópata capaz de cometer los más atroces crímenes!. Sin andar muy lejos, esta misma mañana ha despachado a sus padres dentro de casa, pero nadie sabe nada.

Se oye una sirena de policía y el autobús va frenando a causa también de un tráfico cada vez más denso. Todo el mundo está ya demasiado nervioso y encima hay ganas de ir al servicio a evacuar. La bolsa cae al suelo entre el sobresalto de la multitud, que ya va pensando en volar por los aires, pero cual es la sorpresa general del público al presenciar, en directo y sin envase, un cerebro un tanto magullado por los ajetreos del viaje y después de haber salido de una atroz masacre. Todo el mundo suspira de alivio; nadie ha muerto. De un modo ciertamente insólito, nuestro protagonista, que se encuentra acorralado –diría yo- aunque de espaldas, decide aliviar la vejiga al fondo del autobús con disimulo y aprovechando que todos los ojos contemplan la máquina de pensar estropeada que yace en el suelo asomándose de la bolsa.

Ahora el agente examina el origen de semejante muestra dejando un poco de lado al propietario de semejante atrocidad, que está al fondo junto a la puerta de salida. A éste, parece que nada de lo que sucede vaya con él, hasta que de pronto percibe el calor de un líquido que recorre sus piernas. Mira la causa y ve que se ha mojado los pantalones.

“La cama se ha puesto perdida. ¡Mi madre me va a matar!. ¡Si son más de las doce del medio día!. Esta medicación me va a volver loco”. Se mira un poco en el espejo y su imagen no difiere en nada de la del sueño. Ojeroso, para afeitar, mal vestido con una ropa que no se ha quitado para dormir, se encuentra algo mareado y nota un pésimo sabor alimentándole la boca. Sigue oyendo aquella voz, “la de las mil conciencias”, como la llama él; dice que un día le volverá loco.

Se toma dos pastillas más con un vaso de agua y se da cuenta de que el tic está un poco más sosegado hoy. De pronto se oye una motosierra en el jardín. Seguramente su padre estará intentando asustar al perro del vecino, que siempre viene a regar sus rosales. Ahora, saliendo entre las paredes de la casa con un eco, la voz de su madre emite improperios propios de camionero irritado. “Esto no va a acabar bien” -se dice él mientras su conciencia sigue recriminándole cada acto y amenaza con delatar su locura-.

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