domingo, 18 de noviembre de 2012

EL PICO DE LAS ÁGUILAS (cuarta parte)


-IV-

Hoy, hace tres días que los ejércitos invasores aniquilaron al príncipe. Ahora tan solo quedan las imágenes de su tortura, un cuerpo calcinado, pasto de las llamas que le cercaron en una emboscada de la que pocos se han librado. Todo empezó allí, detrás de aquel cerro.
La transparencia de las aguas fluviales que descendían desde las alturas de la montaña se tornó gris. La vida que manaba con sus corrientes se convirtió en lágrimas de dolor. Sus aguas tardarían en calmar la sed de otros animales.
De la aldea poco queda ya. Hubo quien quiso resistir el ataque de las tropas infernales para defender lo poco que tenía, pereciendo en el intento. Otros huyeron despavoridos.
Las casas humeantes y derruidas, ahora ya no albergan más que espíritus del pasado, o algún que otro animal muerto, preso en un establo que le costó la vida. En las calles de la aldea, reina un silencio aterrador, no como el que se pudiese escuchar antaño a la espera de las nieves. Se trata de un sonido de vacío y muerte, con el que se extinguieron unas creencias, unas vidas, unas costumbres, tradiciones. Ya no queda nada que enseñar a nuestros hijos más que nuestra propia destrucción. Tal vez ellos sean capaces de reconstruir cuanto sus padres destruyeron, si les dejamos algo que rescatar y no acabamos también con ellos.
Ahora la desolación se apodera del ánimo de quienes combatieron contra un mundo en el que nunca confiaron, y que les defraudó una vez tras otra. Sus esfuerzos han quedado aniquilados por el tormento del paraíso que un día protegieron.

-V-

Mientras las aves de hierro surcaban el cielo ennegrecido por el aliento de la muerte, que sobrevenía entre tanta belleza, el vano esfuerzo de cientos de hombres reunidos bajo un fin común, intentaba combatir la infantería de fuego, respaldada por una corriente variable surgida del infierno, que hacia inesperado cualquiera de sus movimientos. Los nervios se apoderaron de los expertos en semejante combate, que subestimaron al enemigo, y su propio caos les condujo hacia la perdición, arrastrando a cuantos actuaban bajo sus órdenes.
En el frente, mientras intentábamos combatir su estrategia con ramas, cubos y botellas, una gran corriente nos hizo retroceder sopena de quedar abrasados. El humo se alió con las tropas de fuego, para lidiar contra el escuadrón de hidroaviones que amenazaban a las llamas, formando así, una gran contienda que acabó con el destacamento confederado en la lucha contra la conflagración de los bosques. Entre todos, no alcanzamos un entendimiento que nos permitiese aunar nuestros esfuerzos. Probablemente, había en juego un interés mayor, que no iba a permitir nuestra victoria, y los dirigentes de nuestra ofensiva, cómodamente respaldados en sus butacas, se debatían por sacar la mayor tajada u obtener un aumento del presupuesto para la extinción de incendios, sin preocuparse por la acción de sus hombres en el campo de batalla.
El aire, más turbio que el de una gran ciudad, se tornaba irrespirable, se iba caldeando por momentos. Todo se consumía sin excepción. Los animales, en busca de una esperanza para sus vidas, huían despavoridos. El cielo empezaba a deprimirse ante las cenizas que ascendían a enmascararle el horror. Atravesando valles, subiendo escarpados, saltando ríos, avanzaban las llamas. Surgían nuevos frentes en los lugares más inaccesibles, y con la llegada de la noche, se dificultaba nuestra tarea. También debíamos combatir el cansancio.
Calcinados, acabarían los animales que buscando la luz a sus tinieblas, se encaminasen, de forma suicida, hacia las mismísimas entrañas del infierno. Otros correrían peor suerte, al verse envueltos en un cerco mortal que no les iba a permitir posibilidad alguna de escape. La inanición acabaría con los supervivientes que no pudiesen viajar en busca de otros lugares que les dieran alimento y cobijo.
Las huestes aliadas no pudieron resistir semejante ataque. Todos pusimos nuestro mayor empeño en asfixiar las llamas, que dirigidas por el general de los vientos, arrasaban con toda clase de vida, a un ritmo que nuestras fuerzas no podían combatir. Finalmente, cuando ya no quedaba más que arrasar, el ejercito de las llamas pudo ser diezmado, pero ya era demasiado tarde.
--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer

No hay comentarios:

Publicar un comentario