viernes, 2 de noviembre de 2012

EL PICO DE LAS ÁGUILAS (segunda parte)

De un almendro solitario y floreciente situado en la ladera, pendía el columpio sobre el que se meció la sencillez de nuestra inocencia, lejos de cuantos engendros fuese capaz de crear la nueva sociedad para la distracción de cualquier infante. Allí, entre sus pétalos, ramas y hojas en desarrollo, sentíamos su cobijo, la alegría de una ramiza orgullosa de compartir su fuerza con unos niños jugando a su alrededor.

Una historia de vieja, decía que antiguamente un príncipe se quedó allí, en aquella ladera, esperando a su amada que nunca regresó. Y en su larga e interminable permanencia, admirado frente tanta belleza del paisaje, le salieron raíces para alimentar la fuerza de su espíritu, mientras aguardaba su vuelta. Cada año decían que la esperaba con tantas flores como eran capaces de sujetar sus ramas.

Recuerdo cada mañana, cuando mi abuelo venía a despertarme temprano para dar de comer a los conejos o las gallinas, que tanto asombro causaban en mí. Una nueva criatura, un huevo que se movía y del que finalmente iba a nacer un polluelo o demás cosas sencillas, resultaban de un gran atractivo para un niño como yo.

El desastre lo ha borrado todo, pero en mi mente siguen existiendo numerosos pastos en los que la presencia de los rumiantes era continua, mientras mi abuelo, aún vivo, desde la distancia vigilaba su rebaño, siempre acompañado de un perro fiel. Yo corría sobre la hierba fresca y multitud de aromas impactaban en aquella mente despertando hacia una nueva vida. Brillan los atardeceres en que el rebaño volvía a su morada, ambientando su marcha con el sonido de los cencerros o las baladas lastimeras de quienes despedían el último haz de sol. Y allí, a la puerta de la caserna, mi abuela aguardaba nuestra llegada para obsequiar nuestro esfuerzo con un tazón de leche caliente y unas pastas, que elaboraba con mimo cada vez que acudía a visitarles.

Tras pasar unos días en compañía de la sencillez de dos vidas consumidas por los años, mis padres volvían a llevarme hacia la ciudad con su viejo y destartalado cacharro enormemente ruidoso. De rodillas sobre el asiento posterior, me despedía a través del cristal, de una aldea en la que el progreso únicamente había llegado a través de unos postes momificados y que, mediante el cable que conducía la luz, quedaban enlazados con el desarrollo, para iluminar unas vidas campechanas en peligro de extinción.

Pero una vez más, con la llegada de las vacaciones y como siempre, hacíamos un viaje hacia el pasado para recargar nuestras almas de la paz de aquel lugar. Surcábamos largos caminos de tierra para abrirnos paso entre una vegetación húmeda y salvaje, hasta llegar al sitio en que cuatro casas de piedra y pizarra, se organizaban a modo de cerco entorno a una fuente, en la que alguien, hace algunas décadas, llegó a ver a la mismísima virgen un día antes de la llegada de las esperadas aguas, tras una gran sequía. Lo cierto es que a través de aquella fuente, aunque fuera gota a gota, nunca dejó de manar la savia de la vida.

De cuantas cosas presenciaba, tal vez lo que mayor admiración me causó, fue ver a unos hombres pendidos del precipicio con una áspera cuerda, envueltos en un saco para protegerse de la nube formada por miles de abejas, que salían para defender el ataque de su colmena, haciendo frente a quien pretendía arrebatarles su más preciado tesoro, la miel. Mucho más arriba del bullicio que se despertaba, casi perdido entre una misteriosa bruma, se podía entrever un pico custodiado por aves de plumaje oscuro y con grandes garras capaces de llevarse a un niño a una cima que pocos habían visitado.

Un día, reunidos después de cenar junto al calor de un buen fuego para ahuyentar a los malos espíritus, mi abuelo sacó una garra de afiladas uñas para contar una historia acerca de los habitantes de aquel pico, sembrado de esqueletos y del que una vez, de joven, pudo salir airoso tras una escaramuza con uno de los ocupantes de la cima, al que tras darle muerte, le arrancó una pata como trofeo. Mi abuela, tal vez para quitar credibilidad a sus hazañas o permitir armonizar el sueño de los pequeñuelos, respondió con alguna de sus bromas respecto a las heridas que sufrió en ciertas partes que ni me atrevo a mencionar. Pero la noche llegaba, y el aullido de un lobo, no menos temible que los alados de imponentes garras, o los ruidos que originaban los animales en las cuadras contiguas a la vivienda, hacían que tras apreciar la frágil protección de las mantas, acudiese a buscar amparo en la cama de mis padres o mis abuelos. Allí, el verano no resultaba demasiado caluroso, incluso a veces hacía mucho frío y las mantas nunca se dejaban de lado por las noches.

Durante el día, mientras los mayores se dedicaban a sus labores del campo, junto a los pocos niños que había, nos dedicábamos a dejarnos rodar sobre las laderas recién segadas o escondernos entre la paja de los establos. Pero seguramente, lo que más solíamos apreciar  todos, era la visita dominical del cura del pueblo vecino, que siempre traía consigo caramelos para comprar la fe de los niños.

Cada domingo, nos asomábamos a una de las laderas, desde la que era posible ver, allá en la lejanía, el pequeño pueblo asentado junto a un riachuelo que pasaba mucho más abajo de nuestra aldea. En aquel punto, se podía seguir el recorrido del ciclomotor del cura, afrontando grandes laderas, para llevar su fe al lugar más recóndito del planeta. Desde allí, podíamos ver cuantos barrancos, valles y montañas colmaban el paisaje. Pastos de color esmeralda; bosques en los que hojas anaranjadas y verdes se mezclaban; zonas umbrosas que apenas percibían la calidez del sol, salvo algunos días de verano; y al fondo, el pequeño pueblecito en contraste con tanta naturaleza. Mucho más hacia el este, se asomaba en la lontananza un nuevo mundo desconocido, que entonces no parecía tan amenazante.

Sigo recordando la primera vez que visité aquel pueblecito. Nunca antes había visto más río que el orín de una vaca. Fue algo hechizante ver la transparencia de sus aguas, e incluso algún pez nadando a su antojo. Las casas de madera y piedra, las calles adoquinadas y toda la gente que se conocía o saludaba entre sí, no como en la ciudad en que yo vivía. Era el único lugar en el que poder comprar alguna cosa en muchos kilómetros a la redonda.

Finalizada la visita de un pariente o la compra del mes, subíamos al destartalado todoterreno que nos permitiría el viaje de vuelta hacia el pasado, un lugar regido por costumbres y creencias tan viejas como sus habitantes, un lugar que desafiaba al progreso día tras día.

La pendiente poco a poco iba acerándose. Cada vez surgían más piedras y regueros, pero finalmente, el vehículo llegaba a cometer su cumplido, dejándonos una vez más, junto a los seres queridos, que esperaban impacientes nuestra llegada, maravillados frente a cualquier baratija novedosa traída del futuro.

Una vez al mes, solía venir un veterinario a ver las vacas. Incluso yo quise ser veterinario, dada mi relación con cada uno de los animales que teníamos, especialmente tras presenciar el nacimiento de un cabrito, al que seguí su desarrollo toda la temporada. Pero el tiempo me condujo a velar por la seguridad de todo aquel entorno, al que el progreso iba ganándole terreno. Un medio en el que los pastos menguaban día a día para hacer una urbanización, una autopista o una vía de tren.

Bellos recuerdos que alimentaron mi infancia, y ahora, se han consumido en un infierno, todo queda en mi memoria. Algo ha muerto dentro de mí.

--   Daniel Balaguer  http://www.danielbalaguer.es  https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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